Este ensayo aparecerá publicado en la versión impresa de nuestro número de octubre.
Cuando Juan Pablo II llegó a Cuba en 1998 los chistes populares se dispararon. Wojtyła protagonizó innumerables historias humorísticas en las que se mezclaba la admiración y la sátira. Con Benedicto XVI, apenas apareció el infante terrible de nuestras bromas, Pepito, quizás intimidado por tanta sobriedad germana. Este septiembre, sin embargo, en que deberían unirse en una persona las ironías sobre papas y argentinos, no brotó nada de humor para recibir a Jorge Mario Bergoglio.
¿Nos estamos quedando los cubanos sin motivos para reírnos? Sí. El plazo que muchos le habían puesto al fin del sistema político en la isla se ha agotado y las bromas no abundan donde señorea la frustración. Somos un pueblo mucho más sobrio que antaño, que ya no ve en la risa una manera de sobrellevar la realidad. La escapada ya no es la carcajada, sino una balsa que ayude a cruzar el estrecho de la Florida, una visa para emigrar o al menos el bálsamo de una remesa que llegue desde afuera.
El reloj de muchos cubanos se reinició el pasado 17 de diciembre con el anuncio del proceso de normalización de relaciones entre la isla y Estados Unidos. Incluso aquellos cuyo último grano de paciencia se había agotado estuvieron dispuestos a darle una nueva oportunidad a la nación en la que vinieron al mundo. Pero el tiempo de la vida humana discurre de una manera muy diferente al paso de la historia y los cambios no han llegado ni tan profundos ni tan de prisa como tantos soñaron.
Nueve meses después de los históricos discursos de Barack Obama y Raúl Castro, en los que anunciaban una nueva etapa de relaciones, los efectos del abrazo entre la Plaza de la Revolución y la Casa Blanca no se perciben sobre los platos, ni en los bolsillos y mucho menos en mayores libertades en las calles cubanas. El cambio fundamental ha ocurrido en ese terreno simbólico en el que se mueve por momentos la política y en el indefinido territorio de la esperanza.
La mayor parte de la población cubana, según muestran las encuestas, ha mirado con alivio cómo el viejo diferendo empieza a transitar hacia un entendimiento. Las razones para ese beneplácito son de peso: en Estados Unidos viven al menos 1.8 millones de cubanos, cuyas remesas sostienen a decenas de miles de familias del lado cubano. Una mejoría en las relaciones entre ambas naciones significará que la ayuda económica llegue más rápido, más segura y pueda convertirse en mejores bienes y servicios.
Por su parte, la propaganda oficial se ha quedado sin asideros. Las vallas antiimperialistas que abundaban por todo el país fueron sustituidas por un llamado a reforzar la educación formal, promover la cultura o alabar el deporte nacional. El Tío Sam ya no es el lobo de los cuentos infantiles que tan a menudo contaba el discurso partidista. Los ideólogos de la línea dura parecen no salir de cierto aturdimiento y no encuentran nuevos referentes sobre los que descargar la culpa de la situación por la que atraviesa la isla.
La bandera de las franjas rojas y las estrellas brota por todos lados. En la calle muchas mujeres jóvenes llevan ajustada a su cuerpo la insignia que hasta hace poco representaba al “enemigo”. El “hombre nuevo” exhibe su atracción hacia un país al que desde pequeño le enseñaron en la escuela que debía odiar. “¡Ahora sí que llegaron lo malos!”, refieren con picardía muchos, en esta nación de América Latina donde no usamos el despectivo “gringos” sino el admirativo “yumas” para referirnos a esos a quienes Fidel Castro insistía en llamar “yanquis”.
Vivimos, eso sí, una existencia de titulares, un país que todavía solo está en la enorme tipografía de las portadas de los periódicos. “Juego de futbol entre el Cosmos de Nueva York y el equipo cubano”; “Discovery Channel desembarca para filmar un documental sobre autos antiguos” y “Paris Hilton se fotografía del brazo con el hijo mayor del Comandante en Jefe”. La Cuba de las noticias se mueve a una velocidad que contrasta con el torpe andar de la realidad.
Como en un viejo chiste popular que aconsejaba colocar una bolsa debajo del televisor durante el noticiero estelar, para recoger todos los alimentos que los reportes oficiales se ufanaban de haber producido, muchos cubanos de hoy quisieran habitar ese país de las primeras planas y de los editoriales internacionales. Esa nación que para muchos “ya cambió”, “ya se abrió al mundo” y que, sin embargo, todavía tiene bien hundidas sus piernas en el siglo xx.
La oposición cubana y el tren de los cambios
La oposición también se enfrenta a un nuevo escenario. En parte porque el eje de la atención ya no se ubica entre la Plaza de la Revolución y la Casa Blanca, dado que esos dos poderes han movido sus fichas. Ahora se espera un gesto de esa parte lastimada e ilegalizada de la sociedad que es la disidencia. Dentro de sus filas, algunos señalan la decisión de Obama como una “traición a los demócratas cubanos”, pero otros consideran el nuevo escenario como un terreno para ampliar sus influencias dentro de la población.
