El olor a pis. El pis huele distinto en las ciudades con puerto. Se te mete en el cuerpo como una sombra húmeda y azul. Casi todo era azul en mis vacaciones. Pero azul oscuro, no azul verdoso como sale el mar en las fotos que venden veranos marítimos sino azul mar, o sea azul grisáceo, azul marino. El pis también lo recuerdo de este color. No sé por qué en los puertos la gente mea más en la calle. En las esquinas del puerto, detrás de la grúa de piedra. Y también en los bajos de la playa del Sardinero y en cualquier parte donde los hombres estén pescando. Las cañas no se pueden dejar solas.
Las vacaciones de verano las pasábamos en casa. No íbamos a ninguna parte. Ni al pueblo ni a casa de los abuelos ni a un hotel y muchísimos menos al extranjero. Nos quedábamos en casa. Los de Santander no íbamos a ninguna parte, eran los otros los que venían a vernos.
Crecí en una ciudad tan hermosa que otra gente gastaba su dinero en verano para pasar quince días donde yo vivía todo el año. Gente que llegaba con la firme intención de no hacer nada. Gente que no quería siquiera tomar el sol, porque la mayoría de los días no hace sol en Santander. Gente que llamaba tierra a la arena. La mayoría de los veraneantes llegaban de Madrid y venían decididos a no pasar calor, a pasear, a mirar por la ventana. Y nosotros nos pasábamos el verano deseando asfixiarnos, sudar al sol, estrenar un vestido de tirantes sin chaqueta. Pero los de Madrid pagaban dinero y siempre amanecía nublado. Madrid. Yo hubiera querido que mis padres me llevaran allí a pasar agosto. Madrid era la ciudad donde la gente hacía cosas, donde se quedaban todos los que sí querían hacer algo y donde pasaban calor porque hacía sol cada día, todos los días. Un veraneante me dijo una vez que incluso en invierno hacía sol en Madrid y que no llovía nunca. En enero hacía sol y frío al mismo tiempo así que podías ir con gorro de lana y sin paraguas. Pero nosotros éramos de Santander y habíamos venido al mundo a no pasar ni frío ni calor y a no hacer nada. A no hacer nada y a llevar paraguas.
Para no hacer nada la vida tiene que estar llena de normas. Pequeñas obligaciones y rutinas capaces de garantizar que todo esté eternamente ordenado y nunca pase nada. Yo crecí en este paraíso:
–Antes de comer no se toman refrescos ni patatas fritas ni Fritos ni Bocabits. Aunque cada día antes de comer conviene decirlo al menos una vez: “Mamá, quiero Fritos.” Pero no puede ser porque si no, no comes. Así que nunca se puede comer nada porque siempre es antes de comer, o de cenar o de merendar.
–Antes de bañarse hay que hacer la digestión, aunque solo hayas comido Bocabits. Tres horas de digestión por baño porque el agua del Cantábrico está muy fría y más de uno se ha ahogado. Después de guardar las tres horas de digestión puedes bañarte las horas que quieras.
–Antes del entrar al agua te mojas las muñecas, detrás de las rodillas y la nuca. Y después te metes de cabeza. (Los veraneantes no saben entrar al agua. Se pasan el día chapoteando en la orilla, no guardan las horas de digestión y solo van donde no hace pie para nadar con estilo piscinero. Tres estilos de natación pero incapaces de coger una ola.)
–En vacaciones la merienda es distinta porque se puede merendar helado. Aunque a mí no me toca porque casi todos los días vamos al muro y en el muro ni siquiera hay heladerías.
–Al salir del mar te mueres de frío y te envuelves en la toalla, pero cuando llegas a la ducha tienes que quitarte la toalla de nuevo, pelarte de frío otra vez (porque el viento hiela las gotas del mar), ducharte con agua dulce y volver a enrollarte en la toalla, que esta vez está mojada y desagradable. Lo único bueno del muro es que no hay ducha así que te quedas con el salitre y después de la toalla te puedes chupar los brazos resecos y salados.
–Se come entre las 14:30 y las 15:00 horas. Mejor si es a las 14:30 porque así te puedes bañar a las 17:30.
