¿La literatura que viene? Conversación con Christine Angot

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     Oí hablar por primera vez de Christine Angot cuando, comiendo con una periodista francesa a la que acababan de presentarme, una tal Martine Silber —que ahora es corresponsal de Le Monde en España—, le pedí que me recomendara a algún autor francés nuevo, original. Ella me habló de Angot. Pensé que me compraría algo suyo cuando fuera a Francia y no volví a pensar en ello. Pero resultó que Seix Barral publicó un libro de Angot, El incesto, y yo, que hacía entonces crítica para El País, propuse reseñarlo. Lo leí y la verdad es que no me gustó nada: parecía, no exactamente escrito a vuelapluma —hay en esa palabra una idea de ligereza totalmente ajena al sufrimiento en carne viva contenido en ese libro—, sino… ¿cómo definirlo? “Vómito” es quizá la palabra: con una especie de frenesí, de fiebre, la autora —no una narradora, sino la autora, Christine Angot con nombre y apellidos— cuenta cómo fue homosexual durante unos meses, las crisis de angustia que esa relación le provocó —la escritura es tan “cruda”, en el sentido de poco elaborada (al menos en apariencia), que cuando explica sus pesquisas en un Diccionario de psicoanálisis reproduce tal cual páginas enteras del mismo—, y acaba hablando, atropelladamente, del incesto con su padre, que tras años sin verla, cuando se volvieron a encontrar, siendo Christine adolescente, la sedujo, y se ponía mandarinas en el sexo para que ella las comiera —”era repugnante, repugnante, repugnante…”, escribe la autora—. Por cierto que llama la atención el contraste entre el tono del libro —un verdadero aullido de dolor— y la frivolidad del texto de contraportada, que presenta la homosexualidad y el incesto como si fueran juegos, como divertidos y picantes experimentos… Quizá la editorial esperaba un succès de scandale, que no se produjo (ni el succès, porque el libro, que yo sepa, no se vendió, ni el scandale, porque, aparte de mi crítica, no salió nada en prensa), y eso explica que no hayan publicado nada más de la autora.
     Pero yo por mi parte seguí leyendo libros suyos, guiada por la curiosidad, por la sensación de que hay algo en su obra, en su proyecto, en su éxito (enorme en Francia, y no sólo de público: también —aunque no unánime— de crítica) que no entiendo. Y esa curiosidad no se dirigía, no se dirige, tan sólo a la obra de Angot por sí misma, sino en tanto que representante de esa moda francesa de la escritura autobiográfica (pensemos en La vida sexual de Catherine M; o en la vivencia del sida contada por Hervé Guibert; o en la obra de Michel del Castillo, o en la de Annie Ernaux…), una moda que sus detractores llaman despectivamente nombrilisme, “ombliguismo”. A la materia prima autobiográfica, Angot añade una característica formal muy llamativa: un lenguaje que parece la trascripción directa de una voz, y que no elude nada de lo que por pudor o por su insignificancia suele excluirse de la literatura, trátese de la banalidad cotidiana o de los pensamientos mezquinos o vanidosos.
     “¡Esto no es literatura!”, siente una la tentación de exclamar, cerrando el libro; pero no puede evitar preguntarse: ¿y si fuera la literatura que viene, y que yo no sé apreciar? ¿Y si fuera mi concepto de la literatura lo que se ha quedado anticuado?… Total, que cuando supe que iba a visitar Madrid, para dar una conferencia dentro del ciclo Literatura y autobiografía en el Círculo de Bellas Artes (por donde también pasaron el gran teórico de la autobiografía Philippe Lejeune y el novelista Olivier Rolin), me apresuré a pedir una entrevista con ella.
     Primero asistí a la conferencia: descubrí que Christine Angot es una mujer pequeña, delgada, de pelo corto y aspecto inteligente y combativo, que cuando habla en público lo hace en un tono tajante, con afirmaciones que no admiten réplica (“¡Es una terrorista!…”, me murmuró al oído la amiga que me acompañaba); pero luego, en la cena que siguió, con su compañero (periodista cultural), con representantes del Círculo de Bellas Artes y de la embajada y con Philippe Lejeune, la encontré mucho más relajada y cordial, de lo que deduje que su agresividad es una forma paradójica de timidez, y quizá también una defensa ante la curiosidad morbosa que debe suscitar en algunos. La entrevista, que tuvo lugar al día siguiente en su hotel, fue una charla tan amistosa, que me he permitido transcribirla usando el tuteo, aunque evidentemente —como se hace siempre en Francia entre personas que se conocen poco— nos tratamos de vous.
     Me sorprendió verla con una novela de Henry James, y de ahí mi primera pregunta.
      
