La España perdida que México ganó

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El costo que para España significó la Guerra Civil sin duda se puede medir de diversas maneras. A las cuantiosas pérdidas materiales y de vidas dentro de la propia Península, se sumaron los gastos de guerra realizados por ambos lados en otros países para obtener víveres y medicinas, así como transportes, armamentos y pertrechos bélicos. A esto se puede agregar y calcular, como ya se está haciendo, el costo humano de la represión generada por la dictadura durante varias décadas, incluyendo la sistemática destrucción de un amplio y significativo sector productivo de la sociedad, que dentro del país fue fusilado, preso o “depurado”.
     Pero a lo anterior hay que añadir, sin lugar a dudas, la pérdida de un importante “capital humano” —es decir, de gente muy calificada— que salió del país gradualmente durante la contienda, pero que se exilió masivamente con la caída de Cataluña, a comienzos de 1939. Sabemos que en la primavera de 1939 más de medio millón de personas se encontraba fuera de España, y que por su composición profesional predominaban los sectores mejor preparados del país. La enorme magnitud de este éxodo se puede medir con sólo pensar que de los 24 millones de españoles que poblaban España, al comenzar 1939 había salido de su país por causas eminentemente políticas cerca del 2 por ciento.

I.
No nos ocuparemos aquí de las vicisitudes de este éxodo, refugiado predominantemente en Francia, ni del regreso a España, después de finalizar la lucha (y hasta el comienzo de la ocupación alemana de ese país), de muchos de los que allí se encontraban. Por el contrario, nos centraremos únicamente en esa porción que se desgajó del exilio a otros países de Europa y el norte de África y que, gracias al apoyo mexicano, se pudieron trasladar a, y asentar en, este país americano. Por estudios recientes, ahora podemos evaluar, si no en términos económicos, sí en su volumen y características socioeconómicas y culturales, el excepcional perfil cualitativo de aquellos desterrados que se trasladaron a México después de concluida la Guerra Civil.1
     De hecho, desde el comienzo mismo del levantamiento de julio de 1936 contra el gobierno legítimamente constituido de la Segunda República española México le dio a éste un amplio apoyo material y diplomático. La solidaridad se hizo también extensiva a aquellos españoles que desde la intensificación del conflicto se vieron obligados a exiliarse.2 En efecto, a instancias del presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940), México flexibilizó su restrictiva política inmigratoria y en 1939 dispuso el ingreso de numerosos asilados que, a partir de entonces, a lo largo de la década siguiente, llegaron a sumar unos 25 mil hombres, mujeres, adolescentes y niños, de los cuales cerca de la mitad había llegado entre 1939 y 1942. Además, el país proveyó la ayuda material para que pudieran continuar sus actividades productivas y apoyó también a las instituciones republicanas exiliadas que colaboraran en ello.
     Respecto a éstas últimas, hay que recordar que, durante la Guerra Civil, la República había logrado poner a salvo parte de los recursos económicos de la nación para que no cayeran en manos de los insurrectos y sus aliados internacionales. En 1939, al trasladarse una pequeña parte de estos recursos a México, Indalecio Prieto fundó la Junta de Ayuda a los Republicanos Españoles (JARE), como contraparte al negrinista Servicio de Evacuación de Republicanos Españoles (SERE) y su representación mexicana, el Comité Técnico de Ayuda a los Republicanos Españoles (CTARE). Estos organismos socorrieron a muchos de los refugiados: no sólo organizaron su traslado a otros países, como México y la República Dominicana, sino que ayudaron a financiar sus proyectos culturales y a ellos mismos, así como a crear fuentes de trabajo para ayudarlos a sostenerse.3
     Por su parte, el asilo otorgado a los españoles republicanos por el gobierno mexicano se debe entender como un rasgo de solidaridad diplomática, política y humanitaria excepcionales en su momento, pero también como un estímulo muy calificado de estos emigrados al desarrollo material y cultural del país en las diversas ramas productivas. Recordemos que los refugiados peninsulares provenían sobre todo del mundo urbano y que, por sus perfiles ocupacionales y educacionales, representaban un moderno microcosmos español, que se insertó de manera favorable en el mundo económico social y cultural de México. Los exiliados llegaban de una España, y de regiones particulares, que algunas décadas atrás habían iniciado su desarrollo industrial y de los servicios, a la par que habían dado un fuerte impulso a la ciencia y la cultura. Desde comienzos del siglo xx, España había ingresado en un proceso de modernización de la industria y las manufacturas, de los transportes y comunicaciones, de la producción eléctrica, de la educación en todos sus niveles; es decir, había logrado el desarrollo de nuevos cuadros profesionales, científicos y técnicos.
