Cuando de niño, no sé bien el porqué, no bebía agua. O quiero decir que no me recuerdo en ello. El agua para mí: eso incoloro, inodoro e insípido (tibio en vaso de plástico con popote integrado), para el final de la comida. Y aún así. En todo caso sí que recuerdo, empapando la década de los ochenta y más atrás, a los coloridos polvos “radioactivos” de grandes nombres: Perk, Tang, Kool-Aid, para pintar por dentro todos los riñones. Me acuerdo que mis amigas los ocuparían tiempo después para pintar sus spikes e ir al Tianguis del Chopo con sus mohawk espectaculares. Luego vino el Nestea, el elixir para gente grande, y que para mis primos y amigos significaba lo mismo que tomar un Canada Dry-Ginger Ale, el refresco reservado a los adultos. Cada vez que uno abría esa lata del polvo para preparar la bebida como té sabor limón (una nube que parecía estar siempre flotando sobre nuestras molleras), el polvo se colaba por la nariz hasta emparentarse con nuestros pulmones, afiliarse al córtex, terminar como parte de nuestro código genético. Y bueno, ya ni decir de las amadas y odiadas Coca-Colas (la chica, una especie de cliché de lo mejor, la familiar de vidrio, la de dos litros, la de dos litros y medio, la de tres litros y tres y medio (¿invento?), y todas la que habrán de venir, de 25 o 50 litros, de 95 litros y medio para bautizos, quince años, bodas, divorcios y funerales.
¿Qué me dice entonces, amigo, de poner mejor un tinaco de refresco en casa para olvidar de una vez por todas (perdón Boing perdón, Del Valle perdón, Soldado de Chocolate, Jarochito de Veracruz, O Rey de Oaxaca, mi Yoli de Limón, perdón, mi Sangría Señorial, mi Casera, mi Chaparrita perdónenme pero lo tengo que decir), acribillar a las Aguas Frescas, exiliarlas de la Nación? ¡Para que nadie más las tenga en mente, al fin ya son muy pocos los que las recuerdan! ¿No le parece? Porque a estas alturas me pregunto, parece mentira: ¿dónde quedó el gran sabor de nuestra cultura líquida? ¿En la sequedad de nuestras carteras, en la mentada terquedad del entendimiento, ahí donde va a dar todo lo que bota la clase media sin sed conocimiento? No lo sé. ¿En dónde ese gusto por el agua natural, el pozo desnudo (sin aditivos o conservadores, efervescencias, picazones), esa agua quieta, callada, blanda, que se bebe a sorbitos, en calma? Pues no lo sé. Y apenas digo no lo sé, me viene a la cabeza Antonio Porchia. Porque creo que las Aguas Frescas se parecen a algunas enseñanzas de su Voces maravillosas, un deber ser: “Arrancamos a la vida la vida, para con ella, verla.” “Las pequeñeces son lo eterno y lo demás, todo lo demás, lo breve, lo muy breve.” Me acuerdo también de una Greguería de Gómez de la Serna: “El amor nace del deseo repentino de hacer eterno lo pasajero.” Y pues: ¿en dónde por fin, esa agua no para apagar la sed sino para poco a poco agruparse, hacerse uno con el México Profundo? ¡Y luego además de ese bautizo increíble! Agua Fresca: el más lindo pleonasmo de la comida mexicana.
Agua Fresca de Naranja, de Jamaica, Horchata, Guayaba, Guanábana, Lima, Limón solita o con su Chía, Mango, Papaya, Melón, Sandía (¿será la vieja del otro día?), Piña, Tejocote, de Nanche (Nance o Changunga como se le dice en Jalisco), de Tejocote, de Coco (y hay de la planta del Coco y se llama Tuba), de Tamarindo, de Chaya, de Zapote, en esos vitroleros magníficos como si fueran vivos, sudando frío cuan gordos son, sitiados en su sabiduría altiva, rodeado de moscas, de abejas, de mirones con la boca seca. O bien toda esa gama de bebidas de Mesoamericana que tienen que ver con el puro Maíz y sus temperamentales acompañantes (Anís, Pimienta o Chile, Jengibre, Canela, Cacao desde luego, Canela, Vainilla, tantos más), energéticos como el diablo y de nombres hermosos como el de Tejuino, el Pinole, el Tejate, el Chilate, el Tazcalate, hasta el Chocolate frío (el Chocomil como le dicen miles), largo, espumoso, ya sea en el vaso cónico de vidrio (¿icónico), de película gabacha, o en los metálicos de color rosa, rojillos, azulados, salidos ambos del flaco Osterizer de color verde, Deus ex machina color verde pistache, verde bajito (¿lo recuerdas?), muy mono ahí quietecito en la trapeada limpieza de los puestos de los mercados, de un verde distinto al de las casas con piso de tierra y techo de palma, a un costado del camino en el sureste, que repelen a sus hombres y mujeres a los dinteles a platicar, a darle una vuelta más al tema consabido, por las mil y una noches en las costas húmedas del verano mexicano. Sus hijos en el patio con su licuado en la mano, esos licuados que se perpetran cuando flagelan los mosquitos, para matar el tedio, la calor cuando éramos chiquitos, que se levantan con harto hielo y el sabor, de todo lo verde y lo amarillo, todo lo rojo, multicolor que nos regala Natura sin abrir la boca. Abierta nuestra boca eso sí por la Alfalfa y el Betabel, la Ciruela, el Capulín, la Chirimoya (¿Le ponemos Pingüica o Pitahaya aunque manche el mantel?). ¿O ya de plano nos pasamos al abominable mundo de las Nieves (de carrito como las vendiera Hermenegildo Bustos), de las Paletas Heladas en el kiosco de Tlacotalpan (¡Percheronas de Mamey, Pistache, Arroz con Leche!), los Esquimos, las Congeladas de Rompope, las Champolas en una Plaza de Campeche? ¿A dónde va mi amigo? ¿De Agua o de Leche? ¿A poco ya le dio sed?
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Escritor, editor y promotor cultural. Ha publicado 8 libros, entre ellos Zopencos (2013), Yendo (2014) y Sayonara (2015). Es propietario de Hostería La Bota.