–Desde las 16:30 tienes que preguntar la hora cada diez minutos. El tiempo pasa más despacio pero hace que tengas posibilidades de que los padres adelanten la hora del baño. Casi nunca pasa, pero pasa a veces. También depende de si hace calor y ellos quieren bañarse.
–Los padres en vacaciones son los padres. Los tuyos, los de tus amigos y todos los que vienen de comida a la playa o al muro. Una misma autoridad. Los padres de mi infancia son Jesús, Esther, Merche, Andrés, Conchita y Toño. Y a veces otros que también venían con nosotros. Lo que dice uno vale para todos. Cada hijo puede preguntar a su padre o a cualquier otro y después informará al resto: “Que dicen los padres que todavía no son las 17:00.”
–Los padres son los que tienen reloj. No lo llevan puesto porque ni siquiera los relojes buenos resisten al salitre (aunque no les entre agua se estropean las correas) y porque lo único para lo que sirve llevarlo puesto es para perderlo. Pero lo guardan en una carterita y lo miran solo para calcular la hora del baño.
–Si hay bandera roja te puedes meter pero solo hasta las rodillas. La resaca hace que cuando se aleja el mar te cubra de repente por la cintura. Otra cosa buena del muro es que no hay banderas ni resaca. Pero yo sigo prefiriendo la playa con diferencia. Los padres prefieren el muro.
–A casa se vuelve a las ocho u ocho y media de la tarde. Nada más llegar te duchas, te lavas el pelo y te pones el pijama. Hay que darse aftersunporque “aunque no haga sol, la brisa coge”. Después de ponerte aftersunya no te puedes chupar los brazos.
–A las 21:30 se cena y estás derrotada porque la playa cansa mucho. Si en vez de a la playa hemos ido al muro, cansa todavía más. Así que ves la tele hasta tener muchísimo sueño.
–Por la mañana la claridad entra por las rendijas de la persiana, pero la luz no quiere decir que haga sol. Nada más levantarte tienes que mirar al cielo y hablar con él. Saber si hay nordeste, si hay nubes de borrego, si va a levantar. Si parece que despeja, si lloverá, si dejará de llover. Puedes estar hablando con el cielo por lo menos media hora. Y mirando a ver qué pasa cada diez minutos. Lo que diferencia a los mayores de los niños es que los mayores saben mejor si va a despejar o no.
–Si hace buenísimo a lo mejor vamos a la playa, pero si está nublado vamos al muro seguro.
El muro es un camino de unos dos kilómetros de piedras en medio de la bahía de Santander. Y allí es donde íbamos casi todos los días. Vivíamos en la ciudad con más playas del mundo, con la arena más fina. “Esta arena ni en Cancún”, decían los padres, que por supuesto nunca había viajado a ninguna playa del extranjero ni viajarían jamás. A pesar de nuestras playas, nosotros íbamos cada día de las vacaciones al muro. En el muro no hay nada. Absolutamente nada ni nadie. Solo las piedras y el mar a cada lado. No había helados ni Fritos ni Bocabits. Ni siquiera la posibilidad de pedirlos. No había bandera ni roja ni verde ni amarilla. No había toallas porque no tiene ninguna gracia tumbarse en las piedras. Ni había arena para jugar a enterrarse. Ni se podía jugar a las palas porque la pelota se caía al agua. Los únicos niños que había eran también hijos de “los padres” así que las mismas normas valían para todos. Y las mismas cuatro caras nos juntábamos cada mañana. Al muro íbamos a pescar. La pesca tiene sus propias reglas y se rige por las mareas, que son lo único que manda más que los padres en vacaciones. Si hay buena marea hay que madrugar. Aunque sea a las siete de la mañana. A veces hay que madrugar tanto que los padres se van primero y después vienen a buscarnos a los niños y a las madres. Las madres son solo las madres si se quedan solas con los niños. Cuando estamos todos juntos ellas también son los padres.
