Historia de un rostro

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Han pasado siete años desde la irrupción del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y el Subcomandante Marcos en el panorama político mexicano: es decir, aún es temprano para saber cuál será su herencia. Escribo estas palabras al tiempo que Marcos y la dirigencia indígena del EZLN se preparan para venir a la capital:
lo que empezó como un movimiento armado que buscaba afanosamente la revolución socialista acepta ahora un encuentro con los nuevos poderes de la nación. Previsiblemente, los actos zapatistas en la Ciudad de México recibirán amplia cobertura de los medios, y el Subcomandante aprovechará la ocasión para dirigirse, por encima de sus interlocutores inmediatos del gobierno, al pueblo de México y a su gran auditorio mundial. Con optimismo, habrá que confiar en que usará la alocución para reconocer que México y sus ciudadanos hoy son distintos, que el gobierno es otro y, sobre todo, que el EZLN es una organización radicalmente diferente a la que se puso en pie de guerra hace tantas lunas ya.
     Hace siete años, ni los interlocutores del EZLN en las distintas mesas de diálogo, ni los cientos de miles de mexicanos que se lanzaron a la calle en su apoyo, ni los periodistas encargados de transmitir al mundo el mensaje del Subcomandante, tenían acceso a la más elemental información acerca del grupo rebelde que había puesto de cabeza a México. En esta tábula rasa, el mestizo universitario al mando de la rebelión indígena pudo dibujar prácticamente solo la imagen que el mundo vería del EZLN.
     Pero Marcos y sus seguidores pronto se vieron atrapados en una paradoja: deseaban profundamente dialogar con la nación, y sin embargo, por motivos de relaciones públicas y de su herencia clandestina, no deseaban ser conocidos ni vistos al desnudo. Así, el ámbito del apasionado coloquio que se estableció con la ciudadanía en las primeras semanas de la rebelión pronto se redujo a un núcleo relativamente menor de fans, quienes no deseaban saber más que lo que el líder rebelde quisiera contarles. Todo intento de averiguar el origen y la historia interna del movimiento fue recibido como intromisión dañina. Y, en realidad, las investigaciones más completas que se han publicado sobre los orígenes de esta organización singular y también extraordinaria, inevitablemente desdoran la aureola que sus seguidores le colocaron y que Marcos nunca ha querido quitarle.
     Se trata de Marcos, la genial impostura, de los periodistas Bertrand de la Grange y Maite Rico (editado por Aguilar Nuevo Siglo, en español, y por Plon en francés, 1997 ambas ediciones), y La rebelión de las Cañadas, de Carlos Tello Díaz (Cal y Arena, edición ampliada y definitiva, año 2000). De la Grange, quien reporteó encendidamente los abusos a los derechos humanos en la Cuba socialista hasta que fue deportado, previa golpiza, siente un especial odio por la retórica y el libre uso de la mentira que suelen hacer los movimientos revolucionarios cuando tratan de ganar adeptos, y el libro sobre Marcos no pretende ser imparcial.
     De la Grange y Rico investigaron dos vertientes del pasado del dirigente zapatista. A partir de una memorable conferencia de prensa en febrero de 1995, cuando un vocero de la Procuraduría General de la República reveló que el Subcomandante Marcos en realidad se llamaba Rafael Sebastián Guillén Vicente, los autores buscaron a los antiguos compañeros de estudios de Guillén y a miembros de su familia para averiguar cómo era el héroe antes de tener seudónimo. Siguiendo pistas en Chiapas y en el Distrito Federal, contactaron a antiguos compañeros de militancia del guerrillero y reconstruyeron la historia del EZLN y de la organización guerrillera fundadora que le dio vida.
     Rafael Guillén estudió filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México. En 1979, sin graduarse aún, fue contratado como maestro en la Universidad Autónoma Metropolitana. Era desde entonces medio solitario y medio noviero, y era también un izquierdista muy inquieto. Por aquellas épocas, tanto en la UNAM como en la universidad donde Guillén daba clases, era artículo de fe que la verdad verdadera sólo se alcanza a través del pensamiento revolucionario. Pero aun en ese ambiente enfebrecido por las gestas insurreccionales centroamericanas, en el cual los mismos profesores muchas veces le daban más importancia a unas buenas consignas que a un buen ensayo de grado, el joven Rafael Guillén era considerado radical entre los radicales. Cultivaba con esmero una cierta distancia irónica del mundo y de sus congéneres, pero en los hechos él y sus amigos eran vehementes, puristas y dogmáticos como pocos. De tan revolucionarios parecían secta, según me comentó un amigo que los conoció en la UAM por esos años.
     Cuando sus compañeros de universidad llamaban "revolucionarios" a estos jóvenes, querían decir que en su imaginario personal flotaban las efigies de Althusser, Foucault y Marx como modelos a seguir, mas ciertamente no la del Che. Se trataba, suponían todos, de un asunto de luchas ideológicas y conquistas del pensamiento, no de ametralladoras. Pero Guillén y sus amigos, por mucho que admiraran a Althusser, no se veían a sí mismos como simples teóricos de la rebeldía. Por medio del peculiar radar que permite que las almas afines siempre se encuentren, Guillén y sus amigos no tardaron en ponerse en contacto con un grupo de hombres y mujeres convencidos de que su misión histórica era incendiar el país con la antorcha de la revolución, al igual que el Che. Todo era cuestión de fe y sacrificio.
     Se trataba de un grupo de guerrilleros ya de cierta edad, curtidos por la cárcel, la tortura, la traición y, sobre todo, por una impresionante serie de fracasos: en 1974 sus casas de seguridad —en Monterrey, en Nepantla (Estado de México), en la finca El Diamante en Chiapas— fueron detectadas y destruidas una tras otra, siempre con muertes atroces y absurdas de por medio. De entonces en adelante sus huestes, en vez de multiplicarse locamente rumbo al asalto final, menguaron sin tregua. De los fundadores quedaba apenas un puñado de revolucionarios dispuestos a dar la vida por su causa. Fue con ellos, los fundadores y últimos sobrevivientes del Frente de Liberación Nacional, que el joven Rafael Guillén decidió echar su suerte. En 1981 viajó con alguno de ellos a la Nicaragua revolucionaria, y luego —según De la Grange y Rico, por lo menos— se entrenó en Cuba, donde impresionó su voluntad de parecerse al Che (al punto de fumar pipa, dejarse crecer la barba, usar dos relojes en el pulso izquierdo, y volverse asmático).
     En mayo de 1984 fue a parar a unas cuevas perdidas en lo más tupido de la selva chiapaneca, no lejos de la frontera con Guatemala. La Comandante Elisa y el Comandante Germán, del grupo original del FLN, se habían instalado allí unos meses atrás a preparar el terreno. El proyecto era establecer contactos con la población cercana, convencerla de la necesidad de la revolución y entrenarla militarmente, mientras que en los demás frentes del FLN (el "Norte" y el "Paracentral"), otros compañeros desarrollaban un trabajo paralelo. Milagrosamente —o tal vez gracias a una amplia y paciente labor de radicalización campesina, por parte del obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz— el trabajo en Chiapas fructificó. Creció tanto que en 1992 Marcos —nombrado ya "subcomandante" de la organización— se tuvo que enfrascar en una agria serie de discusiones con sus superiores del FLN sobre los pasos a seguir. Las relaciones entre los comandantes de la capital y el "Frente suroriental" (o sea, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional) ya no eran equitativas: el dinero aportado por los militantes y milicianos mayas de la Selva Lacandona era el que financiaba a todo el resto de la organización. Más aún, las únicas tropas revolucionarias de todo el país eran las de Marcos, las del EZLN. Hasta los encargados de armar las ametralladoras que el Comandante Germán hacía llegar desarmadas a una fábrica clandestina en Veracruz eran indígenas chiapanecos.
     El EZLN creció porque le prometió a sus militantes mayas que pronto se irían a la guerra, argumentaba Marcos frente a sus superiores. Ahora tenían al ejército federal rondándoles cerca y la gente estaba que ardía por entrar en acción, mientras que los otros frentes nacionales del FLN existían apenas en el membrete. ¡Ya basta! Era hora de lanzarse al combate. Otros compañeros mestizos que compartían el trabajo de Chiapas hubieran preferido continuar por la línea tradicional del FLN, que hacía énfasis en el trabajo político. Expresaron su vehemente desacuerdo con la visión militar e inmediatista de Marcos, pero el seguidor del Che derribó sus argumentos a punta de ironía, esgrima verbal y unas actas que traía, en las que los indígenas de su zona de influencia manifestaban su apoyo a la guerra. Ganó el pleito. El 1 de diciembre de 1994 estalló el combate y Marcos debutó en nuestras pantallas.
     Marcos, la genial impostura se ocupa relativamente poco de los indígenas mayas en la zona del conflicto: le interesa sobre todo el personaje al que un día aquéllos le entregaron su bastón de mando. Por momentos este enfoque personalista raya en el estilo de los celebrity profiles de la revista Vanity Fair (aunque el perfil de Marcos en esa revista resultó infinitamente más frívolo). Son también demasiadas las veces en que los autores ceden a la tentación del zarpazo fácil, pero la investigación biográfica es impecable. El capítulo más conmovedor evoca la infancia y juventud de Rafael Guillén. En Tampico, ciudad costeña y petrolera del Golfo de México, los autores entrevistan al padre de Rafael, don Alfonso Guillén, comerciante de muebles jubilado y aspirante a Quijote de tiempo completo. Gregario, impulsivo, acelerado como su hijo (o como el personaje que Marcos evidentemente quiere tanto, Durito), declama páginas notables del Recitador sin maestro, o algún texto por el estilo, y confiesa que él también tiene algo de poeta y loco. Su pecho está inflamado de orgullo por su hijo trovador y guerrillero, y no le interesa disimularlo. Presionado, tratando, ahora sí, de disimular una íntima tristeza —¡no vaya alguien a pensar que su hijo es un desobligado!—, dice que todos los intentos de comunicarse con su muchacho han sido en vano.
    
