La alianza obrero-estudiantil American style

¿Por qué en México, especialmente en la UNAM, con un largo historial de organización estudiantil, no existe ni siquiera conocimiento de la terrible situación de indefensión de muchos jóvenes trabajadores que viven a dos horas de la ciudad, ya no digamos una campaña para difundir y enfrentar su problemática? 
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Hace unos diez años, una amiga activista chicana me preguntó por qué en México no existía una organización como USAS. Se refería a United Students Against Sweatshops (Estudiantes Unidos contra los Talleres de Explotación), una organización nacional estadounidense que surgió a finales de los años 90 para movilizarse en favor de los derechos humanos y laborales de los trabajadores de la maquila en todo el mundo. Una de las primeras y más emblemáticas campañas de USAS se volcó en apoyo de un grupo de trabajadores – en su mayoría mujeres jóvenes- de una maquiladora en Atlixco, Puebla, que buscaban organizar un sindicato independiente para combatir los abusos de la gerencia en complicidad con un sindicato de la CROC.

¿Por qué en México, especialmente en la UNAM, con un largo historial de organización estudiantil, no existía ni siquiera conocimiento de la terrible situación de indefensión de muchos jóvenes trabajadores que vivían a dos horas de la ciudad, ya no digamos una campaña para difundir y enfrentar la problemática? ¿Por qué estaban mucho mejor informados y movilizados al respecto unos jovencitos de Wisconsin, California o Nueva York?  La pregunta me agarró completamente en curva. Conocía la labor de USAS a través de mi compañera, quien inició su activismo en la organización. Yo había terminado recientemente mi periodo como Consejero Universitario tras la huelga de la UNAM y había dado el salto al trabajo sindical en el Frente Auténtico del Trabajo. Estaba literalmente en la intersección de las tres dimensiones: estudiantil, sindical y binacional, pero en ese momento no tuve forma de responder a la interrogante.

La cuestión no es menor, me parece. Tratar de entender por qué los estudiantes mexicanos, en especial los del D.F., se vinculan poco con las organizaciones de trabajadores que se movilizan literalmente frente a sus narices permitiría iluminar un poco asuntos tan aparentemente disímiles como la huelga estudiantil de la UACM y la toma de la Dirección General del CCH la semana pasada.

Vale la pena detenerse en el modelo USAS. Esta no es la única organización de su tipo, pero quizá sea la más visible y de mayor alcance. Bajo su tipo de activismo, los estudiantes se movilizan en su condición de consumidores. Los miembros de USAS presionan a sus autoridades universitarias para que vigilen eficazmente que toda la ropa que lleva el logotipo de la universidad, por ejemplo, sea producida en condiciones libres de explotación. Los estudiantes siguen la cadena productiva hasta ubicar a las pequeñas empresas que maquilan para las trasnacionales como Nike, Adidas, etcétera, intercambian información, se vinculan con sindicatos y otras organizaciones laborales en los sitios de producción y, cuando detectan y documentan graves condiciones de explotación y violación de derechos laborales, acompañan la movilización de los propios trabajadores con campañas de presión, acciones contundentes incluidas,  a lo largo de la cadena productiva y aplican eventualmente su poder de boicot como consumidores. A lo largo de los años, los éxitos no han sido pocos. En el  caso de la maquiladora de Atlixco, por ejemplo, las jóvenes trabajadoras pudieron organizar y registrar su sindicato independiente y firmaron un nuevo contrato colectivo de trabajo con la empresa.

Si se observa con atención se verá que hay aquí un tipo peculiar de conciencia de clase. Los estudiantes se asumen sin empacho como miembros de la clase media cuyo poder de influir en una determinada situación está dado por su capacidad de consumo.  Es decir, son pequeño-burgueses irredentos. Esto, que suena como herejía para el marxismo latinoamericano, es quizá la parte que mejor se explicaría con el sobado argumento de las diferencias culturales. Los jóvenes activistas estadounidenses, salvo excepciones, no crecen como proletarios wannabe. En su mayoría provienen del típico hogar suburbano de clase media tipo Los Años Maravillosos, tienen un sentido simple de la justicia y son pragmáticos.

Es fácil descartar este tipo de activismo como algo superficial y cortoplacista. No hay aquí una teoría revolucionaria de la alianza obrero-campesino-estudiantil, ni un filo político más allá del énfasis estadounidense en la presión y el cabildeo. Sin embargo, creo que esa es precisamente su gran virtud. La condición estudiantil es transitoria por naturaleza. Es muy difícil que pueda ser un tipo de identidad políticamente estable. Aunque en México la extracción socioeconómica de los estudiantes universitarios no es, por supuesto, tan marcadamente clase media como sus contrapartes estadunidenses, las universidades públicas cumplen una función de movilidad social cuya premisa es precisamente la deseabilidad del ingreso o permanencia en la clase media. Nosotros mismos, al defender la gratuidad de la UNAM en 1999, no estábamos diciendo otra cosa más que queríamos mantener esa movilidad social en la que la clase media es el punto de llegada.

Me parece que el movimiento estudiantil mexicano no se ha vinculado sólidamente con el movimiento social por dos razones principales. Por un lado, ha malentendido una condición temporal como un punto de observación permanente. Cuando los adolescentes del CCH se movilizan en contra de cambios en el plan de estudios sobreestiman el poder de su experiencia. Si quieren opinar sobre el plan de estudios pueden enviar sus observaciones a las comisiones pertinentes, y si quieren defender un modelo educativo en especial pueden estudiar pedagogía y dedicarse a ello. Hay una gran desproporción entre la capacidad de movilización estudiantil y lo localizado de sus demandas. Destruir unas oficinas administrativas para no tener que estudiar inglés parece un despropósito monumental. A pesar del llamado de Marcos en 2001, muchos activistas estudiantiles se rehúsan a dejar la universidad como objeto de su movilización.  

Por otro lado, algunos sectores estudiantiles siguen reivindicando una teoría revolucionaria que hace una caricatura de la alianza entre estudiantes y trabajadores. Nunca olvidaré las asambleas a las que llegaban algunos compañeros exigiendo que el resolutivo llamara a los obreros a lanzarse a la huelga general y sumar sus demandas a las del movimiento estudiantil. Alguna vez que no pude contener la sorna y pregunté quién iba a llevar el resolutivo a las fábricas de Naucalpan, fui denunciado con el grave cargo de “haber intentado sabotear la alianza obrero-campesino-estudiantil.”

Como quiera que sea, ojalá el activismo estudiantil pudiera romper con su tendencia a perpetuarse en las escuelas y abandonar su imagen acartonada de los movimientos sociales, a fin de poner su poder clasemediero al servicio de las causas populares.

 

 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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