Hay ríos de gente con pancartas apoyando cada evento de la campaña de Trump. Personas mayores, jóvenes, empleadas, working-class, desempleadas, solteras; familias enteras, los niños, los padres, los abuelos. Personas comunes y corrientes, con mayor o menor educación, con mucho o poco dinero, que suman una cantidad alarmante de fanáticos del magnate. Hay millones de racistas, uno conscientes, otros probablemente no, entusiasmados de que por fin alguien los representa.
Si Trump fuera ficción y no una realidad escalofriante, podríamos pensar que es una metáfora de lo absurdo y aprovecharla para preguntarnos de qué manera, individual y grupalmente, seguimos reproduciendo mitos de legitimidad que hacen de la equidad una utopía; si acaso utilizamos las diferencias como pretexto para trazar distinciones imaginarias entre nosotros, que en el día a día engrandecen delirios de superioridad y encogen autoestimas (¿cuántos no hemos hecho del rechazo un diagnóstico de nosotros mismos y cuántas bajas autoestimas no se esconden en el rechazo al otro?).
Nos declaramos antirracistas e incluyentes, pero nos sorprenderíamos si hiciéramos un ejercicio muy interesante: el Test de Asociación Implícita, (llévelo, llévelo, también hay de género) un examen de asociación libre en el que uno debe relacionar imágenes, como rostros de personas, con categorías de todo tipo, a una velocidad que le impide al cerebro racionalizar. Los resultados suelen ser desagradables. Sirve para darnos una idea de los perjuicios que desde nuestra cultura racista se han entramado en nuestro cableado cerebral, incluso en contra de nuestra voluntad. Aprendiendo a identificar cuándo estamos siendo racistas sin saberlo podría ser una buena forma de empezar.
La raza viene del latín radius (rayo, en relación a la línea hereditaria) o ratio (valor relativo, usado en una clasificación de los animales). Se creía que las personas son inherentemente diferentes de acuerdo a su ascendencia, pero hoy sabemos que la raza es una categoría artificial. Es una construcción social que se ha usado como una justificación para el poder, el prestigio, la riqueza y su distribución; para configurar identidades que faciliten la manipulación. Trump no es una ficción con la que podemos dialogar como si se tratara de un personaje en una novela distópica. Lo que es una ficción son las respuestas que propone a problemas que son más bien fenómenos, como la inmigración. Es mucho más complejo que un poderoso racista, pero su primitivo discurso de la exclusión y los racistas que día a día salen del clóset para sumarse fervorosamente a su extremismo nos devuelven al terreno del racismo cotidiano. A la luz no de Trump (que de acuerdo especialistas es un psicópata narcisista), sino de ese brote multitudinario de racismo al otro lado y de que por fortuna las categorías sociales cambian, me parece que no sobra cuestionarse. No vaya a ser que estemos discriminando por tradición.
Es necesario crear comunidad, recuperar cierta tribalidad, pero, entonces, también es necesario estar dispuestos a cuestionar los bordes de esta colectividad.
Ante la diversidad, hace falta retar los prejuicios raciales que hemos internalizado –qué color de piel asociamos involuntariamente con lo bueno, lo bello, lo malo, lo feo, lo peligroso– que afectan nuestras decisiones –en qué barrio vivimos, con qué color de personas trabajamos, a quién contratamos, con quién andamos o nos relacionamos en general–. Hace falta retar también a los otros con contra-estereotipos, taladrar la lógica interna y validación externa de categorías irrelevantes para empezar a desprejuiciar, desbaratar poco a poco la idea inconsciente de que la diferencia amenaza.
Ciudad de México