    
     El personaje central del libro del historiador Carlos Tello Díaz no es Marcos sino la comunidad de indígenas mayas que en un miserable rincón de Chiapas —la porción deforestada de la Selva Lacandona conocida como Las Cañadas— decidió hacer caso del llamado revolucionario y lanzarse a la guerra con rifles tallados de madera. Tello logra la resonancia histórica que falta en el libro de De la Grange y Rico: los indígenas ocupan el primer plano de su relato porque entiende que siglos antes de que llegaran a Chiapas los guerrilleros del FLN —es decir, más o menos desde la Conquista— los mayas ya se estaban organizando para librar una guerra redentora, milenarista, en contra de los caxlanes (hombres blancos) y de su cabrón gobierno. No es muy aventurado afirmar que Marcos ha sido apenas su instrumento (como lo fueron ellos, a su vez, de un grupo guerrillero que tenía como misión única la instauración del socialismo).
     Tello junta datos de la misma forma obsesiva en que un castor acumula leña. No es un escritor de grandes dones literarios, pero es un observador intenso, meticuloso y sagaz de la realidad indígena de Las Cañadas. Se fija en todo. Observa que los 18 ejidos que se unieron en 1975 para representar los intereses de las comunidades de la selva —y que años después habrían de ser la principal fuente de militantes del EZLN— fueron asesorados por maoístas y misioneros seglares católicos, y que, en los estatutos, los ejidatarios tenían que declararse católicos (es decir, no protestantes). Anota que en 1992, el año decisivo en que los campesinos de la región decidieron prepararse para la guerra, habían sido golpeados no sólo por la caída estrepitosa del precio internacional del café, sino también por una suspensión del comercio del ganado, a raíz de un brote de gusano barrenador. Sabe que el cuero de los tambores que tocan los musiqueros en las fiestas de Las Cañadas es de chivo, y que los ejidatarios usan ramas de chicozapote para armar sus cercas vivas. Bastan algunos tramos del análisis de Tello de los mecanismos de financiamiento del EZLN para dar una idea de su implacable método de acumulación informativa:
    
