La única casa de Le Corbusier en América Latina se construyó intercambiando cartas

La de la Casa Curutchet es la historia de una relación epistolar que logró traducir los deseos de modernidad de un cirujano argentino para darles forma de casa.
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La Plata es la capital de la provincia de Buenos Aires, la más grande de Argentina. Pero de imagen capitalina no tiene mucho. Los porteños se lo han robado todo: los grandes paseos, siglos de tradición arquitectónica europea, avenidas cosmopolitas donde las multitudes conversan en cafés de aires parisinos, aparadores que se prolongan por calles enteras, anuncios luminosos y grandes torres. Quien llega a la Plata encuentra una ciudad plana y meticulosamente ordenada. “Prolija” diría un argentino, como la fantasía de un urbanista que tiene que trazar una ciudad de cero y en su planicie marca plazas y diagonales a placer.

En el centro de la ciudad hay una catedral neogótica que no es tan gótica (comenzó a construirse en 1884, aunque fue restaurada y completada hasta 1999) y un museo de historia natural que es el  mayor conjunto de naturalezas muertas de Argentina: posee una colección aproximada de 3 millones de piezas, salas repletas de huesos, insectos y animales disecados de todo tipo. Un diplodocus preside el comité de extintos aunque, tal vez, el huésped más notorio del Museo de Ciencias Naturales de la Plata fuera un humano: el cacique Modesto Inacayal, indio patagónico capturado durante la Conquista del desierto, quien junto con once aborígenes más, entre ellos su esposa, fue llevado luego al museo por el explorador Perito Moreno. En las salas del museo pasaron sus últimos días el cacique y los suyos: ahí fueron estudiados, dibujados, fotografiados, observados, como piezas -¿vivas?- de la colección. Inacayal vio a los suyos morir y también vio cómo sus restos fueron colocados en las vitrinas de las salas. Tal vez comprendió el juego de la mirada moderna —ver y ser visto— con demasiada anticipación. El 24 de septiembre de 1888, el día de su muerte, el museo se convirtió también en su tumba.

Los pocos turistas que llegan a la Plata visitan, inevitablemente, el museo que cada día es más vetusto. A pocas cuadras de ahí hay otro edificio que parece no envejecer. Queda frente al número 320 del Bulevar 53. Ahí tampoco faltan los turistas que toman una foto de la fachada; algunos la dibujan en sus libretas, todos guardan la esperanza de poder entrar pues se trata de la única casa de Le Corbusier construida en América Latina: la Casa Curutchet. Realizada entre 1950 y 1954, la casa más moderna de la cuadra contiene los cinco puntos de la nueva arquitectura difundidos por el suizo a través su obra: una vivienda de planta libre elevada sobre pilotes; los muros exteriores liberados gracias a las ventanas horizontales que permiten al interior dialogar con el exterior; una terraza que es al mismo tiempo jardín, y la fachada libre. En conjunto, toda una lección de arquitectura moderna. La Casa Curutchet espera el mes de julio, cuando la Unesco de el anuncio oficial que la acredite —junto con otras 24 obras del arquitecto suizo esparcidas por el mundo— como Patrimonio de la Humanidad.  

Más allá de los detalles constructivos, la de la Casa Curutchet es la historia de una relación epistolar que logró traducir los deseos de modernidad de un cirujano argentino para darles forma de casa. Como si fuera un hijo, la casa tomó el apellido del padre: Pedro Domingo Curutchet, un médico cirujano que además de desarrollar técnicas de cirugía también diseñó instrumental quirúrgico. Cuando compró un terreno de 180 metros cuadrados en La Plata, el argentino contactó a Le Corbusier por carta, solicitándole la elaboración de una vivienda para él y su familia, en la que además daría consulta médica. Contra todos los pronósticos, el famoso arquitecto que ya trabajaba en proyectos importantes, accedió a diseñar la casa pues como comenta a su cliente en una de las tantas cartas enviadas en 1949: Vuestro programa: habitación de un médico, es extremadamente seductor (desde el punto de vista social)”. Pocos habrían aceptado el reto de trabajar a la distancia, sólo con papel de por medio[1]; hoy la conocida obsesión de Le Corbusier por documentarlo todo, por anotar y por guardar compulsivamente el apunte, por archivar cualquier documento, permite imaginar el proceso. A la distancia, al arquitecto y al médico no sólo los unía una casa, en el fondo los dos eran inventores: uno hacía máquinas para habitar mientras el otro diseñaba artefactos para operar. Ambos eran hijos de la era de la máquina. Ambos buscaban mejorar la vida del hombre.

Aunque los expertos aseguren que entrar a una obra de Le Corbusier es como ver una película en la que el recorrido se rige por el movimiento, lo cierto es que la casita blanca del Bulevar 53 demanda momentos para mantener la mirada quieta: los detalles constructivos, el ingenio de muchos de los acabados, los paisajes enmarcados tras los marcos de los ventanales, las sombras que proyecta el álamo que surge de los cimientos con la propia casa, el sonido del viento austral que se cuela por los huecos. Resulta difícil distinguir si existe un elemento más importante que otro en este complejo “estuche de la vida”. Al entrar uno queda maravillado con la rampa, pero luego es posible perderse con el detalle de su función, es decir, la manera en cómo la rampa conecta espacios. El parasol, usado para proteger de la luz del solar, también le otorga plasticidad a la fachada de la casa y enmarca lo que puede verse desde el interior. Espacios interiores y exteriores, sólidos y vacíos juegan por toda la construcción, la casa parece más grande de lo que es cuando se le recorre: todo en ese lugar es equilibrio y todo lo que ahí se materializó fue, increíblemente, esbozado primero en carta.

Es fácil imaginarse a Le Corbusier en esta terraza ejercitándose. Pero luego uno recuerda que Le Corbusier no conoció la casa que diseñó para el cirujano.[2] Entonces, el genio del arquitecto puede trasladarse al del médico que quiso habitar en una máquina moderna, aunque luego eso le costara la visita asidua de los interesados en la obra del suizo (estudiantes, turistas); la molestia de la luz solar que irrumpía en la casa (Curutchet se negaba a ponerle cortinas a las ventanas, tapar un ventanal de Le Corbusier era un crimen, casi como tapar un lienzo); e incluso ser visto por los curiosos desde el exterior. A los pocos años de habitar la casa, el cirujano y su familia se mudaron a Lobería.

Es posible que en algún momento el médico se sintiera como alguna vez lo hizo el Cacique Inacayal: observado, separado del exterior por el cristal de una vitrina, viviendo en una casa-museo. Al parecer, en la Plata las modernidades llegaron para traslaparse y generar paradojas: la modernidad de meter indios a los museos, de querer habitar en máquinas, esa modernidad que se extiende como un juego de miradas: ver y ser visto.

 


[1]Amancio Williams, arquitecto argentino y discípulo de Le Corbusier, fue el encargado de la obra.

[2]Durante una estadía en Argentina, entre octubre y noviembre de 1929, Le Corbusier visitó La Plata por única ocasión. 

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Maestra en historiografía e historiadora de la arquitectura.


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