     ¿Cuáles son los autores que más te han influido? No puedo creer que Henry James esté entre ellos…
     Todo influye, lo que no me gusta también. Leyendo a James me pregunto: ¿qué es lo que suena falso?… Y veo que es porque él no dice tal y cual cosa, entonces me propongo decir yo esas cosas cuando escriba. Pero contestando a tu pregunta: en Francia hay dos escritores que son los grandes pilares: Proust y Céline. Yo me identifico con Céline.

Ayer chocaste al público afirmando tajantemente que la frase debe ser simple, lo cual no es el caso de Proust, desde luego…
     La frase tiene que ser simple porque hay que dar la impresión de que la idea es simple, de que bastaba pensar en ello, bastaba decirlo, formularlo, de que cómo no se nos había ocurrido… Pero claro, esa sencillez ha de estar cargada de complejidad.

A mí lo que me deja perpleja de tus textos, lo que me perturba, no es tanto la sencillez de las frases como la espontaneidad, la apariencia de algo descuidado, escrito tal como viene, sin estructura…
     Es que eso que se llama “la estructura del relato” está calcado de la estructura del discurso. Es un patrón preexistente, algo que de hecho pertenece al orden del razonamiento: quiero decir tal cosa y para llegar hasta ahí, lo estructuro de tal manera… Mis libros no es que no tengan estructura, la tienen, pero se va decidiendo a medida que avanzo. Constantemente, mientras escribo, me pregunto: ¿estoy captando, en todo momento, lo más vivo, lo que es simple y complejo a la vez? Si uno captura eso, puede estar seguro de que algo se construye, pero es algo que no se puede conocer de antemano. Mi estructura es la de la palabra hablada, viva, cargada con toda la emoción que hay en el lenguaje oral. En este sentido hay una frase de Céline que me gusta mucho: “He devuelto la emoción a la lengua escrita”.

Ahora entiendo mejor tu proyecto… Pasando a los temas, yo diría, visto desde España —por contraste—, que en la literatura francesa de estos últimos tiempos hay dos grandes temas: el yo y el sexo. Tus libros son un buen ejemplo, ¿no?
     Se habla mucho de la literatura del yo, se insiste mucho en eso, pero el yo es algo colectivo, “yo” es “vosotros”.

Sí, la famosa frase de Victor Hugo: “Quand je parle de moi, je parle de vous”… Eso me hace pensar en una declaración tuya que leí y que me sorprendió mucho, sobre todo porque lo decías a propósito de El incesto: “Yo no cuento historias”, decías, “yo no cuento mi historia, yo no cuento una historia, yo no lavo mi ropa sucia, sino la sábana social”. ¿No es un poco excesivo? Como si todos hubiéramos pasado por un incesto…
     Le ocurre a todo el mundo.

¡Vaya! No estaba al corriente.
     Porque no quieres estarlo, porque no lo quieres ver. No es un problema particular, no es algo que me pasó a mí: está en el inconsciente de todos. Luego, la trasgresión es si lo realizas o no, y es mejor que no, claro… A mí me embarcaron en esa trasgresión, me obligaron a mirar, por eso no puedo ignorarlo… Pero como estar, está ahí, para todo el mundo.
     También decías, siempre a propósito de El incesto: “No quiero que lo asimilen a una porquería de testimonio”. ¿Pero no es un testimonio? ¿No es eso lo que pretendes, cuando hablas de lavar la sábana social?
     No, lo que quiero es alzar el telón, quitar el velo en el que nos envolvemos… Recuerdo algo que dijiste ayer en la cena: que en España el psicoanálisis no ha entrado en las costumbres ni está demasiado presente en la literatura. En Francia sí: yo no puedo escribir como si no supiera que existe el inconsciente… Y además en Francia tuvimos a Lacan, que hizo una aportación importantísima respecto al lenguaje, y a mí todo eso me interesa mucho. La materia prima de la literatura son el cuerpo y el inconsciente. Y eso lo compartimos todos.

