La desnudez PenĂșltima

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RadiografĂ­a de cuerpo entero de la roquera ZĂŒ


El esqueleto es el final de la curiosidad. La danza de los siete o setecientos velos tiene un definitivo colofĂłn en la frialdad Ăłsea. No hay mĂĄs allĂĄ: despuĂ©s del metacarpo y las falanges, tan sĂłlo un dedo de aire. SĂ­ hay mĂĄs acĂĄ: antes del peronĂ©, mucho antes de la tibia, las largas botas de piel que son las piernas, y Ă©stas a su vez bien enfundadas en largas botas de piel cuyos herrajes, cierres y estructuras asemejan, ¿habrĂĄ que decirlo?, un Ă­ntimo esqueleto.

¿Pero quiĂ©n tiene, o quiĂ©n desea, esa curiosidad de largo alcance? Una osamenta tambiĂ©n es, tal y como la conocemos, el final de la belleza.

Los ojos gozan la epidermis ortodoxa, primera (¿primera?) de las desnudeces. DeberĂ­a bastarles la grĂĄcil superficie de ella. Pero avanzan, espoleados por la certeza de que hay mĂĄs, merodean, fisgonean, perforan, cruzan los lĂ­mites del cuerpo y superan, con equis rayos, su mortal limitaciĂłn: he aquĂ­ que los reciben a deslumbrantes palos.

Parece sonreĂ­r la calavera. Y no sĂłlo: se da el lujo de adornarse, de preservar para ella —omitiendo, rechazando la piel mĂĄs deleznable— los collares que antes abrazaban un tibio cuello palpitante.

Confundidos (pero vasallos de esa atracciĂłn), los ojos se preguntan dĂłnde quedaron los tejidos que consentĂ­an su costumbre, la curvilĂ­nea mujer que les habĂ­an anunciado. ¿MĂĄs allĂĄ o mĂĄs acĂĄ? ¿De dĂłnde se sostiene aquel arete que acompañaba al ombligo? Flota en el centro de una catedral de huesos.

RadiografĂ­a del crĂĄneo con cinturĂłn al cuello, collar, arete en la nariz y en el labio inferior.

 

 

 

Radiografía de la zona pélvica con cremallera entreabierta y arete en el ombligo.

 

 

RadiografĂ­a de los pies con botas de plataforma.


     Ella se viste y se desviste, es dueña de su cuerpo (lienzo, partitura, instalaciĂłn) y lo interviene: horada cimas y simas (se perfora en inglĂ©s), se tatĂșa el camino rumbo al deseo —callejĂłn sin salida—, se imprime sellos que la ostentan como saludable y a la venta (y ella misma se compra), viste sus dedos con corazas medievales, su cuello con la asfixiante correa del Ă©xtasis, sus piernas con las botas de la dominaciĂłn, derrocha brazaletes…

y posa, se muestra al esconderse.

Su desnudez lo es mĂĄs porque viene profusa y cuidadosamente enmarcada (Churriguera es acento del vacĂ­o), delimitada por las tintas y el ornato que no son sino señales y flechas, avenidas para el ojo, marialuisas. Adorno de sĂ­ misma, camouflage total, ¿podrĂĄ desnudarse del todo, cubrirse del todo? Su respuesta es ponerse, ante ojos atĂłnitos, un vestido de huesos. Exponer, mediante brillante armadura, su penĂșltima desnudez.

ApĂłcrifa y total, su verdad la dice mintiendo. Nosotros, ya seducidos, dĂłciles, nos dejamos convencer por su muda retĂłrica. Pero ella no se complace, se observa y atestigua y no se sacia. ¿QuĂ© harĂĄ despuĂ©s? ¿QuĂ© nueva piel ceñirĂĄ esos nuevos huesos, quĂ© aderezos y cuchillas para esa piel? Pero esa duda no se satisface: aĂșn quedan velos por remover. –

 

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