     Con la Guerra Civil, la población más afectada fue precisamente aquella que por su alto grado de educación y nivel de especialización laboral apoyó a la República liberal y democrática en su afán modernizador. Ésta no era una población destinada a emigrar por razones económicas, sino que se vio obligada a huir de España por motivos esencialmente políticos. De no haber existido éstos, España hubiera tenido en su haber un importante “capital humano” acumulado hasta 1939, pero que fue irremediablemente dilapidado por el franquismo.
     Ahora sabemos a ciencia cierta que la gran mayoría de los adultos que se asilaron en México tenían una educación más elevada que el promedio de los españoles y los mexicanos de su época y que, en general, conformaban los cuadros obreros, técnicos, profesionales, científicos y artísticos mejor capacitados de España. En este sentido, el exilio español que se insertó en México lo hizo en condiciones laborales favorables, y colaboró en el proceso de desarrollo modernizador del país, especialmente en los sectores mecánico, energético, manufacturero, industrial, científico y académico.
     Esto explica por qué, según nuestras cifras, el perfil ocupacional de este exilio muestra un predominio de los sectores terciario (43.30 por ciento) y secundario (18.75 por ciento) sobre el primario (sólo el 6.84 por ciento). Los datos revelan, además, que en 1939 más del 98 por ciento de los que llegaron sabían leer y escribir, lo cual mostraba su alto nivel educativo. Sabemos también que, entre 1939 y 1944, más del 5 por ciento de los refugiados estaba vinculado con la enseñanza en todos sus niveles. Esto sin contar cerca de un 8 por ciento de estudiantes, más de un 7 por ciento de profesionales, y varios centenares de investigadores y artistas destacados que se insertaron en el mundo académico y cultural que comenzaba a desarrollarse en México en esos años, y que los refugiados contribuyeron a fortalecer y expandir. Pero el grueso de los que llegaron estaban vinculados con el mundo productivo en el ámbito del comercio, las industrias, manufacturas, electricidad, las comunicaciones, los transportes y los oficios varios.4 Además, las diversas actividades artísticas —desde la música hasta las artes plásticas y escénicas, pasando por las letras, el cine, la fotografía, el periodismo, etcétera— fueron campos en los que los desterrados españoles dejaron importantes contribuciones y profundas huellas culturales en México.5
     En síntesis, los exiliados pasaron de una España que ya había iniciado su modernización en la industria y los servicios años antes de la guerra a un México que, después de la Revolución y del apuntalamiento del nuevo Estado, apenas apuntaba sus transformaciones materiales y culturales futuras, para lo cual requería de una mano de obra muy capacitada y de sólidos, variados y modernos conocimientos profesionales, científicos y técnicos. De hecho, la pluralidad de los conocimientos y actividades de los refugiados españoles, al igual que sus diversas formas de vincularse con las nuevas realidades, marcharon de la mano con los tiempos, necesidades y oportunidades particulares del mundo mexicano.

II.
En este contexto, una de las primeras medidas de ayuda humanitaria del gobierno mexicano fue la evacuación y traslado en 1937 de más de 450 niños españoles a la ciudad de Morelia, donde se fundó la Escuela España-México para darles albergue y educación. De los sinsabores de esta experiencia, eventualmente fallida, quedan testimonios amargos, que no obstan para reconocer la voluntad del gobierno de Cárdenas de apoyar y educar a estos niños, según se puede apreciar por importantes estudios.6
     Al año siguiente, en 1938, ante la desesperada situación en la Península, el gobierno cardenista decretó la fundación de La Casa de España en México, como un centro de investigación y de creación para destacados académicos, científicos, intelectuales y artistas republicanos amenazados, primero, por el terrible azote de la Guerra Civil y, luego, por sus terribles secuelas represivas. La gestión de este proyecto cultural se debió a dos grandes hombres de letras mexicanos: Alfonso Reyes, el humanista, el diplomático, el escritor, y Daniel Cosío Villegas, el economista e historiador, que ya en 1934 había fundado el Fondo de Cultura Económica. Ambos, con el apoyo de un pequeño pero selecto y activo patronato, forjaron el derrotero cultural de La Casa de España.7
     A partir de 1939, las ayudas del país se multiplicaron y acrecentaron. Conjuntamente con las aportaciones de los organismos republicanos, se apoyó, con mayor o menor éxito, la fundación de colonias agrícolas, empresas culturales, industriales y financieras, colegios para niños y adolescentes. Al apoyo en efectivo y en oportunidades laborales y materiales para que los refugiados emprendieran sus primeros pasos en México, se sumaron los costos de traslado de Francia y del norte de África, hasta que la situación se tornó imposible al mediar 1942, obligando a suspender los embarques hasta el final de la Guerra Mundial.