Sí, en tu literatura haces hincapié en lo compartido, en lo colectivo, en lo común…
     En mi último libro por ejemplo, Pourquoi le Brésil, hablo de un encuentro amoroso. Eso le ocurre a todo el mundo. Pero en las novelas siempre nos lo cuentan igual, con todos esos convencionalismos, del estilo: “La primera vez que vio a Claire, sus cabellos brillaban al sol que entraba por la ventana…” Las cosas en la realidad nunca pasan así, con esas irisaciones… Son más sencillas y más complejas a la vez. Estamos hablando de personas de carne y hueso, no de santos. Con eso no quiero decir que un encuentro amoroso sea banal, al contrario. Sí, igual que en El incesto, aquí también parece que lo que cuento es personal pero no lo es, cuento algo que pertenece a todo el mundo. Y por eso la gente detesta lo que hago.

Hombre, pues vendes decenas de miles de ejemplares… Aunque es verdad que te atacan mucho, también.
     Porque se reconocen, contra su voluntad, en lo que escribo, y eso les da miedo. Un miedo arcaico, como cuando fotografías a alguien que nunca antes había visto una cámara de fotos. Y mi trabajo, en tanto que persona —persona que es escritora—, consiste en asumirlo, en no tener miedo, en que el miedo no me impida decirlo todo. Porque el problema, como dije ayer en la conferencia, no es si tengo derecho a decirlo todo, a contar mi vida, el problema es si sé hacerlo, si lo consigo.

Luego me comentó Philippe Lejeune que le había gustado mucho esa frase: la cuestión es si uno consigue extraer significados de su vida; la autobiografía es eso, buscar sentido, no —como mucha gente cree— una mera trascripción. Pero estás orillando un problema de otro orden, me parece, que es el problema ético: ¿tú crees que tienes derecho a introducir en tus libros a otras personas, con nombres y apellidos, como muchas veces has hecho? A hablar de tus amigos, tu ex marido, tu hija…
     Reconozco que es difícil para quienes me rodean… Reconozco que es una agresión por mi parte, que provoca sufrimiento… Pero si el libro necesita que use nombres verdaderos, si eso lo va a hacer mejor, elijo siempre el interés del libro.

¿Y qué te hace creer —si me permites que haga de abogado del diablo— que un libro tiene más derechos que una persona?
     La literatura no está sometida al mismo régimen jurídico.

Pero no te hablo desde un punto de vista jurídico, sino moral.
     La literatura no se ocupa de eso. La literatura se ocupa de cosas que no cambian: el cuerpo y el inconsciente, que son los mismos desde Adán y Eva.

¿Tú, cuando escribes, tienes la impresión de transgredir algo?
     No. En fin, sí, pero no porque hable de sexo, sino porque pongo la realidad en la novela.

Sí, de hecho muchos movimientos literarios, como el romanticismo o el nouveau roman, se propusieron eso mismo: prescindir de las convenciones literarias de su tiempo, recobrar la realidad antes de convertirse a su vez en un nuevo convencionalismo. Pero cuando insistes tanto en la realidad, ¿qué papel le concedes a la imaginación? En España se suele considerar que quien hace autobiografía es porque no es capaz de escribir novelas, porque se le ha agotado la fantasía. Por ejemplo, hace unos años un novelista muy conocido, Javier Marías, publicó un libro autobiográfico, y aunque era una obra muy original, fue recibida con mucha condescendencia, como una prueba de impotencia creadora.
     Pero es que tanto si escribes autobiografía como otra cosa, el proceso siempre es el mismo: se parte de la realidad para llegar a una representación. ¿Qué se creen, que tomo fotos con una Polaroid? Siempre hay una elaboración, una transformación.

¿No te molesta que te acusen de “ombliguismo”, de narcisismo, de exhibicionismo?
     Sí: me molesta porque es falso. Yo no me miro en el espejo, yo me ofrezco como espejo, para que los demás se miren. Y eso es lo que no soportan: que se reconocen a sí mismos. Sienten, o eso es lo que intento, que hay una verdadera persona que habla, que está viva.

¿Y eso no lo sientes en novelistas digamos convencionales, como Henry James, de quien hablábamos al principio?
     No tengo nada contra un novelista como James. Me interesa, pero no me basta. Es un lenguaje desencarnado. Yo lo que busco, en la literatura, es una verdadera encarnación, que se sienta que allí hay alguien de carne y hueso.

Me quedo pensando que no sé si es un mérito, pero no cabe duda de que en sus novelas (o lo que sean), esa encarnación, Christine Angot la consigue. –

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