La toma aérea era melodramática. Una casa pequeña al centro de un foso de tierra excavada de diecisiete metros de diámetro y diez metros de profundidad en una manzana lista para recibir los cimientos de un futuro centro comercial. Alrededor, edificios. En la azotea de la vivienda, una bandera china. Doscientas setenta viviendas ya habían sido demolidas en la misma manzana, faltaba sólo esta. Le decían “la casa clavo de Chongqing”. La imagen abarrotó la prensa internacional, los propietarios Wu Ping y Yang Wu se volvieron famosos. Luego de tres años de negarse a ser desalojados, los dueños cedieron a las presiones, tanto de los constructores como del gobierno, y fueron reubicados en una vivienda de similar tamaño en el distrito de Shapingba, a las afueras de la ciudad. Al día siguiente la vivienda fue demolida. El orden establecido siguió su curso. El gesto de los propietarios dejaba la misma sensación de heroísmo desesperado e inútil que la de aquel hombre que intentaba detener a los tanques cerca de Tiananmén en 1989. La impotencia de estos actos hace evidente que cuando China se propone dar cualquier gran salto hacia adelante no hay quien se lo impida. Lo han ensayado por milenios. Lo seguirán haciendo.
Los planes urbanos y las intervenciones arquitectónicas chinos han estado siempre ligados a la verticalidad del poder. Existe una continuidad histórica entre la creación de la Ciudad Prohibida, la remodelación de la plaza Tiananmén por Mao Zedong y la construcción de los actuales rascacielos y estadios. Son planes que van más allá de la creación de espacios para la convivencia cívica: la arquitectura se reduce a un mero símbolo, su finalidad es la demostración del poder implacable aunado a una asimilación de la modernidad que sería impensable en cualquier país occidental. El desarrollo urbanorregional de China a principios del siglo XXI es quizá el mayor experimento poblacional de la historia humana. Las estadísticas son abrumadoras. China consume el 54.7% de la producción mundial de concreto y el 36.1% de la producción de acero. En los próximos veinte años doscientos millones de campesinos emigrarán a las ciudades. Tres aglomeraciones urbanas, el Delta del Río de las Perlas, el Delta del Yangtsé y el área Pekín-Tianjin-Tangshan, concentran más de 120 millones de habitantes. Sólo en Shanghái existen 2,800 rascacielos de más de dieciocho niveles y se encuentran otros dos mil en proyecto. Además, el nuevo hipercapitalismo comunista desborda energía y está ansioso por apantallar al mundo a cualquier costo. Todo se vale y todo está por hacerse. Es decir, es el paraíso de los arquitectos globales.
Rem Koolhaas se negó a participar en el concurso de reconstrucción del World Trade Center de Nueva York argumentando que se intentaba crear un monumento autocompasivo a escala estalinista; sin embargo, por las mismas fechas, hizo todo lo posible para ganar el proyecto del edificio de la CCTV, la Televisión Central China. Koolhaas, divertido, alguna vez mencionó que la decisión la tomó cuando leyó una galleta de la fortuna que decía: “Soberbios Omnipresentes Maestros hacen de la memoria carne molida.” Un guiño profético a lo que sucedió eventualmente: Daniel Libeskind ganó el proyecto de la Freedom Tower y al poco tiempo David Childs y su despacho SOM se lo arrebató. Actualmente, Koolhaas está por terminar el paradigmático rascacielos de la CCTV, al tiempo que la Freedom Tower aún se encuentra en cimientos. Al parecer fue una buena elección, benditas galletas de la fortuna. Mientras en Nueva York un proyecto puede tardar años en ser discutido, consultado con decenas de entidades, replanteado y autorizado, en China todo se hace sobre la marcha, con velocidad, abundancia de mano de obra y la ansiedad de nunca saber quién está dirigiendo la orquesta. Como lo resume Juan Carlos Sancho, arquitecto español con varios proyectos en China, hay cuatro premisas básicas que hay que entender para trabajar allá: no existen modelos estéticos, no hay procesos ni proyectuales ni reales, no hay sistemas identificables y no hay situaciones estables. Cada quien es responsable de descifrar los códigos. Eso sí, la máquina no para. Tampoco espera.
De esta manera, la experimentación formal y las proezas tecnológicas en la arquitectura han aparecido con total libertad: el Estadio Olímpico de Pekín de Herzog & De Meuron, el Aeropuerto de Pekín de Norman Foster, el Cubo de Agua de PTW, el Teatro Nacional de Paul Andreu, el World Financial Center de Shanghái de KPF, etc. Todas estas son obras que no podrían existir en otro país con un sistema de producción distinto. Reflejan la grandilocuencia de su tiempo. Sin embargo, dentro de toda la vorágine se percibe algo de ceguera, algo de espejismo chino. Ian Buruma es preciso: “Es difícil imaginar en los años setenta a un arquitecto europeo famoso proyectando una estación televisiva para el régimen de Pinochet sin perder toda su credibilidad. ¿Por qué entonces hacerlo hoy en China se ve bien?” Es verdad. ¿Tan cínicos nos hemos vuelto? ¿Alguien recuerda Tiananmén? ¿A alguien le importa? El Nuevo Oriente se asemeja al Viejo Oeste: todos han llegado a probar fortuna a una tierra sin ley; deben saber maniobrar entre la especulación y la corrupción, aprovechar las oportunidades, apostar con todo y tener muy presente que la casa siempre gana.
El entusiasmo es contagioso. El aprendizaje también. Esta política de puertas abiertas ha sido provechosa en otro sentido: ha provocado que las propuestas arquitectónicas más interesantes provengan de arquitectos chinos que comienzan a tener proyección mundial con encargos más bien modestos, como por ejemplo, Liu Jiakun, creador del Museo de Escultura Luyeyuan de Xinmin, y Yung Ho Chang, director del Atelier FCJZ, que retoman ciertos elementos de la arquitectura tradicional china, como los patios, los espacios de transición, la superposición entre interiores y exteriores, para abstraerlos y crear una arquitectura contemporánea sobria, ligada al paisaje. O también Ai Wei Wei, personaje multifacético que fue colaborador de Herzog & De Meuron en el Estadio Olímpico, cuyas obras son intervenciones puntuales insertadas en el paisaje y que ha reunido a varios arquitectos de todo el mundo para hacer pequeñas intervenciones aisladas en el Parque de Arquitectura de Jinhua. Curiosamente, ese es otro tema recurrente en los nuevos experimentos chinos: hacer recopilaciones de arquitectos reconocidos y ponerlos a todos juntos con mayor o menor fortuna. El más conocido es la Comuna de la Muralla China, irónicamente, un conjunto de doce villas privadas diseñadas por doce arquitectos asiáticos. Una colección privada de arquitectura con vistas a la Muralla China. Pinceladas exquisitas para los nuevos ricos chinos.
Sin embargo, la fuerza se encuentra en otros lados, en la presa de las Tres Gargantas, por ejemplo, o en las aglomeraciones urbanas, caóticas, incomprensibles, poseedoras de una energía que en Occidente aún no terminamos de asimilar. Quizás estamos ante la transformación radical de las formas de convivencia humana, la convivencia posturbana. Sólo nos queda observar estupefactos o participar sin tener una idea clara de lo que está sucediendo, como se pregunta Rem Koolhaas: “¿Tenemos derecho a hacer todo este trabajo a esta escala tan grande sin tener siquiera una opinión acerca de cómo debería ser el mundo? Y sin embargo, ¿tenemos tiempo para hacer un manifiesto? No lo sé.” ~