     A grandes trazos, lo anterior muestra el amplio y plural calidoscopio que representó el exilio en México. No entraremos aquí en mayores detalles, pero sí daremos como botón de muestra de su significación excepcional en el ámbito de la cultura y de la ciencia el ejemplo de La Casa de España, que en 1940 se transformó en El Colegio de México.
     La intención original de la institución era ofrecer a sus miembros de manera transitoria, en tanto pudieran regresar a España, un ámbito de trabajo donde continuar, con un modesto sueldo, sus actividades intelectuales. Sin embargo, con la caída de la República se decidió intensificar los esfuerzos de ayuda y ampliarlos en la medida de lo posible. Así, la función de La Casa fue doble. Por un lado, seleccionó a los refugiados másdistinguidos para que se integraran a ella, lo cual permitió que, desde el comienzo, este centro destacara como un pequeño pero excepcional núcleo creador y emisor de alta cultura. Por otro, también se propuso ayudar a aquellos emigrados que no tuvieran cabida en la nueva institución a ingresar a otras entidades educativas, culturales, artísticas, profesionales y de investigación científica y académica del país. Las amplias relaciones profesionales, personales y políticas de los directivos de La Casa sirvieron para poner en contacto entre sí a las partes interesadas, incluyendo médicos, abogados, periodistas, así como para estrechar lazos entre la comunidad académica, científica y artística de México y los recién llegados, a través de cursos, conferencias, seminarios, exposiciones, conciertos e investigaciones en laboratorios.
     Todo esto significó la colaboración e, incluso, el eventual ingreso de los españoles en instituciones tan diversas como la Universidad Nacional y las de los estados, el Instituto Politécnico, el de Bellas Artes, el Conservatorio Nacional, la Escuela Nacional de Antropología e Historia, el Hospital General, el Instituto del Cáncer, el de Psiquiatría, el de Enfermedades Tropicales e, incluso, en las escuelas recién creadas para los niños y jóvenes exiliados: el Colegio Madrid, el Instituto Luis Vives, la Academia Hispano-Mexicana, el Instituto Ruiz de Alarcón. De esta manera, la institución no sólo se lanzó a una rica y exitosa actividad cultural y académica propia, sino que funcionó como un centro de selección e irradiación de talento hacia diversas esferas de la vida cultural y científica mexicana, y facilitó a los recién llegados sus primeros pasos profesionales en el nuevo país. Por último, los directivos de La Casa no quisieron abstenerse de ayudar a aquellos que, aunque no querían o no podían pertenecer a esa pequeña institución, solicitaban sus buenos oficios a fin de incorporarse de alguna forma a la vida profesional mexicana, o al menos de lograr el visado para ir a México.
     En el caso concreto de las actividades culturales y académicas de La Casa —cuya sede ocupaba un despacho prestado por el Fondo de Cultura—, éstas se desarrollaron con entusiasmo sin par por los histólogos, químicos, neurólogos y entomólogos de primerísima fila asociados a ella, que trabajaron junto a musicólogos y poetas, críticos de arte y filósofos, pintores, arquitectos, juristas, historiadores, sociólogos y pedagogos. Cabe aclarar que la mayoría de ellos eran figuras prestigiosas en sus respectivos campos y que muchos habían sido catedráticos e, incluso, rectores de universidades españolas. Como un ejemplo mínimo, veamos el perfil somero de algunos de los primeros invitados que llegaron a La Casa.