     En la cañada de Patihuitz, por ejemplo, uno de los ejidos que más sufrieron la crisis de la ganadería fue La Sultana (…) Todos poseían al menos una res en La Sultana. Francisco Gómez, por ejemplo, el dirigente del EZLN, tenía ocho hectáreas de potrero, en un costado de la carretera que iba a San Quintín. Lo cuidaban unos campesinos que vivían al lado de su casa, pues él viajaba con frecuencia fuera del ejido. A todos les pagaba con trago, normalmente con un aguardiente de caña llamado Jaguar. Eran ellos quienes chaporreaban, ya que su hijo, el único que tenía, estaba todavía muy chico. Los Gómez, además de sus ocho hectáreas de potrero, tenían tres hectáreas de milpa —allí sembraban el maíz que requerían sus puercos, sus pollos— y también una hectárea de cafetal, la cual les daba, año con año, alrededor de cuatro quintales de café pergamino de tipo Borbón. Eran más o menos equivalentes a un millón doscientos mil pesos, en aquellos tiempos de crisis. Cultivaban, asimismo, unas áreas de caña de azúcar, para tener barras de piloncillo, y recolectaban, desde luego, palma xiate, como todos los ejidatarios de La Sultana (…) El patrimonio de los Gómez era similar al de los demás ejidatarios de Las Cañadas. Era muy superior al de los indios que vivían de la mendicidad en los alrededores de San Cristóbal. En la selva, la marginación era mayor, pero la pobreza, en general, menor que la de los Altos.
     Pedro Ramírez era tal vez el ejidatario más próspero de La Sultana (…) Don Pedro fue uno de los que más promovieron la venta de reses para comprar armas en el poblado. Todas las suyas —unas 35— fueron vendidas por sus hijos en los años que precedieron a la rebelión. Muchos siguieron el ejemplo, otros no. Eran notables, en el ejido, las diferencias entre zapatistas y no zapatistas. Esas diferencias estaban reflejadas en la conformación de sus autoridades, elegidas por ellos en aquel año de 1992. El presidente del comisariado no era zapatista, pero su tesorero sí, como también lo era el presidente del Consejo de Vigilancia. En todo caso, por encima de las autoridades, tronaba la voz de Pedro Ramírez. Con su venia, en aquellos días el tesorero vendió las reses que pastaban en las tierras del ejido. El dinero de la venta jamás apareció. Los ejidatarios que no militaban en el EZLN, asustados, mandaron sus quejas a las oficinas del gobierno en Ocosingo: al INI, al INEA, a la presidencia municipal. Nadie les hizo caso. Un becerro de cuatrocientos kilos, como los que vendían, costaba más o menos un millón de pesos de aquel entonces (…) Con un millón de pesos era posible comprar, a precios de mayoreo, armas de fuego muy poderosas (un fusil Ak-47, por ejemplo, no costaba más de 900 mil en el mercado negro de Centroamérica).
     Las aportaciones que daban al movimiento los campesinos de Las Cañadas eran la base que sostenía las estructuras del EZLN. Con ellas, en lo fundamental, los guerrilleros financiaban sus actividades. Pagaban viajes y salarios; mantenían campamentos, imprentas, armerías, talleres y casas de seguridad; compraban armas, uniformes, víveres, medicinas, radios, municiones y vehículos de transporte. Los campesinos de la región, cabe aclarar, no nada más alimentaban a los insurgentes en sus campamentos con el maíz y el frijol que producían. No sólo los apoyaban con la venta de sus animales o con el dinero que generaban sus cosechas de café. Canalizaban también los recursos que llegaban del Estado —créditos de Banrural, fondos de Solidaridad— hacia la tesorería del EZLN (…) Los recursos eran pocos, sin duda, pero suficientes. Así pues, para sobrevivir, los zapatistas no se vieron obligados a recurrir a procedimientos ilegales, con los que hubieran puesto en riesgo, además, el trabajo que desarrollaban en la clandestinidad. Jamás fueron tentados, en concreto, por el tráfico de drogas. Sus estatutos eran inequívocos al respecto. Hubo grupos que sembraron mariguana cerca del ejido Nuevo Progreso, grupos que, al parecer, tenían vínculos con guerrilleros de Guatemala. Hubo también individuos que pasaron cargamentos de cocaína por la cordillera de San Felipe, en la Reserva de la Biosfera. El EZLN no mantuvo relación con ellos, ni tuvo tampoco contacto, a pesar de que todos operaban en el mismo territorio: la Selva Lacandona.
    
