Una idea fija domina el pensamiento occidental, al menos desde hace dos siglos: la fe en el progreso. Está tan asentada en nuestro pozo mental que es, incluso, el mínimo común denominador de rivales a cara de perro: liberales y conservadores durante todo nuestro decimonónico pasado, comunistas y fascistas durante nuestro vigesémico odio: todos creyentes fieles en un futuro mejor. ¿La diferencia?: el tipo necesario de pase de admisión para alcanzar el Paraíso en la Tierra, con sendas mayúsculas.
Como descubren en este número Gabriel Zaid y John Gray, nuestra fe en el progreso nace de la transferencia de sacralidad del mundo religioso al mundo científico, durante el siglo diecinueve, el de la muerte de Dios, hasta convertirse en el fetiche de los grandes totalitarismos del siglo xx. Idea de la que todavía somos herederos, pese a la resistencia de románticos y sus secuelas modernas.
Este número, desde el escepticismo, la duda asertiva y el sentido común, plantea una crítica radical, es decir a la raíz, de nuestra incombustible fe en el progreso. –
Óscar Ruiz, taxista
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