     Luis Recaséns Siches era especialista en Filosofía del Derecho, profesor en la Universidad de Madrid y Vicepresidente del Instituto Internacional de Filosofía del Derecho. José Gaos, discípulo de José Ortega y Gasset, fue rector de la Universidad de Madrid y en 1937 colaboró en la organización del Pabellón Español en la Feria de París, para el cual Picasso pintó su Guernica. Enrique Díez-Canedo, poeta y crítico literario, tenía un amplio conocimiento de las letras hispanoamericanas; había sido miembro de la Academia de la Lengua, director de la Escuela Central de Idiomas, ministro en Uruguay y embajador en Argentina. Agustín Millares Carlo era catedrático de paleografía, diplomática y latín medieval en la Universidad Central de Madrid, colaborador en el Centro de Estudios Históricos y director del Archivo-Biblioteca del Ayuntamiento de Madrid. Ricardo Gutiérrez Abascal, mejor conocido por su seudónimo Juan de la Encina, era crítico de arte moderno; había sido director del Museo de Arte Moderno, en Madrid, y tenía una buena reputación por su abundante obra, así como por su constante colaboración en diversos periódicos y revistas.
     Entre los científicos mencionaremos sólo a dos. Gonzalo R. Lafora, psiquiatra, se había especializado en histopatología del sistema nervioso en clínicas y laboratorios de Berlín y Munich, y en el Hospital Psiquiátrico de Washington, donde dirigió el laboratorio de histopatología cerebral y descubrió una lesión ganglionar que lleva su nombre. Más tarde organizó el laboratorio de fisiología cerebral en el Instituto Cajal de Madrid. Fue presidente de la Academia Médico-Quirúrgica de Madrid y de la Academia Nacional de Medicina, presidente del Consejo Superior Psiquiátrico y director de la Clínica de Psiquiatría del Hospital Provincial de Madrid. Isaac Costero, médico oncólogo e histólogo, había tenido a su cargo el Laboratorio de Anatomía Patológica y la sección de cultivo de tejidos del Instituto del Cáncer, de Madrid; era anatomopatólogo de la Clínica Médica del Hospital General de Madrid y catedrático de Histología y Anatomía Patológica en la Universidad de Valladolid.
     A todo lo anterior hay que sumar a quienes fueron arribando en grandes contingentes a partir de 1939: poetas, artistas y críticos, como León Felipe, José Moreno Villa, Benjamín Jarnés, Juan José Domenchina, Josep Carner y Adolfo Salazar. Y también a científicos, filósofos, sociólogos e historiadores, como José Giral, Jaime Pi Suñer, Manuel Rivas Cherif, María Zambrano, José Medina Echavarría, Pedro Bosch Gimpera y muchos otros.
     Cabe recordar que los estudiosos españoles provenían, en su gran mayoría, de un contexto académico que no sólo había acentuado la formación obtenida en las universidades españolas, sino que, gracias al ímpetu de la Junta para Ampliación de Estudios, había estimulado el desarrollo de la investigación y la creación en diversas áreas, incluyendo las artísticas. Parte de esta institucionalización resultaba, además, de la expansión de las cátedras universitarias en diversas universidades de provincia, con el obligado concurso público para obtener una cátedra por medio de la llamada oposición. Si a esto le sumamos el amplio estímulo dado por la Junta a los investigadores españoles para participar en reuniones internacionales, acceder a instituciones universitarias en el extranjero y colaborar ampliamente en publicaciones especializadas nacionales e internacionales, comprendemos mejor el alto nivel de quienes llegaban a México a raíz de la Guerra Civil y su importante impacto en la vida académica y científica mexicana.
     A final de cuentas, lo anterior nos permite entender también lo que para España significó el éxodo de cientos de artistas, intelectuales y científicos de la mayor calidad y de decenas de miles de obreros calificados, técnicos, profesionales y otros. Esa sangría no fue sólo de corto plazo: la larga supervivencia del régimen implicó durante décadas una pérdida irremplazable, y generaciones de españoles se vieron privados de los beneficios intelectuales, científicos y materiales que les habría supuestoseguir contando con esos hombres y mujeres tan capacitados.
     Más aún, para una España devastada el exilio significó, sobre todo, el empobrecimiento humano y, durante casi cuarenta años, simbolizó —y aún simboliza— la miseria moral de una dictadura brutal. El que México, a partir de la presidencia de Lázaro Cárdenas, supiera valorar y acoger ese exilio fue un logro histórico y una ganancia humana cuyas dimensiones no han tenido parangón hasta nuestros días. Pero lo que esa sangría, y la destrucción simultánea de una nación, han representado desde entonces, es la pérdida y la destrucción cruel de una España a la que no se le permitió ser. En toda latitud y toda época, éste es el saldo oprobioso de toda dictadura y elsímbolo universal de los horrores de toda agresión bélica. ~

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