     A pesar de que La rebelión… manifiesta en cada página una enorme simpatía por la causa de los indígenas, la izquierda reaccionó con furia ante la aparición del libro de Tello. El propio Marcos lo llamó, sin su acostumbrada chispa, La rebelión de las cañerías, pero, hasta donde sé, los desmentidos de la información del texto han sido escasos. Más bien, los simpatizantes del EZLN en los medios buscaron descalificar el libro con un argumento curioso. Los mismos reporteros que recibían complacidos las "filtraciones" de la Procuraduría acerca de como Raúl Salinas de Gortari había asesinado al diputado Manuel Muñoz Rocha de un batazo en el jardín de su casa, alegaban ahora que la información de Tello estaba contaminada porque venía de una fuente policiaca.
     En el seno del EZLN, la rabia que provocó el libro de Tello reflejaba tensiones mucho más profundas, pues uno de los temas principales de la investigación es la historia de los movimientos radicales de izquierda que precedieron al EZLN en la zona de Las Cañadas. En su tiempo estos movimientos, que eran radicales pero no violentos, contaron con toda la simpatía del jerarca de la Iglesia chiapaneca, Samuel Ruiz, cosa que no ocurrió con los beligerantes guerrilleros zapatistas. De hecho, para Tello la historia del movimiento zapatista en Las Cañadas tiene visos trágicos, en la medida en que minó la organización indígena más numerosa y eficiente que ha existido en México en los últimos tiempos, y que dividió a las comunidades ejidatarias y a las familias de Las Cañadas al exigirle a cada campesino de la zona una definición a favor o en contra de las armas. (Como ha ocurrido muchas veces antes, varios de los dirigentes indígenas y caxlanes del EZLN, y de las organizaciones que lo precedieron, se pasaron a las filas del casi eterno Partido Revolucionario Institucional).
     Es cierto que Tello usa y cita información proporcionada por los servicios de inteligencia (como lo haría cualquier periodista o historiador profesional), pero desde la perspectiva zapatista ese no fue su peor pecado: también entrevistó a ex militantes y, sobre todo, a ex dirigentes indígenas y mestizos del EZLN. Independientemente de que la información proporcionada por ellos esté coloreada o no por el resentimiento o el interés político, la sola existencia de estos testigos desmiente la visión pastoral que el EZLN pretende dar de su propia historia: llegamos a donde no había nadie que defendiera a nuestros hermanos, nos unimos a ellos y, juntos, blancos e indígenas decidimos luchar hasta la muerte por la vida. La historia del zapatismo según la presenta Tello se parece más a lo que suele suceder en la vida real: los guerrilleros del FLN se instalaron en un territorio ya muy organizado por otros, fomentaron la división entre las bases indígenas y sus dirigentes eclesiales y políticos, se dividieron también ellos en torno al tema de la guerra, y, una vez lanzada la ofensiva, expulsaron de sus comunidades a miles de indígenas que no estaban de acuerdo con el zapatismo. Es justo señalar que, a pesar de todo lo anterior, Tello concluye que el saldo general del EZLN hasta ahora tiene mucho de positivo.
     Los hitos que marcan el largo andar de los rebeldes indígenas y su líder en los años posteriores al primer fervor de la insurrección aún no han sido tratados en un libro. La multitud de textos publicados de 1994 para acá concluyen con el estallido de la guerra, o con el diálogo en la catedral de San Cristóbal, o la eufórica Convención Nacional Democrática que se dio en el corazón mismo del territorio zapatista en agosto de 1994, o la ocupación militar de Las Cañadas en febrero de 1995 —a las pocas semanas de la toma de posesión del presidente Ernesto Zedillo— o, cuando más, con los largos e infructuosos diálogos que se dieron entre el gobierno de Zedillo y los rebeldes, en 1995 y 96. Sin duda es más sencillo escribir sobre los heroicos días de la guerra y los diálogos que ocuparse de la complicada trama de su desenlace, tarea que obliga a enredarse en terribles intríngulis constitucionales y desenredar cientos de comunicados, acuerdos, propuestas y contrapropuestas legislativas. En esa maraña se va perdiendo el luminoso hilo narrativo que le dio visibilidad internacional al conflicto en Chiapas: nacimos, sufrimos, fuimos oprimidos, bebimos nuestras lágrimas, mirad ahora este cáliz de sangre que bebemos por vosotros.
     No hace falta dudar, como Tello, de esta versión de la historia de los mayas para reconocer que este particular encadenamiento de los verbos, este ensartar las cuentas del dolor en tal secuencia, y no otra, es obra de Marcos. Es él quien con sus palabras ha puesto en primera plana el sufrimiento de los pueblos indígenas, pero lo ha hecho a su manera. Así también tenemos su versión, y no otra, de cómo han vivido los zapatistas los dos mil días eufóricos y terribles, extenuantes, llenos de traspiés, errores y tragedias, que se ha llevado el desencuentro entre el EZLN y el gobierno de Ernesto Zedillo. Las recopilaciones de editorial ERA de los comunicados y escritos personales de Marcos (volúmenes I, II y III de EZLN: Documentos y comunicados, editados en 1994, 1995 y 1997, respectivamente) no nos informan de los entretelones del conflicto, pero por lo menos recogen los sucesivos planteamientos políticos marquenses, y su reacción ante las respuestas del gobierno. Cuando los historiadores busquen entender por qué un movimiento derrotado tan contundentemente en el terreno de lo militar logró sobrevivir políticamente, y por qué esa fuerza política zapatista no se tradujo en conquistas materiales para los indígenas de Chiapas, o por qué fue el ejército mexicano el principal actor sobre el terreno mucho después de que se hubiera acabado la guerra, es entre las tapas de estos libros que habrá que empezar a buscar. Por lo pronto, los lectores de las recopilaciones de editorial ERA pueden asomarse a otro misterio, que es el de un personaje llamado Marcos.
    
