La autobiografía secreta de J.G. B****** (cuento)

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Una mañana, al despertar, B vio con sorpresa que Shepperton estaba desierta. Entró en la cocina a las nueve, molesto tras descubrir que no habían repartido el correo ni los periódicos, y que un apagón le impedía prepararse el desayuno. Se quedó una hora mirando cómo se derretía y goteaba el hielo de la nevera, y después fue a la casa de al lado a quejarse con el vecino.

Para su sorpresa, la casa del vecino estaba vacía. El coche continuaba en la entrada, pero toda la familia –marido, mujer, niños y perros– había desaparecido. Más extraño aún, en la calle reinaba un ininterrumpido silencio. Por la cercana autopista no circulaba nada de tráfico y por encima no pasaba ni un solo avión hacia el aeropuerto de Londres. B fue a la acera de enfrente y golpeó en varias puertas. Por las ventanas veía los interiores vacíos. Fuera de la desaparición de sus ocupantes, nada desentonaba en ese pacífico barrio residencial.

Pensando que quizás era inminente alguna terrible calamidad –una catástrofe nuclear o una repentina epidemia después de un accidente en un laboratorio de investigación–, y que por alguna desafortunada circunstancia él era la única persona que no había sido alertada, B volvió a casa y encendió la radio. El aparato funcionaba, pero todas las estaciones estaban mudas, tanto las europeas como las del Reino Unido. Desconcertado, B regresó a la calle y miró el cielo vacío. Era un día tranquilo, soleado, surcado por pacíficas nubes que no presagiaban ningún desastre natural.

 

B subió al coche y fue al centro de Shepperton. El pueblo estaba desierto y no se veía ninguna tienda abierta. En la estación había un tren detenido, vacío y sin ninguno de los pasajeros que con regularidad viajaban a Londres. B salió de Shepperton y cruzó el Támesis hacia el cercano pueblo de Walton. Allí también descubrió que las calles estaban en completo silencio. Se detuvo delante de la casa de su amiga P, cuyo coche estaba estacionado en la entrada. Con la llave de reserva que tenía abrió la puerta principal y entró en la casa. Pero mientras gritaba el nombre de su amiga verificó la falta de rastros de la joven. No había dormido en su cama. En la cocina, el hielo derretido de la nevera formaba un charco grande en el suelo. No había electricidad y el teléfono estaba cortado.

 

B reanudó el viaje y exploró de manera sistemática los pueblos vecinos, dando vueltas por ellos mientras se acercaba al centro de Londres. Ya no fue para él ninguna sorpresa encontrar la enorme metrópoli totalmente desierta. Avanzó por una Piccadilly vacía, atravesó Trafalgar Square en silencio y se estacionó delante del desprotegido palacio de Buckingham. Al anochecer decidió regresar a Shepperton. Casi se le había acabado la gasolina y se vio obligado a robar en una gasolinera, pero no había ningún policía patrullando en coche ni en las comisarías. Dejó una inmensa ciudad sumergida en la oscuridad, donde las únicas luces eran los reflejos de sus faros.

B pasó una noche de angustia, con la radio muda junto a la cama. Pero al despertar en otra mañana luminosa recuperó la confianza. Después de una duda inicial, se sintió aliviado de que Shepperton siguiera desierta. La comida dentro de la nevera había empezado a pudrirse; necesitaba nuevas provisiones y un sistema para cocinar. Fue en coche a Shepperton, rompió una ventana del supermercado y reunió varias cajas de carne enlatada y verduras, arroz y azúcar. En la ferretería encontró un hornillo de queroseno y se lo llevó a casa con una lata de combustible. Por la red de suministro ya no circulaba agua, pero calculó que el contenido del tanque del techo le duraría una semana o más. En incursiones posteriores a tiendas del pueblo reunió una provisión de velas, linternas y pilas.

Durante la semana siguiente, B hizo varias expediciones a Londres. Regresó a las casas y a los pisos de sus amigos, pero los encontró vacíos. Entró en Scotland Yard y en las oficinas de los periódicos de Fleet Street esperando descubrir algo que explicara la desaparición de una población entera. Por último, entró en el Parlamento y se detuvo en la silenciosa Cámara de los Comunes, respirando el aire viciado. No obstante, en ninguna parte aparecía ni la más mínima explicación de lo que había ocurrido. En las calles de la ciudad no vio un solo perro o gato. Sólo al visitar el zoológico de Londres comprobó que los pájaros seguían en las jaulas. Parecían encantados de ver a B, pero cuando les abrió las puertas escaparon lanzando gritos famélicos.

Ahora al menos tenía un tipo de compañía. Durante el mes siguiente, y a lo largo del verano, B siguió preparándose para sobrevivir. Subió hacia el norte, hasta Birmingham, sin ver una alma, y después bajó a la costa sur y siguió la carretera de Brighton a Dover. Desde lo alto de los acantilados, miró hacia la lejana costa de Francia. En el puerto deportivo escogió una lancha a motor con el tanque lleno y salió por el tranquilo mar, ahora libre de los acostumbrados barcos de recreo, petroleros y transbordadores que cruzaban el Canal de la Mancha. En Calais anduvo una hora por las calles desiertas, y en las tiendas silenciosas buscó en vano alguna señal de vida en los teléfonos. Luego desandó el camino hasta el puerto y regresó a Inglaterra.

 

Cuando después del verano vino un templado otoño, B se había organizado una vida agradable y cómoda. Tenía abundantes reservas de comida enlatada, combustible y agua para sobrevivir al invierno. El río estaba cerca, limpio y libre de toda contaminación, y el combustible se conseguía con facilidad, en cantidades ilimitadas, en las gasolineras y en los coches estacionados. En la comisaría local reunió un pequeño arsenal de pistolas y carabinas para enfrentar cualquier peligro que pudiera presentarse.

Pero sus únicas visitas eran los pájaros, y esparcía puñados de arroz y semillas en el césped de su jardín y en el de sus antiguos vecinos. Ya había empezado a olvidarlos, y Shepperton se convirtió pronto en una extraordinaria pajarera, llena de aves de todas las especies.

Así, plácidamente, acabó el año, y B estuvo preparado para iniciar su verdadera obra. ~

 

Traducción de Marcial Souto

©Copyright 1984 J.G. Ballard. Derechos reservados.

Reproducido con la autorización del

Estate of J.G. Ballard c/o The Hanbury Agency

 

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