Después de aguantar la respiración bajo el agua durante tres minutos, escribir es una de las cosas más difíciles que se pueden hacer. Ésta es una de mis convicciones sobre la escritura. La otra es que mi relación con ella proviene de la infelicidad, mis libros derivan de la sensación de desgracia.
Yo empecé primero a escribir a los 17 años y lo dejé a los 18. En esos pocos meses publiqué relatos y artículos, y aquel no tan ingenuo cuento sobre Hemingway recibió un galardón. Era joven y no lo bastante infeliz, o quizás fuese un infeliz que no creía en lo que escribía. De cualquier manera, durante los siguientes veinte años fui muy dichoso leyendo. Sin embargo una noche, cuando ya creía que jamás me iba a enfrentar de nuevo con personajes turbios, inventados, regresé otra vez bajo la superficie.
Fue muy doloroso. Si no lo hubiera sido lo hubiese dejado de inmediato. Me habría parecido falso. Y no sólo falso, estúpido, absurdo. ¿Para qué volver al lugar del crimen al filo de los cuarenta si no era un empeño heroico? La escritura es un don perverso y maldito. Perverso porque se puede imitar. Maldito porque él mismo conspira contra ti: cuanta más experiencia, cuanto más sabes, menos opciones tienes a la hora de escribir. Yo sólo sabía que las yemas de los dedos me picaban, que la vida comenzaba a ser un molesto sarpullido.
Enseguida vi claro que tendría que escribir desde la pérdida y la rabia por el tiempo perdido. ¿Pero realmente lo había perdido? Tal vez no, dos décadas de barbecho llenan de ganas de cavar hondo. Mi poética no podía ser otra que la reinvención de mi identidad de persona que escribe, un cruce miserable entre Conrad y Proust con el pelaje inconfundible del isleño. Una odisea. A medida que regresaba a la isla que bien me nutrió supe que escribir a veces produce placer, dentro de la obsesión y la angustia por no hacerlo jamás todo lo bien que uno quisiera. Estaba aprendiendo otra vez que las palabras muerden. Que es necesario desechar una frase redonda o ingeniosa que entorpece el hilo del relato, un párrafo precioso que salta a la vista. Que narrar es omitir cosas (incluso cosas que aún no conoces, que puede que no llegues a conocer), y decidir qué omitir un grave dilema que se resuelve a base de intuición y trabajo. Que hay que olvidar todo lo que se ha escrito antes por cualquiera (sobre todo por uno mismo), que has de olvidarte de lo que crees que eres. Que has de transgredir tus propias reglas pues cada libro establece su intolerante decálogo. Que fuera hay alguien que te va a leer y que tenerlo espiando siempre sobre tu hombro es una garantía de que tratas con material sensible, humano. (¿Qué va a tener uno que escribirse a sí mismo?)
Mi primera novela me dejó sin fuelle. Había sido feliz escribiendo desde la herida y la rabia. Ahora no conseguía volver al spleen anterior. Ensayaba “temas”, como si fuese un compositor dodecafónico, temas que no continuaban. Había un título, “El apicultor de Bonaparte”. Necesité tiempo para saber qué tenía eso que ver conmigo, o contra mí. Escribí la novela, simulé que la había acabado. Pero luego, de nuevo ese vacío. Como si no hubiera escrito nada. Como si aquello fuese nuevamente el punto final. Cada libro es una muerte y los escritores gatos de muchas vidas que maullamos sobre los tejados de zinc de una ciudad ilusoria.
Ahora era infeliz cuando no escribía. Me gustaba escribir contra algo que creía fuera de mí pero seguramente me engañaba. La felicidad es un estado muy raro y la escritura una pesadilla borrosa que se sueña cada noche. Hay una alucinógena canción de los Beatles en la que John Lennon dice con su voz más segura: “Happiness is a warm gun”. La verdad, escribir es para mí dirigir ese arma caliente hacia tu pecho mientras aguantas la respiración bajo el agua tres minutos y fallas el tiro por muy poco. –
Noviembre de 2002
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