    
     Un hombre recostado en una hamaca escribe la crónica de sí mismo. Fuma una pipa y no lleva pasamontañas. Con el rostro al descubierto, escribe, largamente. En las más altas horas de la noche llena páginas y diskettes con relatos en los que alguien que es él pero que no lleva su nombre, sino el de Marcos, es el principal protagonista. Teclea y escribe, garabatea y escribe. Piensa y escribe, se ríe y escribe. Habla de Chiapas, de los días de la selva, de la montaña y sus cuevas, de las aldeas y caseríos habitados por los descendientes de una cultura desaparecida y latente, viva aún. Habla del niño Beto y del Viejo Antonio, de la luna y los piratas, de un escarabajo apodado —por supuesto con doble y hasta triple sentido— Durito, del entusiasmo de los zapatistas por el baile y del frío tan canijo que hace. Pero sobre todo habla de sí mismo. O no. Un hombre con el rostro desnudo llamado Rafael Guillén habla interminablemente de un personaje de su propia factura, el enmascarado Subcomandante Marcos, guerrero y poeta. Un hombre con el rostro desnudo se pierde en un laberinto de espejos: ¿Cuál es su verdadero nombre? ¿Qué tanto se parece a su invento? ¿Dónde quedó su otro yo? ¿Cuál es la distancia que media entre los años de sacrificio, incansable esfuerzo colectivo y feroces luchas internas y esta realidad de papel, este altero de escritos suyos que son —hay que subrayarlo— prácticamente todo lo que el mundo conoce como el Ejército Zapatista de Liberación Nacional? En un paraje desmontado de árboles, lleno en cambio de pastizales y garrapatas, un hombre fuma una pipa, se acomoda el pasamontañas y escribe interminablemente los relatos del Subcomandante Marcos, y de una guerra que no ha sido guerra, en medio de una selva que ya dejó de serlo.
    
     Quisiéramos decirles la verdad, que no queremos que se vayan, que mejor se queden para siempre en La Realidad. Así podrán darse cuenta de cómo, cuando la luna es apenas una pestañita de luz en la noche, esa ceiba que está allá a mi izquierda se arremanga las naguas y, siempre con el copete bien en alto, se pone a bailar un zapateado en medio de este prado y entonces yo me anudo bien el paliacate al cuello y, juntos, nos ponemos a girar y cualquiera diría que estamos borrachos pero no, es sólo esta luna que puede tocarnos nervios que no nos conocemos… También se camina la noche el viejo Antonio y en ella me busca para platicar o nomás para que le preste un fósforo para encender un cigarrillo y anoche me encontró y le encendí el fósforo y la llamita le iluminó el rostro cuando se acercó a encender el cigarro y yo le vi los ojos y me vi dentro de sus ojos y en ellos yo no estaba solo, estaba yo sentado con el viejo Antonio, igual que aquella noche de abril hace diez años, cuando la presión en el pecho me ahogaba y como quiera estábamos ahí los dos fumando, viendo la fogata y nuestros pies, porque más allá no se veía nada (p. 226, vol. 3).
    
     En tiempos de la insurrección popular contra Somoza me tocó presenciar en el norte de Nicaragua la toma por parte de los combatientes sandinistas del último cuartel defendido por la Guardia Nacional del dictador. En los días previos al asalto final el juego predilecto de los muchachos —como eran conocidos los rebeldes sandinistas— consistía en ir a la última barricada frente al cuartel a provocar a los guardias. Llegaban muertos de risa, resbalando y escabulléndose entre los costales rellenos de arena hasta donde se encontraban otros compañeros haciendo la vigilancia, y frente a las posiciones de la Guardia daban de alaridos, gritaban insultos, meneaban las nalgas, cantaban rancheras, ponían los brazos en cruz exponiendo el pecho a una bala, y todo el chiste consistía en esquivar a tiempo el tiro enemigo cuando por fin llegaba. Así rompían el tedio de los largos y aburridos días y las apagadas noches. Tan jóvenes, tan frágiles, tan audaces, tan conocedores de la muerte y tan inocentes, los muchachos partían el alma en el mismo instante en que arrancaban una carcajada alegre de quien los estuviera acompañando. Así como ellos fue el impacto entre los mexicanos del Marcos burlón y esquivo de los primeros años del zapatismo, pensé, releyendo sus comunicados de esa época, y es notable que lograra con apenas papel y tinta efectos tan vivaces.
     30 de septiembre de 1996
    
     Al pueblo de México:                  
     A los pueblos y los gobiernos del mundo:
     Hermanos:
     Hace unos minutos y a través de una transmisión radial, nos hemos enterado de un comunicado de la Secretaría de Gobernación en el cual, con sorprendente capacidad de síntesis, en sólo seis puntos reitera que seguirá haciendo lo que ha hecho desde el 9 de febrero de 1995, es decir, tratar de matarnos. Esta es nuestra respuesta:
     Primero y único:
     ¡¡UUY!!
     Es todo (p. 393, vol. 3).     Aquí, como en cada uno de sus ensayos, nuestro personaje se revela como parte del reducido subgrupo de autores que nunca escriben mejor ni se sienten más cómodos que cuando están hablando de sí mismos. La primera persona es una voz moderna, aunque según el consenso haya sido San Agustín el que la estrenó en la literatura. Pero lo de Marcos, a pesar del matiz siempre íntimo que logra, no son confesiones. El hombre que se coloca el pasamontañas para escribir es una especie de performancero textual. Quiere —necesita— hacer la representación de sí mismo, pero con sus palabras también quiere conjurar la realidad que él ve y que nunca podrán ver sus lectores si él no se las muestra.
    
