Desde hace algunos años se ha extendido la exhibición de videos o películas –llamadas snuff– que muestran escenas aparentemente reales de torturas, ejecuciones, violaciones y otros actos perversos. El fenómeno forma parte de un amplio complejo de obsesiones sobre los orígenes y las características del mal, que también incluye la atracción por los monstruos y las anormalidades. ¿Qué es lo maligno? ¿Viene del interior de nosotros o sus fuentes son externas? ¿Qué sentido tiene el malestar y qué relación tiene con la muerte, con el más allá?
Se ha dicho que esta fascinación responde a un impulso por atentar contra la inocencia de los hombres y por admirar, sin ninguna compasión, a la sociedad que nos rodea desde una perspectiva exótica, al exhibir el horror de sus deformaciones. Un ejemplo clásico puede ser el famoso libro de J. G. Ballard sobre la exhibición de atrocidades (The Atrocity Exhibition, publicado en 1969). Este libro, que se ha convertido en un verdadero objeto de culto, expone, entre otras cosas, una operación de mamoplastia en los voluminosos pechos de Mae West, un plan para asesinar a Jacqueline Kennedy o para fornicar con Ronald Reagan, una reflexión sobre el erotismo de los accidentes automovilísticos, etc., etc.
Susan Sontag pretende que hay una tendencia en los países capitalistas, que se expresa en la fotografía y que suprime o reduce la náusea moral y sensorial. Cree que la exhibición de atrocidades y monstruos aumenta la tolerancia ante lo horrible, con lo cual se genera una enajenación que atrofia nuestras reacciones ante los males de la vida real. La llamada globalización, con la ayuda de la Internet, ha aumentado las posibilidades de contemplación de atrocidades y la influencia de cultos sadomasoquistas, necrofílicos, etc. Yo no estoy de acuerdo con la idea de Sontag, como lo he expuesto en mi libro El salvaje artificial. La representación y exposición de atrocidades o deformaciones es parte de una tradición histórica profunda y muy compleja que es necesario analizar. La contemplación de atrocidades mórbidas no opera, simplemente, como una droga, que supuestamente aumentaría la tolerancia ante el mal y los fenómenos dañinos. Puede ocurrir incluso que al rebajar el umbral de tolerancia ante lo atroz, en muchas ocasiones se estimule la crítica ante la malignidad que permea el establishment que nos rodea. Al abatir nuestra tolerancia ante el terror que inspiran la deformidad o los monstruos anormales, con frecuencia se hace un llamado a comprender que detrás de la extrema fealdad puede haber una belleza que pocos son capaces de comprender. Así, detrás de los horrores de la sociedad moderna, podemos encontrar valores positivos. Ello también nos ayuda a reconocer que la aparente normalidad es más monstruosa de lo que solemos admitir, de la misma manera en que las deformaciones ocultan situaciones tiernas y profundamente humanas, como puede verse en la película Freaks.
Podemos observar que la exhibición de atrocidades también nos produce un intenso vértigo frente la frontera, muy cercana a nosotros, que nos separa de lo anormal. El abismo de malignidades y de dolor ocasiona que la sociedad “normal” desarrolle impulsos de cohesión, de afirmación de la identidad y de conservación del status quo. En este sentido, la confrontación de lo atroz y monstruoso suele enfrentarse con la estereotipada inocencia atribuida a niños y mujeres, y a toda clase de criaturas indefensas ante la agresión. De esta manera se multiplica el carácter horrendo de los actos y los seres malignos, lo que produce intensos efectos legitimadores. No sé si estos procesos son parte de las peculiaridades de la especie humana; pero con seguridad se trata de mecanismos de equilibrio propios de las sociedades modernas. Yo he estudiado con cierto detenimiento la relación simbólica entre las fobias contra la atroz alteridad y las filias por la normalidad sensata, en el libro Las redes imaginarias del poder político. En el fondo, la exhibición de atrocidades es un proceso paradójico que protege a la especie contra las verdaderas amenazas de exterminio.
No descarto que entre los creadores o los visitantes de galerías del horror en las páginas de Internet haya gente enferma. Pero el fenómeno en su conjunto me parece que no se puede reducir a unos cuantos síntomas psicológicos o psiquiátricos. Como fenómeno global y complejo, responde a una inquietud profunda por entender y explorar los territorios del mal. Esta inquietud ha aumentado desde que a partir de 1989 desapareció lo que para el Occidente capitalista parecía ser la gran fuente de todos los males: el comunismo. El mal ahora hay que buscarlo en casa, dentro de nuestras sociedades, de nuestra cultura, en el interior de nuestros espíritus y dentro de las redes electrónicas que nos ligan con la globalidad.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.