No es necesario ser teólogo para advertir que un “sacerdote pederasta” es un contrasentido, un individuo anticristiano, un pedestre y vil anticristo. El mandamiento esencial del cristianismo reza: “Amaos los unos a los otros.” En cuanto a los sacerdotes pederastas que han cobrado fama en nuestros días, cómodamente olvidan que amar a los otros significa primordialmente respetarlos.
Ahora que, según el periódico El País, la Real Academia Española (RAE) revisará la definición que incluye su diccionario (DRAE) de la palabra pederastia, sería bueno que lo hiciera con microscopio; es decir, de manera muy cuidadosa y sensible, no solamente para contemporizar con unos u otros, no solamente para actualizarla al “lenguaje moderno”.
Más allá de la pertinencia de modificar el DRAE a causa de la presión ejercida por parte de grupos homosexuales –que con toda razón exigen no ser identificados con una práctica que en la actualidad constituye un delito–, en este caso la decisión suena acertada además por razones, más que lingüísticas, etimológicas.
Como recuerda el diario español, pederastia proviene de las raíces paidôs, “del niño”, y erastês (derivado de eros), “amante”. Por tanto, fue inadecuado el sentido que la palabra adquirió históricamente en lenguas europeas, como la relación sexual entre dos hombres adultos (o entre un hombre y una mujer cuando incluía el coito anal, también llamado sodomía) que en el siglo XIX comenzó a ser llamada, acaso con mayor fortuna, homosexualidad.
En efecto, por lo menos en ciertos círculos de la Grecia antigua, se sabe que la pederastia fue una institución o un sistema educativo beneficioso. Eran a menudo los propios padres de un jovencito quienes confiaban su hijo como erômenos o “amado” a un hombre adulto de buena reputación que se convertía en el erastês o “amante”: le enseñaba su oficio, lo instruía sobre higiene y sexualidad, lo preparaba para el matrimonio y la vida responsable, etcétera. El pederasta era un preceptor, no alguien que abusara a escondidas de los niños.
Aprovechando la ocasión, convendría que la RAE revisara igualmente su primera definición de amor: “1. m. Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser.” No suena mal, pero esta acepción del amor justifica en parte no solamente la pederastia moderna sino cualquier violación sexual futura, pues algo que omite es que para el “otro ser” humano el “sentimiento intenso” del primero puede resultar una vulgar insolencia, cuando no un bestial atropello.
No sé por qué, esa visión del amor, más bien cercana a la dependencia, a la irracionalidad del deseo, me hizo recordar un fragmento de Sófocles: “Mejor me está beber sangre de toro que sufrir por más tiempo tal deshonra.”
– Emmanuel Noyola
es miembro de la redacción de Letras Libres, crítico gramatical y onironauta frustrado.