La visita de John Kerry a La Habana en agosto pasado dejó en evidencia esas profundas diferencias. A puertas cerradas y por más de una hora, el secretario de Estado norteamericano conversó con una decena de activistas de diferentes tendencias. Un gesto que desagradó al gobierno cubano y que recibió las críticas de quienes dentro de la oposición son contrarios a las conversaciones entre ambos gobiernos.
Desde el 17-d, los grupos disidentes se asemejan a unos viajeros que han estado en el andén por décadas, a la espera de poder echar a andar el tren de los cambios. Ahora, que la locomotora resopla y solo se mueve unos centímetros, surgen de sus bocas los cuestionamientos sobre la dirección que tomarán los vagones, la velocidad a la que viajará el convoy y la figura que dentro de la cabina principal conducirá a los pasajeros. Paralizados, algunos solo atinan a repetir que ese no es el tren que el país necesita y se niegan a tomarlo.
Otros, sin embargo, ven cada milímetro de movimiento como una oportunidad para subirse sobre la enorme mole de metal y de expectativas. Apuestan por influir desde dentro de su estructura en el derrotero, la velocidad y hasta la identidad del maquinista. “Se nos va a ir el tren si seguimos negando que se mueve”, refería hace unas semanas un disidente de amplia trayectoria, durante una conversación con un diplomático europeo.
En el interior de esa metafórica estación de ferrocarriles, a la que por momentos se asemeja el país, la mayoría de los clientes solo quiere salir hacia cualquier rumbo y de la mano del primer conductor que se atreva a destrabar los frenos. Los cubanos pusieron sus esperanzas en ese boleto de ida sin retorno que fue expedido a finales de 2014, pero hasta ahora no los ha llevado a ningún sitio. Pensaron que a estas alturas el viaje de las transformaciones debería estar avanzado y no ha sido así.
Ahora necesitan de líderes que los ayuden a confiar en que hay un camino más allá del castrismo, que el itinerario puede incluir un país próspero, seguro e inclusivo, sin que para ello deba derramarse sangre ni brotar el vacío de poder. La oposición cubana tiene los minutos contados para recoger esas expectativas y dejar de colocar en el centro de sus dilemas a Barack Obama o Raúl Castro, para centrarse entonces en el ciudadano. El silbato suena, el recorrido será largo.
Aunque la heroicidad de décadas de represión inviste a muchos de estos opositores de gran autoridad moral, también tendrán que hacer política. Convencer a la gente, atraer con sus programas y sumar adeptos, es el reto que tienen por delante. En medio de la censura bajo la que aún se mantienen los medios de difusión nacional y la férrea vigilancia de la Seguridad del Estado, la labor para lograr algo así será titánica, pero no imposible.
Mientras, en la privacidad de la academia, de los centros de investigación y de las propias estructuras gubernamentales, respiran agazapados otros posibles líderes del futuro. Ahora acatan, callan y aplauden, pero sus rostros estarán en las vallas electorales del mañana. No han padecido las largas noches de calabozo y encierro, pero tampoco tienen las manos manchadas con la sangre de los fusilamientos. En ellos, seres anónimos por el momento, muchos centran sus esperanzas de liderazgo de la Cuba que vendrá.
Una parte del aparato gubernamental tampoco debe sentirse muy a gusto con la nueva relación hacia Washington. Es probable que perciban la nueva política promovida por Barack Obama como un gesto que tiene más de “trampa” que de “buena voluntad”. Son aquellos que llaman a estar alertas, a prepararse para la más difícil de las batallas y tener especial cuidado con el Caballo de Troya de internet, las comunicaciones y el comercio que llegue desde el norte. Pero pocos quieren escucharlo.
El papa Francisco ha arribado justo en un momento de expectativas e incertidumbres. Ofició misa ante un pueblo que quiere cambios a corto plazo, no promesas de un paraíso en la distancia. Como mediador en la normalización de relaciones entre ambos países, ha contraído una responsabilidad por la que se le exigirán resultados. La liberación de los activistas presos y el fin del presidio político, son algunas de las demandas que ya le han hecho llegar desde la sociedad civil independiente.
La pluralidad de encuentros que haya sostenido Bergoglio y el reconocimiento que le brinde a la ilegalizada oposición, estarán bajo la lupa. Las fotos oficiales ya se conocen de antemano, la multitud en las plazas también puede predecirse, pero falta confirmar si entre la mitra y los uniformes verde olivo hay espacio para ese cubano excluido y censurado que ha perdido la fe en el futuro. ~
(La Habana, 1975) es periodista. Escribe el blog Generación y (desdecuba.com/generaciony), merecedor del premio Ortega y Gasset de Periodismo Digital en 2008.