A nadie en este país debería sorprender lo que las cifras dadas a conocer hace unos días por el INEGI sugieren. Según un boletín emitido por ese organismo autónomo del gobierno mexicano, la clase media en México crece, pero su crecimiento no le alcanza todavía para constituirse como la clase mayoritaria en una sociedad surcada por profundas e inadmisibles contradicciones. No deberían sorprender los resultados que, de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares, en sus versiones de los años 2000 y 2010, extrae esta institución creada en 1983, porque lo más probable es que reflejen con mayor o menor precisión lo que cabría esperar en un contexto de crecimiento económico a cuenta gotas.
Si bien es cierto que, durante una porción apreciable del siglo XX el estudio de las clases medias en el mundo estuvo influenciada por un sociologismo que partía de la noción de pequeña burguesía marxista –entre nosotros, el socorrido libro de Gabriel Careaga, Mitos y fantasías de la clase media en México, es una muestra de ese enfoque que situaba a la conciencia de clase como asidero fundamental de su constructo teórico–, a principios del nuevo siglo ningún estudio sobre la constitución de este estrato social pareciera querer desdeñar su papel en la estabilidad y el desarrollo. Para este nuevo marco teórico, la clase media importa por cuanto es, en Occidente, el sostén de la nueva sociedad. Es su rostro y su baluarte.[1]Sin ella, el andamiaje institucional y político de un orden social establecido puede ver amenazada su permanencia –el caso de España, Alemania, Francia y Grecia, para el caso de la Unión Europea, donde la crisis actual parece haber reducido en grados distintos el porcentaje de población con suficiente poder adquisitivo– de lo que se desprende la urgencia de su preservación.
Hacia dónde va la clase media y cuáles son las implicaciones de su consolidación o su retroceso en el escenario mundial del siglo XXI son dos de las interrogantes que se plantean los nuevos estudios. ¿Se extinguirá para dar paso –de cara a la globalización– a un estamento altamente concentrador de la riqueza disponible? En países de América Latina, Asia y Europa, ¿será su papel preponderante el consumo, la asimilación pasiva de patrones de compra y de conducta impuestos por agentes cada vez más y más poderosos como los Wal-Mart, los McDonald´s, los Microsoft? Frente a la preocupación por el arrinconamiento de las clases medias a meras expectadoras del ascenso de las élites, hay posturas que subrayan, en países como México, la necesidad de su protagonismo económico y político. Hace falta una clase media pujante, se esgrime, porque en ella se encuentra el secreto de nuestra riqueza nacional. Porque se trata de la clase industriosa por excelencia y porque he allí a la garante de nuestra estabilidad democrática. Cuando ya los enfoques parciales y eminentemente sociológicos de mediados del siglo XX, más preocupados por objetos de estudio como el cambio y la movilidad social, han cedido terreno a encuadres orientados al afianzamiento de los logros conseguidos en materia económica y política, en México ha comenzado a debatirse sobre el estado actual de esa clase media necesaria.
¿Somos ya una nación de clasemedieros o sigue siendo este país una mayoría de pobres sin futuro? Felipe Calderón, siendo presidente, aseguraría que el país había dejado atrás la pobreza generalizada para ser parte de las naciones con una clase media próspera y creciente; Luis de la Calle y Luis Rubio, en Clasemediero: Pobre no más, desarrollado aún no (CIDAC, 2010) convalidarían con la fuerza de las cifras la afirmación presidencial, pero dejarían en claro que el ascenso de los estratos medios –y su permanencia– sería la consecuencia de asegurar las condiciones socioeconómicas indispensables.
A nadie extrañe, pues, lo que el INEGI en su boletín ha reportado. Criterios de medición aparte, somos una nación con una clase media que se expande[2], pero que podría no estar haciéndolo al ritmo que su sustentabilidad demanda. Hoy por hoy, con la economía más grande de toda Hispanoamérica, con una apertura comercial al exterior que supera a la de prácticamente cualquier país de América Latina, México, sencillamente, no crece lo que debería. Somos modelo en el plano internacional en lo que respecta a equilibrios macroeconómicos –baja inflación, bajas tasas de interés, elevadas reservas internacionales–, pero continuamos desde hace lustros sin poder hilvanar iniciativas eficaces para la reducción de brechas entre los estratos pudientes y los de clase baja –1.71% y 59.13%, respectivamente, del total de la población, según el reporte del INEGI–.
Quizá haya llegado el momento de que esa escurridiza e inefable clase media que muchos hemos aprendido a imaginar, a partir de las aproximaciones setenteras de Gabriel Careaga, adquiera con su plena identificación, el lugar que le corresponde entre los beneficiarios de las iniciativas públicas. Será bueno saber que los nuevos gobiernos, electos en 2012, se preocupan por temas como el de la infraestructura, la puesta al día del sistema tributario y la actualización de las leyes laborales, tanto como por los destinatarios de sus medidas y reformas. No hacerlo, en un tiempo en que The Welfare State ha empezado a diluirse a escala planetaria, podría significar que sigamos “nadando de muertito” en el mar de la integración global.
Que el Estado mexicano abdique, entre nosotros, de una de sus más grandes obligaciones –señaladas en los artículos 5º al 11 constitucionales –la de garantizar derechos individuales y sociales de libertad económica– para no facilitar a millones el crecimiento y el progreso al que legítimamente tendrían que aspirar, no solo se traduciría en un riesgo para la estabilidad alcanzada, sino en una eventual irrupción del reaccionarismo[3]. Barack Obama, durante la ceremonia de su toma de protesta como presidente reelecto de los Estados Unidos para el mandato que habrá de concluir en 2017, lo expresó de modo inmejorable: “Nosotros […] entendemos que nuestro país no puede tener éxito cuando cada vez menos gente tiene mucho éxito y cada vez más gente apenas puede cubrir sus gastos. Creemos que la prosperidad de los Estados Unidos tiene que ser una responsabilidad que esté sobre los amplios hombros de una clase media creciente. Sabemos que los Estados Unidos prosperan cuando todas las personas pueden disfrutar de independencia y orgullo en el trabajo que hacen; cuando los salarios de un trabajo honesto liberan a las familias de estar al borde de la penuria.” (Fragmento del discurso de toma de posesión, 21 de enero de 2013). No es difícil ni indeseable, para México, querer entender lo mismo.
[1]Carlos J. McCadden y Ramón Muñoz, La clase media: verdadero rostro de la sociedad occidental.
[2]Según el INEGI, el aumento fue de 4 puntos porcentuales. Esto equivale a 0.4 puntos porcentuales por año entre 2000 y 2010. En términos absolutos, la clase media pasó de 35.3 millones de habitantes, en 2000, a 44 millones, en 2010. Esto es equivalente a un crecimiento medio anual de 2.46%, tasa superior al 1.8% en que ha venido creciendo la población en su conjunto. La clase media crece, pero también sus necesidades y demandas.
[3]La noción de reaccionarismo me viene de lo que afirman Massimo Gaggi y Edoardo Narduzzi en su libro “El fin de la clase media y el nacimiento de la sociedad de bajo coste”. Según Gaggi y Narduzzi, si desaparece la clase media, desaparece la estabilidad social y política que ella representa. En una sociedad inestable, no faltarían quienes a cambio de cierto orden estén dispuestos a ceder libertad frente a posibles regímenes autoritarios.