Publicamos una entrevista que no había vuelto a circular desde hace medio siglo, cuando el entonces jefe de redacción de Primera Plana, Tomás Eloy Martínez, charlaba con un poco conocido escritor argentino radicado en París: Julio Cortázar.
Miren bien la fotografía: ha sido tomada hace una semana. Este adolescente de cara lampiña tiene 48 años. Inevitablemente, uno piensa en Dorian Gray. Lo que escribió Alexandre Kalda en el semanario francés Arts, durante el verano de 1962, podría repetirse tal cual ahora: porque Julio Cortázar sigue pareciendo la misma criatura tímida, no demasiado hábil para dominar un cuerpo prematuramente estirado, de dos metros o casi, ni para apaciguar la pasión que se le escapa por la voz mientras habla, tropezando con sus erres arrastradas y guturales.
Pero su historia ha cambiado desde entonces, ha comenzado a ser menos de él que de Rayuela, su séptimo libro, donde caen al suelo todos sus pudores y sus desentendimientos con el mundo. A mediados de esta primavera europea, en Salzburgo, el Coloquio de Editores estuvo a punto de atribuir a Rayuela el Premio Internacional; lo perdió en la votación final ante Los frutos de oro, de Nathalie Sarraute, quizá porque los franceses necesitaban la victoria a cualquier precio –como insinuó el corresponsal de la revista L’Europeo–o, más probablemente, porque Cortázar vive resistiéndose a la idea de tener amigos influyentes. Dos meses después, pudo desquitarse a medias en la Argentina, cuando el jurado de los premios Kennedy distinguió su novela, ex aecquo con Bomarzo, de Manuel Mujica Láinez. Por fin, con la misma indiferencia de quien llega a los 14 ó a los 31, el 26 de agosto pasado entró silenciosamente en los 50 años, alarmando a los vecinos con sus soplidos en una trompeta de jazz o respirando a pulmón lleno delante de una torrecilla medieval, que hincha su vientre entre los cafés árabes del Quartier Latin, en París.
Ese día debió de ser para él como los otros días de este verano: por la mañana, caminó seguramente desde su casa en el barrio de Grenelle, al sudoeste de París, hasta el edificio curvado de la UNESCO, en la Place Fontenoy, y se encerró ocho horas entre las vastas galerías vidriadas, para revisar traducciones o traducir algunos documentos de educación y asistencia técnica. Es probable que haya bajado también a la cafetería de la Sala de Conferencias, a comer un sándwich, o que lo haya compartido con Aurora Bernárdez, su mujer, la única ante quien parece despojarse de todas sus reservas.
Quizá Aurora no necesita que él nada le diga, ni en la Sala de Conferencias donde la gente va y viene, distante, interrumpiendo “¿Qué tal, se van el sábado a Viena?”; ni tampoco en el café Aux Deux Magots, cuando un muchacho camina entre las mesas, tañendo canciones medievales, y detrás, de repente, llega ella, menuda, con las calles y las viejas casas de París brillándoles en los ojos. Entonces, no bien se sienta, Aurora ya ha adivinado todos los gestos de muchacho que Julio dispersó aquella tarde; ya sabe si él, cansado de lidiar con una página difícil, asustó o no a los vecinos con su trompeta. Por eso, cuando la mira de repente y le dice: “¿No te parece, Aurora?”, ella ya sabe de qué le está hablando. Trepándose juntos a un Renault 4L para irse hasta Brujas o Ámsterdam, oyendo a Mozart o viendo por tercera vez Muriel(un film de Alain Resnais), los dos son como un solo ser que no se deja aniquilar por las palabras, que prefiere vivirlas en vez de pronunciarlas. Y uno no sabe cuál es el más fuerte, o el más débil, porque los dos muestran al mismo tiempo sus debilidades y sus fortalezas.
Hasta la casa se les parece: por fuera es como Cortázar, un gigantesco menhir con inscripciones difíciles de leer; mira hacia la Place du Général Beuret, pero desentonando: no hay un solo resquicio de ese óvalo verde que se parezca al zaguán estrecho y oscuro atravesado por Aurora y Julio unas cuatro veces cada día, y donde uno esperaría oír invocaciones de alquimistas en vez del vocerío incesante de los verduleros y las comadres. Queda entre un café y una farmacia, y es eso, después de las diez de la noche, lo que la vuelve silenciosa.
Ninguno de los vecinos, excepto la portera (que una mañana descubrió la fotografía de Cortázar en el semanario L’Express), sabe quién es él, aunque estén ya acostumbrados a verlo temprano, atravesando a grandes zancadas el patio interior, donde suele amontonarse la nieve y donde el sol golpea sólo por las tardes. Su puerta está al fondo de ese patio: detrás de ella hay una escalera de madera rojiza y hundida, por la que se llega hasta el dormitorio y el estudio; más arriba, un viejo granero ha sido transformado en biblioteca, pero sus paredes siguen siendo las de antes, encaladas y rugosas. “Es la morada de la Pureza”, dijo el fotógrafo Claude Anger cuando entró en ella por primera vez, y se demoró mirando la sobrecama blanca, tejida al crochet, que Aurora heredó de su madre, y de la madre de su madre, o después, cuando descubrió que todo estaba en su sitio exacto, pulcramente, hasta la enorme viga pintada de negro que parte en dos la biblioteca.
La entrevista completa puede leerse el número de agosto de 2014 de nuestra aplicación para tabletas
http://letraslib.re/lslsapp Aquí Ezequiel Martínez habla sobre la entrevista de Tomás Eloy Martínez con Julio Cortázar.