La marea es lo que divide el muro en dos. Cuando baja la marea, el mar descubre en la parte derecha del muro que se queda desnuda, sin gota de agua. El mar se retira como tres kilómetros y se queda quieto lejos del muro, como si hubiera exclusas, pero no hay. Es solo la marea. Donde el agua descubre se queda la balsa. A la balsa hay que bajar con botas hasta la cintura para poder andar bien. Con botas bajan los padres. Los niños bajamos, cuando nos dejan, con sandalias de río. No se puede andar bien pero no se te salen y así no te haces heridas porque hay conchas que cortan en la balsa. A la balsa vamos a pescar gusana para encarnar por la tarde. Si la gusana es buena tienes más posibilidades de pescar. Otros pescadores la compran en tiendas de pesca o en gasolineras, pero si la coges tú es mucho mejor. Hay que encarnar con gusana viva así que la guardamos en una cajita con serrín y las estiramos una a una antes de rebozarlas como croquetas. Hay que hacerlo con mucho cuidado y sin espachurrarlas. Lo mejor es que no sangren y que no se rompan ni las más finitas aunque si se te rompe alguna el serrín empapa la sangre. Lo importante es que lleguen vivas al anzuelo. También pescamos cangrejillo, que son como los cangrejos de río pero grises y diminutos. No se pueden comer y también son para encarnar. También tienen que llegar vivos. El cangrejillo se mantiene entre algas de lechuga, cuanto más verdes mejor. La gusana tiene que estar seca y el cangrejillo húmedo para encarnar bien. Lo que hace mi padre es arrancar la cabeza a un cangrejillo y encarnar solo con la cola. La cabeza se tira al mar. A la balsa también bajamos a pescar cosas ilegales: almejas y muergos. Si los padres pescan eso entonces la policía puede venir y ponerte una multa. La policía nunca se ve desde el muro pero pueden estar mirando con catalejos desde lejísimos. Los niños tenemos que vigilar que no haya policía y bajar a la balsa con los padres si quieren pescar almejas porque si hay niños nunca se acercan. Si un policía se acerca y nos pregunta que qué hacemos tenemos que decir que estamos cogiendo gusana para pescar con nuestros padres. Y enseñarles el cubo de la gusana. Lo malo es que todo el mundo sabe que el trenteque lleva mi padre es la herramienta que se usa para coger almejas. Un tridente enorme que en ningún caso puede llevar un niño porque si te tropiezas y te caes podrías clavártelo en la barriga y desangrarte. Aun así, a veces lo cogemos si no nos ven. Su nombre es tridente pero los padres lo llaman trente. Los padres hombres porque las madres lo llaman siempre cuidadoconeltrente. Todavía hoy no sé si es porque esta palabra es un localismo o si lo llamábamos así porque la palabra tridente viene del infierno y nosotros vivíamos ordenadamente en el cielo. La policía nunca nos puso una multa.
Después de coger la gusana, el cangrejillo y los días buenos las almejas te subes otra vez al muro. Entonces puedes bañarte antes de comer. En el muro no hay arena, también hay piedras en el fondo del agua. Y además cubre desde el principio. Te tiras desde las piedras y enseguida no haces pie. Por eso tienes que entrar al agua calzado y con flotador aunque sepas nadar. Porque si te cansas, te hundes. De todas formas las chancletas de río te las puedes quitar una vez que estás dentro, porque es mucho mejor nadar descalzo. Pero después tienes que entrar a tientas y tocar las algas con las manos y con el cuerpo. Hay unas algas rosa salmón que son muy bonitas pero que pican. Entonces puedes salir con la cara llena de manchas rojas. La rojez desaparece si te pones vinagre pero si las madres han mezclado el vinagre con el aceite en un tupper entonces se te queda marca. Esto lo descubrimos con mi cara. Y después de que yo quedara marcada ya nunca se mezcló el aceite con el vinagre en casa.
Todos los padres y las madres y los niños se ponían muy morenos al final de cada verano. Al final y al principio, en realidad, porque la brisa es lo que más coge y nosotros estábamos siempre expuestos a la brisa. Todos menos yo. Ni el sol ni la brisa ni el aire del mar. Ni olvidar la protección ni pasar las horas leyendo en una silla plegable en el muro. Mi melanina nunca se vio alterada. Todos tenían miedo de que tuviera anemia, pero no era eso. Cuando pasas tu infancia pegado a la orilla, a la orilla que sea, hay dos cosas que pueden pasarte. Que el mar te bañe el cuerpo o que te bañe el alma. A mí me tocó lo segundo. En este caso te quedas blanco y melancólico de por vida. Creo. Supongo que es algo que te pasa si cada día miras mucho al mar y después al cielo y después piensas: “pues parece que levanta”. Así cien o mil veces por verano. Lo que tiene que levantar es la negritud, la grisura del cielo que se vuelve verde antes de tocar el suelo de Santander y que nunca termina de despejar el horizonte. Aprendí a mirar así la vida y ahora ya no hay manera de quitarme aquellas gafas.
