La muerte de Osama Bin Laden

El mundo es un lujar mejor sin el terrorista saudí. Pero, tras el aplauso inicial por una operación arriesgada, abundan las interpretaciones interesadas y el cuestionamiento de la acción estadounidense. ¿Hizo bien EE. UU. al matar a Bin Laden?
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La muerte de Osama Bin Laden es una buena noticia. También es una buena noticia que, pese a que el terrorismo sigue siendo una amenaza, no haya habido grandes manifestaciones contra la ejecución del fundador de Al Qaeda, entre cuyas víctimas había más musulmanes que gente de cualquier otra confesión. La inmensa mayoría de la población musulmana está más interesada en defender sus derechos y mejorar sus condiciones de vida que en reivindicar la ideología de la yihad o denunciar los agravios de Occidente.

Al mismo tiempo, hay elementos profundamente incómodos: la ejecución extrajudicial de un enemigo desarmado, la intervención en un tercer país experto en el doble juego (del que EE. UU. debe estar cerca basándose en la máxima que recomienda tener a los enemigos más cerca que los amigos), el entierro en el mar, el delirio de la ceremonia islámica, la controversia de las fotografías y la histeria patriótica. Las contradicciones entre las diferentes versiones pueden ser una muestra de ese desasosiego, y son el testimonio paradójico de una ambición de transparencia que es más fuerte en EE. UU. que en muchos otros países. La operación es un éxito para Obama. Pero enseguida se han multiplicado las interpretaciones y todo el mundo ha arrimado el ascua de Osama a su sardina. Cheney aprovechó para reivindicar la práctica aberrante del ahogamiento simulado. Para otros, la operación demostraba que la inteligencia era el elemento básico en la lucha contra el terrorismo. El presidente del Comité de Asuntos Exteriores y Defensa del Parlamento de Israel, Saul Mofaz, dijo que la eliminación de Bin Laden prueba que EE. UU. ha adoptado la estrategia israelí del asesinato selectivo de líderes terroristas.

El abogado y jurista Alan Dershowitz denunció que quienes condenan los asesinatos selectivos de Israel se han quedado callados en este caso. En España, ha servido para refrescar el caso GAL, para reavivar las teorías conspirativas del 11-M, para que Llamazares se llevara un disgusto y para preguntarnos por lo que habría hecho el gobierno si George W. Bush hubiera ordenado que mataran a Bin Laden. Grupos de indios norteamericanos se han quejado de que en la operación se usara el nombre del caudillo apache “Gerónimo”: es un gran argumento para un relato de Sherman Alexie. En Europa, algunos han escrito que eso demuestra que los estadounidenses están llenos de prejuicios racistas y espíritu del Far West, y que Obama no es más que otro cowboy con el gatillo fácil. También es curiosa la reacción de la prensa: EE.UU. ha incurrido en graves contradicciones y exageraciones propagandísticas que ha debido desmentir, pero no tiene toda la culpa de que los periódicos se divirtieran recreando una acción sacada de las películas sobre Jason Bourne. Ahora sabemos que la operación encontró menos resistencia de la que se dijo al principio: estuvo mejor planeada (y fue menos sangrienta que muchas otras acciones contra el terrorismo), pero también fue menos épica y más fea de lo que se pensó en un primer momento.

Aunque al parecer el objetivo de la misión era capturar o matar a Bin Laden, la naturaleza y los riesgos de la operación hacían muy difícil que los SEAL detuvieran con vida al líder de Al Qaeda. Por otra parte, custodiarlo y juzgarlo presentaba numerosos problemas prácticos y jurídicos: significaba darle una tribuna y propaganda, multiplicar las oportunidades de que grupos terroristas cometieran secuestros pidiendo la liberación de Bin Laden, resolver legalmente una detención en un tercer país, con tremendas dificultades para juzgarlo y algunas pruebas extraídas de forma discutible (como se ha visto con Guantánamo, las chapuzas jurídicas son complicadas de resolver). Estas son solo consideraciones pragmáticas. Zapatero explicó que Bin Laden se lo había buscado: además de ser un asesino de masas y un enemigo declarado, el saudí quiso ser un símbolo –pronto sabremos más cosas sobre la capacidad organizativa que conservaba-, y su muerte también es la de un símbolo. Esa explicación tiene algo de verdad, pero también presenta el inconveniente de aceptar los términos del terrorista. No creo que, como dijo Obama, se haya “hecho justicia”, aunque las familias de las víctimas hayan sentido alivio. Es más bien un caso de razón de Estado. Obliga a la extraña contorsión de saltarse los principios para preservar los principios y es un camino lleno de riesgos, porque cuando haces una excepción a la norma creas un precedente peligroso. La operación estaba legitimada por la lógica de la guerra contra el terrorismo, y legalizada por la Autorización del Uso de la Fuerza Militar, aprobada por el Congreso en septiembre de 2001. Muchos de los planteamientos de esa guerra fueron erróneos, pero algunas críticas a la operación reflejan una ingenuidad interesada: a veces, da la sensación de que EE.UU. podía mandar un cartero a Abbottabad con una Vespa y una citación para el juzgado.

Prefiero que Obama admita que dio la orden de matarlo, y creo que la hipocresía que muestran las vacilaciones de su administración es mejor que el cinismo. Aunque siempre me sorprende la enternecedora preocupación por los derechos humanos y la presunción de inocencia de quienes solo se interesan por ellos si sirven para atacar a Occidente, comparto las dudas de muchos demócratas. Pero, con un escalofrío ocasional, creo que el gobierno estadounidense escogió la opción menos mala desde su punto de vista, y me alegro de que Bin Laden sea cosa del pasado.

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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