     P.D. regañona. Regañé a Heriberto porque, según yo, estaba molestando a unas hormigas autodenominadas arrieras que, en consecuencia, estaban arreando hojitas de naranjo. El Heriberto empezó a hacer pucheros y me dijo que "Caso las 'toy molestando, las 'toy cariciando". Dio media vuelta y se alejó de la comandancia. A una distancia que él consideró prudente empezó la chilladera. Ana María lo tomó de la mano y se lo llevó a otro lado. Después la veo venir. "Va a haber tormenta", dice el Moy y se retira prudentemente. "¿Por qué lo regañaste al Heriberto?", me avienta Ana María desde el pie de la lomita de la comandancia. "Las estaba molestando a las hormigas", me defiendo. "Acaso nos alzamos en armas por las hormigas", dice, en jarras, Ana María. "No por ellas, pero también por ellas". Ana María sigue: "¿Por qué no te pones con uno de tu tamaño?" "¿De mi tamaño?", pregunto orgulloso de mi habilidad de responder una pregunta con otra pregunta (p. 110, vol. 2).
    
     Tal vez Marcos diría que lo anterior, aparte de ser, evidentemente, un juego, es un intento subversivo por filtrar la realidad de Las Cañadas directamente a nuestro cerebro receptor, esquivando con el humor y la fantasía a los censores conformistas que tenemos implantados. Pero es posible que su copiosísima producción literaria sea a la vez resultado del impulso de un hombre urbano, cosmopolita e intelectual, que se encuentra desde hace mucho inmerso en una sociedad rural y de pensamiento mágico, y que inventa personajes porque necesita —es cuestión de vida o muerte— tener con quién hablar en su propio idioma. "En la asfixiante soledad de los primeros años de la guerrilla zapatista, un peculiar personaje hizo presencia en nuestros campamentos. Un pequeño escarabajo fumador, buen lector y mejor platicador, se dio a la tarea de aliviar las frías madrugadas de un combatiente, el Sup" (p. 72, vol. 3).
     Pero también es posible que a estas alturas la pregunta de por qué escribe Marcos no sea ni siquiera relevante. El hecho contundente es que los cuentos y posdatas del Subcomandante tienen mucha más venta que sus comunicados oficiales. Sus textos en primera persona no sólo son cachondos, graciosos, irreverentes, sino que cumplen una función importantísima. Traducen a términos caxlanes la realidad del mundo maya, la hacen cotidiana y comprensible.
     La más reciente recopilación de escritos marquenses, Detrás de nosotros estamos ustedes, publicado a finales del 2000, ya no aparece por cuenta de editorial ERA, sino de Plaza y Janés, y llama la atención el hecho de que por primera vez firme el texto Marcos y no el EZLN. El autor se quita, si no la máscara, por lo menos un velo. El volumen recopila textos de una época de menguada actividad pública para los zapatistas, y tal vez de duda y reelaboración ideológica del autor; en consecuencia, hay relativamente pocos comunicados y muuuchos relatos del Viejo Antonio (de acuerdo, pues, entre ellos varios muy logrados). Hay también una consulta popular convocada como réplica a algunas voces que se han dejado escuchar, pidiendo que por favor sea jubilado el escarabajo Durito (de cual lid, por supuesto, sale triunfante el chaparro insecto). Y, sobre todo, llama la atención la parte final del libro, en donde por primera vez Marcos nos brinda la oportunidad de compartir realmente su pensamiento, al tiempo que éste va evolucionando, pues le toca manifestarse públicamente sobre un asunto que le incumbe pero que no le es propio: la huelga estudiantil universitaria. Hasta ese momento todo lo que hemos leído del Subcomandante raya en la propaganda, cuando no cae abiertamente en ella, entendido el término en buen castilla: se trata de palabras armadas para convencer, seducir, intimidar o persuadir a los lectores para que compartan el punto de vista de él con respecto a su causa, y no podemos suponer nunca que su principal intención sea revelar  la verdad.
     Frente al conflicto universitario, en cambio, vemos que Marcos necesita dialogar con su propio corazón —y de preferencia también con alguien más— para entender lo que está pasando. Desde el estallido de la huelga se declara incondicionalmente a favor. Pero cuando llega en peregrinación una caravana de huelguistas al territorio zapatista, nuestro personaje se descubre interpretando el insólito papel del Tío Alberto, aconsejándole prudencia a los muchachos del Consejo General de Huelga.
    
     En su camino rumbo a Amador Hernández, a su paso por La Realidad, pude escuchar a varios hombres y mujeres representantes del CGH y de la base estudiantil de la UNAM. Les pregunté cómo veían su movimiento, su situación actual y sus perspectivas. Menudearon los discursos flamígeros llamando-a-tomar-conciencia-y-seguir-adelante-compañeros-la-lucha-es-por-México-y-no-debemos-retroceder-ni-un-paso-atrás. Yo sé que da un poco de risa que eso nos lo digan a los zapatistas, pero no nos reímos, escuchamos y esperamos. Ya luego parece que se dieron cuenta que no estaban en el CGH y que se podía hablar, argumentar, y, sobre todo, escuchar al otro.
     Fuera de un estudiante de Letras, la característica común era la falta de sentido del humor, cosa lamentable en quien lucha por un cambio y algo terrible en quien es joven: pero todos fueron y son sinceros, creen en lo que hacen.
     Sus palabras me parecieron muy lejanas a las que parecieran predominar en las maratónicas sesiones del Consejo General de Huelga. No sólo eso, uno y otro bando se quejaron de que en el CGH no se podía argumentar o discutir, que lo que predominaban eran los gritos y los insultos. Y uno y otro lado defendían al CGH como representativo y legítimo. "Y sin embargo se mueve" fue la frase que sintetizó la agridulce valoración que hicieron del CGH.
    