Porque el mar era también la tentación. Lo que separa el cielo del resto del mundo. Y el cielo se pisaba cada día en tierra firme. Pero yo siempre quise alejarme de aquel paraíso y pisar cualquier otro pavimento que no fueran las piedras del muro. Toda mi niñez la pasé deseando salir corriendo de allí. Y ahora que ya no queda niña (o casi) no hago otra cosa que desear volver. Pero el cielo no aparece cuando lo necesitas. Y hace ya más de diez años que el muro se sacó del mar, piedra a piedra. Lo convirtieron en la autovía que une Santander con Bilbao. Para ser exactos biográficamente hablando, para construir la carretera que me condujo a la Facultad de Ciencias Políticas cuando abandoné la niñez y decidí que aquel paraíso era para los viejos y los niños. Me marché. Y el territorio sagrado de mi infancia fue reventado con pólvora y grúas.
Y nunca desde entonces había vuelto por allí. Nunca hasta estas palabras de ahora, que a ratos son las de entonces. Hay niños que se quedan mudos y niños que se quedan callados. A saber.
Cuando estalló el muro mi padre no dejó de ir allí a pescar: se compró un barco. Pero aún conservamos el trenteviejo. Una vez lo cogí y al mancharme la mano derecha con la roña de la herramienta la manaza joven y protectora de mi padre volvió a agarrarme por la izquierda. Y entonces volví a ser la otra, la niña pegada a aquella mano que me agarraba desde otro tiempo.
Sea como fuere en el verano de 2011 han sucedido varios hechos extraordinarios que me han hecho volver a las vacaciones del muro y al olor azul marino del pis. El primero es que yo me he convertido en una de esas madrileñas que va a Santander a intentar no hacer nada. Y el segundo que este es el primer año que no voy sola. Este año he ido a llevar a mi hija Iris, de dieciséis meses, para que se quede de lunes a viernes con los abuelos sin hacer nada mientras yo trabajo en Madrid. Podría ir a la guardería, como el resto del año. Pero la verdad es que la llevo para que sus abuelos le enseñen lo que yo no sé. Para que durante unos meses al año viva en el mismo paraíso del que yo quise escapar. Para que ellos le expliquen a qué hora se come, cuándo se merienda y cómo se sabe si el día levantará o no. Para que se aburra de mirar al horizonte y el cielo verdigrís caiga sobre sus párpados a la hora de la siesta. La llevo porque no tengo nada mejor que ofrecerle. Porque en realidad no sé si existe una infancia mejor que la mía. Y porque estoy aprendiendo que en la niñez todo va demasiado deprisa, todo cambia cada día, varias veces al día. Y lo aprendo ahora. Ahora que me muevo en la prisa lentísima de la vida aletargada de la adulta que soy. La infancia es otra cosa. Puedes acostarte una noche sin dientes y amanecer con ellos puestos. Puedes aprender lo que es duro y lo que es blando por tocar un algodón por primera vez. Incluso puedes aprendes a nombrar las cosas, a sentir tus primeras palabras. A sentir. Y aprendes que eres uno distinto a los padres. Y a esa otra cosas que son las madres, que soy yo. Lo que pasa es que nada de esto es soportable si no han construido un paraíso para ti. Si no existe un orden cosmológico que te dice qué pasará en cada momento. Una autoridad como la de las mareas. De hecho me da mucho miedo que crezca como yo siempre deseé crecer, lejos de Santander, rodeada de horarios y de planes y de gente y de cosas. En Madrid. En este otro sitio donde todo el mundo está haciendo algo importante. Donde nadie reconoce la autoridad de las mareas y donde su madre no tiene ni idea de qué camino lleva al cielo y cuál al infierno. Ni de cuál de los dos quiere escoger. Por suerte para ella es verano. Y los niños de Madrid pasan el verano en Santander. ~