Sí: la culpa es adjudicable a esa pareja Abarca, responsable “intelectual” de la masacre; a sus ejecutores narcos y a los esbirros y policías de unos y otros. Comparten parte de esa culpa los mandamases del partido que impulsó la carrera política de Abarca, el poder judicial en su municipio y, por tanto, el del estado libre y soberano de Guerrero, y por lo tanto el Estado que, como “conjunto de los órganos de gobierno”, delegó su poder en ellos, etcétera.
Pasar de la culpa criminal a la vaga responsabilidad abre otros registros. Que esa pareja y sus matones masacrasen a un grupo de personas supone una serie de presunciones tomadas como verdades: la más insufrible es que las vidas humanas valen nada, síntesis final de la corrupción y la impunidad que dominan a nuestro país. El desprecio a la vida y a la ley, traducido a la amoralidad asesina, se nutren de la certidumbre de que la impunidad abarata el riesgo de castigo y de que la ley es, cuando mucho, otra mercancía.
La amoralidad de los asesinos abreva también de una conciencia atroz: la temperatura moral del país baja cada día más la gradación de los límites del mal. La sensación de que el horror ha llegado a su límite no sucede ya sexenalmente, sino acaso cada tres meses. Cada vez que decimos que el horror ha llegado a su límite reconocemos que lo primero que no tiene límite es el límite.
De la ausencia de límites extraen su potencia las culpas particulares, las de los Abarca y sus narcos, pero también la parte de los poderes políticos, los partidos, el Estado. Y sin embargo, creo que la ausencia de límites no deja de ser una responsabilidad colectiva, que la impunidad y corrupción que propician el crimen involucran a mi propia responsabilidad. Un fragmento de la muerte de cada víctima del crimen es también responsabilidad mía.
La enjundia por caracterizar al crimen como una abominación singular y exclusiva de los otros, de “los malos”, es una purga cómoda, un cataplasma para conciencias ingenuas. Apoyo y celebro la indignación contra el crimen y exijo castigo a sus perpetradores, desde luego, pero no para disminuir la parte que me toca de responsabilidad sino para agudizarla. La energía que en estos días de ira lanzamos contra la inmoralidad ajena, como si fuese una excepcionalidad distante, es proporcional al ánimo exculpatorio; suponer que los criminales tienen el monopolio del mal alivia mi propia vergüenza.
Junto a la justificada y necesaria indignación, no deja de haber una gestalt colectiva de horror hacia nosotros mismos, hacia lo que hemos hecho de México, hacia la forma en que en la vida diaria —en la casa, la oficina, el negocio, las universidades, la calle— todos practicamos formas de injusticia y corrupción y actuamos formas prácticas de impunidad, no importa qué tan meniales. Así, la catarsis pública conlleva un riesgo contraproducente: la evidencia de “los malos” adormece la propia conciencia. Qué envidia de quienes reciben premios por pregonar su inocencia. Qué dicha proclamarse “bueno” y “justo” y “digno” y, más aún, creérselo.
En su “Nocturno de San Ildefonso” Octavio Paz evoca al joven que fue cuando caminaba por el zócalo, al salir de la preparatoria con sus camaradas, soñando con instaurar el bien para “enderezar al mundo”. Muchachos deseosos de “fundar con sangre” y “decretar la comunión obligatoria”. Sin tiempo ni paciencia para la humildad, colaboraron al
Enredo circular:
todos hemos sido,
en el Gran Teatro del Inmundo,
jueces, verdugos, víctimas, testigos,
todos
hemos levantado falso testimonio
contra los otros
y contra nosotros mismos.
Y lo más vil: fuimos
el público que aplaude o que bosteza en su butaca.
La conclusión de la estrofa está igual de viva:
La culpa que no se sabe culpa,
la inocencia,
fue la culpa mayor.
Cada año fue monte de huesos.
Que el monte de huesos de 2014 sea más grande que el de 2013 —¿será menor que el de 2015?— le agrega culpa a nuestra inocencia: nos abarca a todos.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.