     En medio de sus dudas y su soledad Marcos vuelve a convocar a un numen, pero esta vez no es el Viejo Antonio ni Durito, quienes siempre pronuncian verdades antiguas e incontrovertibles (que elabora, por supuesto, Marcos), sino el intelectual más popular de México, Carlos Monsiváis —alguien con quien discutir este asunto que lo trae perplejo. Y la discusión es interesante. Marcos no disminuye ni un punto su apoyo a la huelga, pero cede la palabra al otro (mediante extensas citas de un ensayo publicado anteriormente por Monsiváis), y presenta los argumentos de quien, por lo menos en este caso, le es contrario, equitativamente y con respeto. Para aquellos que en su momento seguimos con horror la actuación progresivamente descompuesta del CGH, Marcos logra presentar la defensa más coherente, si no es que la única, de los últimos días del movimiento huelguista.
    
     Marcos: Te repito que el asunto no es si el movimiento ya ha logrado muchas cosas, sino si éstas son suficientes. El resto de tu argumentación se ancla en lo de "el todo o nada". Permíteme insistir: el pliego de los seis puntos (que ahora son cuatro, puesto que dos se van al congreso —y olvidas mencionarlo—) no plantea la rendición de los adversarios, sino educación gratuita, no a las represalias, oportunidad de regularizar sus estudios y un espacio de discusión y decisión (el congreso) para todos, incluidos "los adversarios". Y no creo que busquen el aplauso incondicional de la sociedad, más bien esperan su comprensión. El CGH ha flexibilizado su "todo o nada", dejando pendientes dos puntos de su pliego. Y esto, a más de que no se le reconoce, ha recibido de rectoría la "inteligente" respuesta judicial de las actas de denuncia y el reactivar el tribunal universitario.
    
     (Puntilloso, Marcos hace responder en seguida a Monsiváis: "El todo del CGH no está en lo irreductible del pliego, sino en la voluntad de un grupo de arrinconarse y descalificar al mundo. Los seis puntos no son el 'todo'; el 'todo' es usar el pliego petitorio como espacio de dominio, no de diálogo, desde el cual todo se exige").
     Y ocurre que, como lo de Marcos son los espejos, este diálogo inventado encuentra su paralelo quince meses después, en lo que tal vez sea la entrevista más larga que se haya publicado con el dirigente zapatista, y cuyos protagonistas son, justamente, el Sup y Monsiváis. En ella, Marcos explica claramente, por primera vez también, que el EZLN no es más la organización que era hace siete años —que cambió, que sus aspiraciones hoy son otras. El movimiento que se alzó en armas el 1 de enero de 1994 era un movimiento a la usanza de los años sesenta, reconoce Marcos, aunque no dice explícitamente cuál era esa usanza. Lo que sí dice es que hoy día el EZLN busca representar los intereses de los mexicanos indígenas.
    
     (Lo que pasó el 1 de enero) no estaba entre nuestras expectativas, ni siquiera las más delirantes, que iban de los extremos: o la aniquilación del primer grupo de línea —como decimos nosotros— o el alzamiento de todo el pueblo para derrotar al tirano; se nos presentó una opción, ni siquiera intermedia, sino que no tenía que ver absolutamente con la otra (…) En la primera declaración (de la Selva Lacandona) se ve una lucha entre los planteamientos que vienen de una organización urbana, construida con los criterios de las organizaciones político-militares y de los movimientos de liberación nacional en los sesenta y el ingrediente indígena, que contamina y permea el pensamiento del EZLN (…) El EZLN sale el 1 de enero, empieza la guerra y se encuentra con que el mundo no es el imaginado sino otra cosa.
    
     Y, más tarde, la nueva declaración de principios: "Lo fundamental de nuestra lucha es la demanda de los derechos y la cultura indígenas, porque eso somos".
     Su interlocutor pregunta acerca del aspecto más preocupante para él —y para muchos— de los Acuerdos de San Andrés. La respuesta de Marcos es enredada y evasiva, pero vale la pena anotar la inquietud de Monsiváis:
    
     Hay un punto que me preocupa de los Acuerdos de San Andrés: el de usos y costumbres. No tengo nada claro el planteamiento, porque pienso que es un llamado al inmovilismo, tal y como se formula aún ahora. Un "así te quiero para que así te siga reconociendo". Hay la idea en el nuevo gobierno de apoyar a las comunidades indígenas, siempre y cuando sean leales a sus tradiciones y costumbres. Esto, para mi gusto, es profundamente inaceptable, porque la movilidad es también un derecho radical y es inevitable.
    
