En la pequeña historia de la formación de mi gusto poético personal, Efraín Huerta (1914–1982) tiene un lugar esencial. No es, nunca lo fue, mi poeta mexicano más venerado ni el más leído, pero fue de los más útiles en esa época de la vida –la adolescencia– en que los poetas han de ser útiles, cercanos, confidenciales y confidentes. Primero leí a los Contemporáneos. Me maravilló Xavier Villaurrutia. Sus nocturnos los hallaba misteriosos y surrealistas (no son exactamente ni lo uno ni lo otro, pero estoy hablando desde los términos que yo podía concebir a mis quince años) y empáticos con el mundo de Borges –descubierto a la misma edad y una comparación que el autor de Nostalgia de la muerte (1938) habría agradecido. En el orden de mi admiración le seguía Muerte sin fin (1940), de José Gorostiza, a quien alcancé a ver a lo lejos ya muy viejecito en un parque al que lo sacaban a pasear. No entendía nada del poema pero me impresionaba “la putilla del rubor helado”, a quien personalizaba como si fuera una creatura novelesca, una novia de la muerte, lo cual acaso era una percepción correcta. Lo percibía como cosa trascendental. Se me escapó, no sé por qué, Pellicer; probablemente por falta de oído.
Ignoraba del todo la poesía anterior y no fue sino hasta que mi padre me regaló el Ómnibus de poesía mexicana (1971), de Gabriel Zaid, cuando la adolescencia se tornó en temprana juventud y los nombres difusos de López Velarde y de algunos modernistas aparecieron en mi panorama. La adolescencia tornose temprana juventud: se impuso “Piedra de sol” e “Himno entre ruinas”, pero no mucho más de Octavio Paz; era más taquillera la poesía más coloquial de Rubén Bonifaz Nuño (“Para los que llegan a las fiestas ávidos de tiernas compañías…”) y desde luego la de Eduardo Lizalde, junto a la de Huerta.
Entiendo muy bien por qué los infrarrealistas tomaron a Efraín de guía en aquellos años setenta en que ellos eran jóvenes y yo adolescente, de tal modo que, por fortuna, no me topé con ellos. Eran los años en que el gran tema literario (y por ello Bolaño escribió al fin Los detectives salvajes) era la Ciudad. Eso lo podía entender por mis amigos deseosos de ser poetas urbanos o mientras yo mismo soñaba con escribir “la gran novela de la ciudad de México” como otras decenas, me consta, de aspirantes. Nadie por aquí escribió esa novela pero compartíamos los epígrafes, tomados de alguna de las declaraciones efraineanas de amor o de odio: “Amplia y dolorosa ciudad donde caben los perros/ la miseria y los homosexuales, /la miseria y los homosexuales/ y la famosa melancolía de los poetas/, los rezos y la oración de los cristianos”.
Es curioso ese culto por la ciudad de México en los años setenta y acaso ochenta hasta el temblor de 1985. Era una ciudad ya enorme y en ese gigantismo cifraba todo su misterio, su presunta calidad novelesca porque en la realidad era infinitamente aburrida, sosa y relativamente segura, a no ser que uno se topase con los hambrientos mordelones del negro Durazo. No tenía vida política, se podía caminar en ella a altas horas de la noche y como alternativa de esparcimiento adolescente o juvenil, era nula. Actualmente, cuando salgo de noche me asombra la cantidad de jóvenes caminando a altas horas de la noche y la variedad de alternativas de reventón, verdaderamente cosmopolita, que ellos tienen. En aquella época: nada de nada si uno estaba lejos de llegar al iniciático mundo universitario. Así que el misterio poético por antonomasia, antiguo tropo, eran las ventanas iluminadas de los edificios por la noche donde debería guarecerse la mujer deseada e inventada, o la fiesta inolvidable a la cual por principio uno no estaba invitado. A esa imaginación poética me conducía Villaurrutia con sus Nocturnos y para andar de día, en el metro o en el transporte público (oceanográficamente dividido entre ballenas y delfines), estaba la poesía de Efraín (el año de su muerte conocí a su hijo David, a su nieta Tania y a sus hermanas Andrea y Eugenia: por confianzuda ósmosis, para mí, es Efraín) con sus declaraciones de amor y odio. Al referirse, a su vez, a una ciudad desaparecida treinta o cuarenta años atrás, a la de Los hombres del alba (1944), era una verdadera Guía Roji para flaneadores a la vez venerable y actual.
A la popularidad cartográfica de Efraín se agregaba la pegajosa simpatía de los poemínimos, tan difíciles de imitar como las greguerías. Su carácter de poeta comunista capaz de escribir algo tan eficaz (poesía histórica y erótica a la vez) como Amor, patria mía (de hecho la única vez que lo vi en público fue en la presentación de aquel libro en 1980), le daba un peso de clásico vivo y moderno con el cual no podían competir entre el público de izquierdas, en el terreno de “las intimidades colectivas” (como el propio David Huerta tituló un libro en esas fechas), ni el omnipresente Benedetti –que no dejaba ser una importación comercial– o el taquillero Jaime Sabines, –por esas fechas incómodo y reincidente diputado del PRI.
Vino la primera madurez y en mi caso, el aprendizaje del oficio de crítico literario, la mutación en mis ideas políticas, gustos más amargos (Pessoa), más radicales (el Paz de Ladera Este y Blanco) o más complejos (Deniz, Eliot) y sentimentalismos más refinados (Cavafis). En su centenario, releí la poesía de Efraín y no sólo me llevó, como es natural, al joven que la descubrió, sino me pareció un poeta histórico en al menos dos de los sentidos de la palabra: indeleble como pasado e imprescindible para habitar el devenir.
(Publicado previamente en el periódico Reforma)
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile