Papá se había ido de la casa hacía casi dos años. Cuando se separó de mamá, y nunca más regresó a verlos. Desde ese último día que lo vio, Ángel, de siete años, tuvo que salir a trabajar. Un vecino de El Arcoíris, su barrio en Merlo, uno de los más humildes del oeste del gran Buenos Aires, lo recomendó y lo ayudó a comenzar vendiendo espirales contra mosquitos. A la mañana trabajaba en una panadería a cambio del pan para mamá y los hermanos. Y a la tarde golpeaba puertas y ofrecía espirales. El Arcoíris siempre estaba lleno de mosquitos. En verano y en invierno.
Pero una mañana cualquiera papá volvió a la casa. A saludar. “Hijo, hoy te voy a enseñar algo que te va a servir de por vida”, le dijo a Ángel cuando lo vio. Ángel lo miraba con desconfianza. Era su papá. Y uno nunca, a esa edad, puede estar del todo enojado con papá. Pero Ángel estaba enojado con él. No podía abrazarlo, no podía sonreírle. Hacía dos años que se había ido dejándolos solos.
Fueron caminando hasta la parada de un colectivo. En quince minutos de viaje estaban en la estación de Merlo. Papá le iba a enseñar su oficio. Su herencia. Hacía décadas que vendía arriba del tren. Como el abuelo de Ángel. Siempre lo mismo: caramelos Menthoplus. Ángel lo miró y lo escuchó, en cada vagón, diciendo: “Tengan buen día damas y caballeros. He traído aquí, una gran oferta para ustedes. Para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero. Hoy estaré ofreciendo caramelos Menthoplus. A un precio más barato que el de cualquier kiosco”.
Fue el primer recuerdo, y el único, que Ángel tiene de su padre. Más tarde lo llevó al local mayorista y lo presentó. Al día siguiente, con nueve años, iba a comenzar a vender arriba del tren Sarmiento.
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“A la semana ya tenía mi plata. Y fui corriendo a la casa de Deportes. Yo ya las tenía vistas. Todas las mañana pasaba por ahí y las miraba. Parecía un bobo; que estaba enamorado de esas zapatillas. Eran unas Nike blancas, de cuero. Costaban 65 pesos. Entré y le dije a la vendedora que quería ver unas Nike, y me preguntó dónde estaba mi mamá. Yo le dije que me las iba a pagar yo, que tenía mi plata. Me las probé y me las llevé puestas. La vendedora me dijo, antes de irme, que me olvidaba las zapatillas viejas, las que había llevado puestas. Y yo le dije que las tirara”.
Ángel “el Tren” Ramírez tiene 35 años, y recuerda el día más feliz de su infancia en un gimnasio de boxeo en Castellbisbal, Barcelona. Hace doce años que se afincó en España. Usa un conjunto deportivo y unas zapatillas Nike, blancas, impecables, galácticas, como las que se compró ese día, el día más feliz de su infancia. Hoy Ángel puede comprarse las zapatillas que quiera. Haciendo lo que le gusta. Con el boxeo fue cinco veces Campeón del Mundo Hispano y Campeón Transcontinental. Y espera retirarse en el próximo septiembre.
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La escuela de Ángel fue la calle; o el tren. Allí hizo sus primeros amigos, que también eran colegas. Pibes de su edad que también vendían para ayudar en la casa y comprarse zapatillas que mamá nunca podía regalarles. Ningún chico sabía más de matemáticas que él. Hacía números y números cuando iba al mayorista y al vender cada caja de caramelos. Sabía que debía vender en cuatro estaciones. De Castelar a Moreno y de Moreno a Castelar. No podía hacerlo en ninguna de las otras ocho estaciones. Y no podía, tampoco, vender caramelos en el mismo tren que un colega. Esas eran algunas materias que había aprendido en la escuela de la calle; o del tren.
Ángel era independiente desde los nueve años. Se compraba la ropa, las zapatillas, los útiles de la escuela, el guardapolvo. Y tenía que darle dinero a su mamá todos los días. En los ratos libres jugaba al fútbol. Y fue gracias al fútbol que llegó al boxeo.
Una tarde, en un partido, se tomó a golpes de puño. Tenía 15 años y antecedentes de peleas. En el tren, en el barrio, en la escuela, en los clubes de fútbol. Pero esa pelea iba a ser la última. La última dentro de una cancha de fútbol.
“El técnico me dijo que estaba suspendido por tres meses. Y yo me largué a llorar. Y me acuerdo que me llamó a un costado y me pregunto ‘¿tanto te gusta pelear?’ yo tengo algo que puede ser tu salvación o tu resignación a seguir siempre igual. Te espero el lunes a la tarde en la estación de Moreno’. Fui, durante el viaje no me dijo nada. Bajamos del tren y subimos a un colectivo. Me llevó a la FAB, la Federación Argentina de Boxeo. Y ahí comencé a entrenarme. Tenía 16 años”, cuenta “el Tren” Ramírez, arriba de su auto, yendo a dar clases de boxeo a Hospitalet de Llobregat, Barcelona.
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La vida seguía igual. Ángel se despertaba a las tres de la mañana y viajaba a la estación de Merlo. Vendía caramelos, dice, porque a esa hora los pasajeros salían apurados de sus casas y sin lavarse los dientes. Entonces siempre querían tener aliento a menta, o a algún gusto fuerte de las pastillas que vendía Ángel. Vendía de 4 a 10 de la mañana. Iba al mayorista, compraba para el día siguiente, volvía a su casa, comía y se iba a entrenar.
Ángel, a los 19 años, ya tenía dos hijos. La vida como “busca” arriba del tren dejaba buen dinero. Eran mediados de los noventa en Argentina. Y un peso argentino costaba un dólar. Compró un terrero y su mamá le vendió su propia casa. Se separó y volvió a formar pareja. Y llegó su tercer hijo. Siempre vivía en el barrio Arcoíris. Ángel era “el millonario” de la zona. A nadie le iba tan bien como a él. Tenía su auto, su casa, un terreno. Y se convirtió en boxeador profesional.
Cada vez que peleaba era alentado por muchos “buscas” del tren Sarmiento. Llevaban bombos y banderas. El boxeo era un simple hobby. Vendiendo en los vagones ganaba 300 pesos/dólares por día. Lo mismo que cobraba por cada pelea. Pero cada pelea, generalmente en el interior del país, representaba tres o cuatro días sin poder trabajar. El boxeo era un hobby bastante caro.
“Hasta que mi mujer empezó con irnos a España, que ella tenía a su mamá y tenía miedo de que la secuestraran. En Merlo nadie estaba tan bien como yo. Y justo me dieron dos peleas por perdidas, me robaron el fallo, y dije que en Argentina no peleaba nunca más. Mi mujer se fue con mis hijos. Y yo viajé al mes. Hice mi última pelea en Italia y de ahí en España. Me había retirado del boxeo”.
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Ángel aterrizó en Barcelona. Cuando salió a recorrer el pueblo, Castellbisbal, su hijo le comentó que había un gimnasio de boxeo. Y fueron, juntos, a visitarlo.
Entrenaba y trabajaba. Pero estaba sin papeles. Su mujer era empleada doméstica en la casa de un empresario del pueblo. Una tarde, el hijo le contó a su padre que en el gimnasio de boxeo había un argentino que era buenísimo, que tenía buena cintura y un gancho potente. Y al patrón se le ocurrió preguntarle a la muchacha si conocía a ese argentino ídolo de su hijo.
-Sí, claro. Es mi marido-le dijo ella.
El fin de semana comieron en familia. El patrón se comprometió a solucionar el problema de los papeles. Ángel comenzó a trabajar como jardinero en la casa. Y luego en la empresa de mantenimiento del patrón. Tenía 23 años.
Ahí no paró de crecer. En lo profesional y en lo laboral. Se compró dos casas y fundó su propia empresa de mantenimiento. Tenía doce empleados a su cargo. Ya era campeón. Los euros ingresaban por todos lados. Del boxeo y de la empresa.
Con la crisis su empresa se fundió. Durante dos años cobró el seguro de desempleo. Pero no paró de cosechar títulos. Fue campeón hispano en cinco oportunidades
Toni Moreno es su entrenador. Aquí, en su gimnasio, tiene pupilos de Costa Rica, Ecuador, Nicaragua, Rumania, Marruecos. Pero dice que los argentinos son distintos. Y que Ángel es más distinto todavía: “Tengo campeones de la Unión Europea, pero la reciprocidad que tuve con él no la viví con ningún boxeador. Los argentinos tienen un hambre que los hace diferentes. Hace falta que le pongas la mano para que se entreguen al cien por cien”.
Cada tanto regresa a Argentina. A Merlo, al Arcoíris. Y al tren. “Hace unos meses pasé a saludar a los muchachos que hoy siguen vendiendo. Porque es una mafia eso. Si no es por tu familia, no entrás a vender, eh. Los vagos me pidieron que vuelva a vender y lo hice. Fue volver a recordar todas esas épocas tan lindas y morirme de risa. No podían creer que haya triunfado en Europa”, dice.
Ahora Ángel da clases en dos gimnasios y espera la confirmación de su última pelea. Dice que para qué seguir. Que seguir puede ser peligroso. Por los golpes. Que no le dolerán hoy; pero sí mañana. Y aparte, porque está tranquilo en lo económico. Y por sobre todas las cosas, porque es “busca”. Y un “busca” siempre se las arregla para vivir: en el barrio Arcoíris de Merlo, a los 9 años o en Barcelona, a los 23, con tres hijos y sin papeles.
(Buenos Aires, 1985) periodista, colaborador del diario Clarín y de otros medios argentinos. Dicta talleres de periodismo en las cárceles. Actualmente trabaja en su primer libro.