La presión de la Iglesia Católica sobre los españoles ha sido insoportable. Gobierno e Iglesia Católica, salvo escasísimos y breves momentos, fueron carne y uña. La Constitución de 1978 separó el poder terrenal del espiritual, y aflojó mucho la presión. Los acuerdos vigentes con el Estado permiten gozar a la Iglesia Católica de una situación de privilegio institucional respecto a otras religiones, como se evidencia en la declaración de Hacienda, donde tiene reservada una casilla para su financiación, o en el calendario festivo, marcado casi completamente por sus celebraciones, y le permiten mantener su extensa red educativa gracias a la “concertación”: paga el Estado y gestionan las órdenes religiosas, evitando algunos incordios muy molestos, como la incorporación a sus aulas de alumnos inmigrantes, que recalan casi en su totalidad en la escuela pública.
Ningún gobierno se ha enfrentado a la Iglesia Católica: de hecho, el de José Luis Rodríguez Zapatero, el más formalmente izquierdista de todos los de la democracia, le ha dado más dinero que los anteriores.
Ningún gobierno, y mucho menos con una crisis tan brutal, puede asumir la creación de escuelas e institutos de enseñanza media que consigan, tras acabar con la “concertación”, que se convertiría, como tendría que ser, en escuela de pago religiosa, incorporar a todos los alumnos que ahora educa la Iglesia Católica. Y me parece uno de los mayores fracasos de la política democrática española.
Por eso me dieron vueltas los ojos cuando escuché a Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI, el jueves por la mañana, nada más bajar del avión en Madrid y en las primeras frases de su primera alocución, hablar de forma destacada de la persecución de los católicos, como si acabara de aterrizar en un país hostil.
Más bien, quien se ha mostrado decididamente hostil con el poder político democrático, y con sus decisiones (la aprobación del matrimonio homosexual, la no nacida ley de la muerte digna o la retirada de los crucifijos de las aulas en los colegios públicos), ha sido la Iglesia Católica, en especial cuando ha sido gobernada por el cardenal Rouco Varela. Comprendo la hostilidad, porque el poder político toca algunos pilares fundamentales de sus creencias, aunque no sus privilegios, y me parece perfecto que la Iglesia Católica se manifieste contra lo que le parezca, como se manifiestan los detractores de la visita del Papa.
Lo que no me parecería tan perfecto, muy próximas ya las elecciones generales, es que el Partido Popular asumiera en su programa político los principios morales actuales de la Iglesia Católica. Religión y política deberían ser dos asuntos completamente diferentes, al menos en un país que ha conseguido, tras muchos siglos de confusión entre ambas, la separación.
(Zaragoza, 1968-Madrid, 2011) fue escritor. Mondadori publicó este año su novela póstuma Noche de los enamorados (2012) y este mes Xordica lanzará Todos los besos del mundo.