En alguna página de sus diarios que ahora no logro encontrar, Anaïs Nin cuenta la primera visita que hiciera a la casa de su padre, el compositor Joaquín Nin. Ambos llevaban largo tiempo sin verse, y la ausencia paterna había hecho que la joven se extendiera por escrito en explicaciones personales, que iniciara la composición de un diario.
A su llegada, fue conducida a un salón que lucía un enorme piano de cola, vistosos retratos, flores recién cortadas en los jarrones, el botón de una flor en el ojal del músico. Y Nin hija, que aparentaba ser bohemia a pesar de un esposo banquero (¿o la visita fue anterior al casamiento?), quedó abismada. Lo estudiado de la decoración logró asombrar incluso a un temperamento tan escénico como el suyo.
El padre procuró entonces regalarle una lección que es mi mejor recuerdo del montón presuntuoso de páginas que componen esos diarios.
“Una habitación se ordena”, advirtió a su hija, “para que en ella no ocurran ciertas cosas”.
¿Aludía a la atracción sexual entre ambos? No hay embrollo edípico que despierte menos interés en mí que el de ellos dos, llegaran o no a consumar el incesto. En cualquier caso, Joaquín Nin hablaba de los límites de una ficción.
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De visita en casa de Honoré de Balzac, Theóphile Gautier pudo apreciar un curioso sistema destinado a ensanchar habitaciones. “La magnificencia de Jardies apenas existía fuera del territorio de los sueños”, comentaría luego.
Quien penetraba en aquellas estancias hallaba, sobre las paredes desnudas, carteles que anunciaban cómodas de palisandro inexistentes, espejos venecianos y cuadros no colgados de viejos maestros. Los cacharros esperables de un gran interior burgués residían allí en potencialidad. Si no llamativamente, en forma de llamadas: pura obra de artista conceptual.
Todo para que, unas décadas después, la última mansión de Balzac ostentase de cuerpo presente varias de las promesas inscriptas en Jardies: un Holbein, un Cranach, el retrato de Melanchton por Durero…
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Cuando un equipo de la televisión francesa pidió autorización a Yukio Mishima para filmarlo en casa (procuraban al animal en su ámbito, lo mismo que documentalistas de fauna salvaje), el novelista japonés no tuvo reparos en mostrarles su chalet, y recorrieron juntos el primer piso sin hallar utilería capaz de sorprender a los espectadores de París.
Muebles franceses del siglo XVIII llenaban las habitaciones, y el piso segundo consiguió decepcionar al equipo en otro estilo, el de un apartamento neoyorkino moderno.
¿Era todo?, empezaban a impacientarse. ¿Nada de esteras en el piso, puertas corredizas de papel, grullas incrustadas en laca negra? ¿Ningún tokonoma?
Al planear su mansión, Yukio Mishima no pareció ser asaltado por la clase de escrúpulos que diera origen al Elogio de la sombra de Junichiro Tanizaki: “Un amante de la arquitectura que quiera construirse en la actualidad una casa en el más puro estilo japonés tendrá que prepararse a sufrir numerosos sinsabores con la instalación de la electricidad, el gas y el agua…” (Tanizaki había escrito su ensayo diez años antes de la ocupación estadounidense.)
Molesto por la falta de color local, alguien del equipo de filmación deslizó el reproche de que en toda aquella casa no existía siquiera un rasgo japonés. Y fue gracias a esa bravata que obtuvieron de Mishima un secreto mucho más desconcertante que el más extraño mueble.
“En esta casa es japonés todo cuanto no se percibe con la mirada”, aclaró el novelista.
¿Qué mejor tokonoma, qué mejor celebración del vacío con su vieja seda caligrafiada y su arreglo floral, que aquellas palabras? El chalet en el que se encontraban resultaba típicamente japonés por definición negativa. Una habitación podía ordenarse como memorial de lo que no encerrara, y aun lo dejado fuera vendría a darle carácter.
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La respuesta dada por Mishima pone en duda que haya separación entre adentro y afuera, desde que lo invisible es capaz de introducirse en casa.
Razonamiento así autoriza a entender con bastante literalidad la dirección de cierta carta, exhibida actualmente en el museo parisino de la Place des Vosges, que lleva por toda seña: “Mr. Victor Hugo. Océan”.
E incluso es posible sospechar que ésta fuese guardada por su destinatario con la esperanza de que lo anotado en ella alcanzara alguna vez cumplimiento igual al de los carteles balzacianos, conocidos por Hugo de sus visitas a Jardies. –
(Matanzas, Cuba, 1964) es poeta y narrador. Su libro más reciente es Villa Marista en plata (Colibrí, 2010).