     No sabe uno qué resaltar más de la entrevista: la evidente capacidad de observación, reflexión y evolución de Marcos, su necio deseo de entender y ser consecuente, o lo que el mismo Monsiváis anota con preocupación: la presencia constante al lado de Marcos de sus principales subalternos, Moisés y Tacho, y su ininterrumpido silencio.
     Es ahí, en la relación entre el dirigente blanco y sus subalternos indígenas, que aguardan las delicadísimas preguntas que aún no se le han hecho a Marcos, o que éste aún no ha contestado, y sobre todo que nadie le ha planteado —públicamente al menos— a Moisés, Tacho o cualquier otro u otra militante zapatista. Tal vez esas preguntas se puedan resumir en dos: si Marcos desapareciera hoy ¿quién o quiénes asumirían la dirección del EZLN? Y, ¿qué capacidad tendría su reemplazo de conducir a buen término una negociación con el gobierno?
     Marcos tal vez intentaría convencernos de que, con algunas dificultades, el movimiento saldría a flote sin él, porque él apenas manda obedeciendo, apenas es el traductor, el intérprete que se mueve con facilidad entre una cultura y otra. Ciertamente ese es un papel fundamental, al cual tal vez el propio Marcos le hubiera podido dar más importancia, teniendo en cuenta su propio sufrimiento cuando primero llegaron él y los otros guerrilleros del FLN con sus sueños revolucionarios a Las Cañadas. El recuerdo del tremendo choque cultural que se dio entonces, entre ellos y la gente que supuestamente llegaban a concientizar, hubiera podido ayudarle a suavizar el desencuentro entre las comunidades indígenas y los negociadores del gobierno, cuando los dos grupos se sentaron frente a frente en San Andrés de los Pobres.
     Pero ocurre que es difícil creer que Marcos mande solamente obedeciendo. Hay que ver cómo se apropia de y reconstruye hasta el mismo pensamiento indígena, inventando una deidad, "Votán-Zapata, Guardián y Corazón del Pueblo", a partir de un dios maya que según parece fue venerado principalmente en la zona de Tabasco, y del gran revolucionario mexicano que, sin embargo, no tuvo presencia histórica en Chiapas. (Votán-Zapata, dios fantasmal y algo acartonado, aparece siempre, como si fuera el convidado de piedra en Don Giovanni, en los discursos conmemorativos de Marcos. Lo invocó por primera vez el 11 de abril de 1994 —"Votán Zapata, nombre que cambia, hombre sin rostro, tierna luz que nos ampara"— y cuando me concedió una entrevista en la madrugada de esa noche, yo le pregunté por el injerto tan extraño de nombres y mitos. Me contestó, con sencillez y honradamente, que era un concepto que aún estaba afinando). Tampoco hay que ser ni remotamente paternalista para sospechar que la nueva línea del EZLN —en el que los indígenas son una minoría que se alinea con otros grupos marginados por la sociedad, como los homosexuales— no salió de los círculos de estudio zapatistas.
     Frente a la posibilidad inminente y real de un nuevo diálogo entre los zapatistas y el gobierno, y la nueva línea inclusionista de los rebeldes, otra pregunta inquietante es cómo evaluar en su justa medida la intemperancia ideológica de Marcos y el EZLN. Salta a la vista el contraste entre el actual discurso marquense —flower power, multi-culti, ensalzador de las diferencias— y la rabiosa intolerancia de su organización, que llevó en los hechos a la expulsión de miles de campesinos de sus tierras por no compartir su pensamiento, la descalificación lacerante de cualquiera fuera de Las Cañadas que dudara públicamente de la causa, y una preocupante incapacidad (preocupante por sus consecuencias políticas) de ver claramente al adversario. Ante la demostrada y terrible incompetencia de Ernesto Zedillo a la hora de encarar el conflicto zapatista con creatividad, generosidad y empatía, por ejemplo, Marcos imagina a un mandatario que no es. En una carta para Alberto Gironella, el Subcomandante se refiere a los anteojos que el pintor le ha dibujado a Victoriano Huerta, asesino y déspota, y que "se repiten ahora", dice, "en los que Zedillo lleva sólo para hacerle más torva la mirada".
     Y voilá Zedillo como asesino de Luis Donaldo Colosio: "Es preciso que no olvidemos que el actual gobierno nació gracias al polvo y la sangre que mancharon, un 23 de marzo, la historia nacional. Originado en el crimen, fortalecido por el crimen y con el crimen como única posibilidad de sobrevivencia, el poder se labra ya el futuro que merece: el del criminal".
     ¿Cómo hubiera podido negociar exitosamente Marcos con alguien que entendía tan poco? ¿Logrará afinar su percepción a la hora de sentarse a la mesa con Fox?
     A esta hora también están planteadas las interrogantes decisivas para el recién estrenado gobierno de Vicente Fox: no sólo cómo negociar con tacto y equidad con los zapatistas, sino cómo negociar con el EZLN de manera que no se excluya de los acuerdos a los indígenas chiapanecos —y a los no-indígenas, por cierto— que estén enfrentados al zapatismo.
     Por su parte, en vísperas de su llegada al frente de una caravana indígena al ombligo de México —el Distrito Federal— Marcos se enfrenta al más endiablado problema de la democracia moderna en América Latina. ¿Cómo lograr que poblaciones históricamente marginadas, con niveles de educación paupérrimos, aprovechen su libertad de decisión para elegir opciones que realmente sean las que más convienen a sus intereses? Y una pregunta que nace en la cauda de la anterior: ¿cómo evitar que, ante la fatiga, el miedo y la mermada autoestima que produce una serie de escogencias desastrosas (las elecciones de Alan García, Fujimori, Fujimori y Fujimori en el Perú, por ejemplo), una ciudadanía recién estrenada no le entregue nuevamente todo su poder a un cacique o dictador? Y, en el caso concreto del movimiento zapatista: ¿cómo evitar que ese cacique sea él, Marcos?
     Puede que todos los costos de la insurrección zapatista y la reacción que provocó —el inevitable recrudecimiento de la violencia rural, el deterioro de la producción agrícola en las zonas de influencia zapatistas, la ocupación militar, el aumento del narcotráfico muy posiblemente al amparo de la ocupación militar, la multiplicación de desplazados, la masacre de Acteal— resulten tolerables si a cambio se ha logrado una real toma de conciencia en una sociedad tan complacientemente racista como ha sido la mexicana: "Si estos siete años no hubieran transcurrido, el rubro 'pueblos indígenas' estaría archivado en la P de pendientes, y de otras cosas. 'Lo veremos después. Ya les dimos, ya la libramos'. Así ha operado la clase política".
     Es perfectamente posible que Marcos tenga razón. Y, en todo caso, como también diría Marcos, la moneda todavía está en el aire. Pero no por mucho tiempo. Ante el derrumbe del régimen priísta, y el cansancio generalizado con la guerra-que-no-ha-sido-guerra, tendrá que definir pronto si es águila o sol. -— Este texto forma parte del libro Historia escrita. Marcos, Evita, El Che, Fidel y Vargas Llosa que Plaza y Janés publicará el próximo mes de abril.

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