Una “cumbre” de presidentes es, por definición, un transitorio acercamiento legal que borra las fronteras y legitima la igualdad inter pares. Ágora olímpica, allí los puntos de vista tienden a airearse, atenuarse y confluir: se buscan los consensos y los acuerdos que son la esencia de la diplomacia. Es de suponer que este régimen de destitución simbólica de las diferencias mucho sobrevoló en la puesta en escena de Trinidad y Tobago. Las dos grandes vertientes de las Américas, la de Estados Unidos y la de América Latina, con un contencioso infinito a sus espaldas, llegaban a la cita mayormente arropadas por ese renacimiento de la utopía que es síntoma de los momentos de cambio. Una utopía que la lengua inglesa, en su etimología de la palabra, entiende como algo a la vez visionario e impracticable, y que en su versión del otro lado del Río Bravo tiende ahora a desplazar a la libertad política en beneficio de una hipotética igualdad social. Unas utopías, en todo caso, que a partir de sus significados polivalentes siempre portan en sus proyectos una dosis de desinteligencia latente: quieren decir demasiadas cosas distintas para demasiada gente.
Pero en Trinidad y Tobago los grandes protagonistas apersonaban una representación singular de las Américas. No era sólo que Estados Unidos y su flamante presidente llegaran animados por la pretensión de clausurar los recientes años de plomo que tanto han denigrado a una filosofía de los orígenes fundadores tenida por incólume y genuina fuente inspiradora. No era sólo que una buena parte de los cabezas de gobierno de América Latina encarnaran, palabra más o palabra menos, una corriente política situada a la izquierda del espectro ideológico y a cambiantes distancias del populismo. No. Había algo más y merecedor de más destaque. Allí los poderosos, los que detentaban el mandato de la polis política o se arrogaban la representación de la conciencia de muchos, tenían unas señas de identidad similares. Eran en gran medida mestizos; es decir, hijos de padres de diferentes razas. Zambos, mulatos, oscuros, morenos y, por supuesto, blancos descendientes de la profusa emigración europea. Y algunos provenían de estamentos sociales igualmente impuros: un ex metalúrgico, la hija de un perseguido por una dictadura, un ex líder cocalero de sangre indígena, un oficial de las fuerzas armadas, un ex guerrillero. La condición de continente bastardo ganaba el centro de la escena. Algo así como la consagración de un entrecruzamiento. Y, como telón de fondo, el reiterado y fatídico deux ex machina de todos conocido: el nuevo desorden mundial. ¿Otra crisis cíclica del capitalismo? ¿Derrumbe de un sistema? ¿Amanecer de un modelo?
De pronto, en el escenario, cuando ya casi hacían su mutis los protagonistas, un golpe teatral: Hugo Chávez se acerca a Barack Obama y le entrega un libro de regalo. Se produce entonces un anticlímax en ese microcosmo de las formas que controlan el mundo de las emociones. Sorpresa doble: por quien entregaba el regalo (el coronel Chávez) y por tratarse justamente de un libro (un tesoro enterrado al que basta abrir para que exhiba sus riquezas). Por un lado, un militar y un libro constituyen, sobre todo en el ámbito de irradiación hispanoamericano, una alianza bizarra. Por otro, y metafóricamente hablando, adentrarse en un libro implica algo así como el regreso de un exilio: el acto de leer suscita y reclama un re-conocimiento de lo Otro y de los Otros. El coup de théâtre llegó para añadir un acto no escrito a la obra que se escenificaba en la “cumbre”; y, también, para comentarla críticamente, como si de un distanciamiento brechtiano se tratara.
Veamos. Que el libro en cuestión fuera Las venas abiertas de América Latina instrumentó, en efecto, una cifra –un compendio que resume en sí lo que se expresa– acerca del pasado y del posible futuro que parecía dirimirse en ese presente de la “cumbre” presidencial. Es que en ese libro (que se publicó en el remoto 1971 y al que numerosos anexos se han sumado para actualizar su argumentación central en las ediciones posteriores) discurre un texto que se ha mimetizado con una identidad y una antropología de recalcitrante retórica una y otra: allí se narra, con indiscriminado énfasis lapidario, esa mitológica letanía del saqueo y la consiguiente pobreza nativa que, a lo largo de cinco siglos, habrían acabado por hacer de América Latina una geografía del expolio y la frustración. Es, como dijo alguien, la asombrosa réplica insípida, extraviada en los climas tropicales y subtropicales, de un clásico francés, Justine ou les infortunes de la vertu, donde la agonista es sistemáticamente violada por un monstruo de apetitos feroces. Así, en un ambiente –el de la “cumbre”– en el que se habría respirado el aliento de una utopía que inexorablemente apunta hacia adelante, hacia el cielo prometido, Las venas abiertas de América Latina y Hugo Chávez presentaban una utopía póstuma, vuelta del revés, y postulaban que la creación satisfactoria del continente sólo es posible a partir de la gesta heroica que conducen los libertadores pasados y presentes (del cura Hidalgo al general Sandino, de Zapata al Che Guevara, de Fidel Castro al mismísimo Chávez) en tanto reencarnaciones sucesivas de una cadena histórica cuyo origen se remontaría a Simón Bolívar. Una endiosada idea unilateral y retinta de la historia y de lo porvenir ajena, en términos generales, y por ejemplo, al desarrollo histórico del gigantesco Brasil, y, en términos particulares, al pensamiento de Obama, el deliberado destinatario del regalo. En efecto, en Dreams from my father (1995), título que tiene por tema la continuidad entre las generaciones de los hombres de su familia, Obama asegura que para él sus ascendientes por vía paterna, los negros llegados de Kenia, forman parte de un noble legado ya prehistórico que se ha ido dejando atrás y superando de más en más. A tenor de estas diversas interpretaciones de sus ancestros que suministran los involucrados en el famoso regalo, si Chávez se intoxica con la historia, Obama aspira a oxigenarla.
Y si de superaciones históricas se trata, que es a lo que está abocada con vocación sublime toda utopía, la reunión de tanto mestizo que tuvo lugar en Trinidad y Tobago –of all places, ciertamente– verificó que en el hogaño de las Américas del nuevo milenio están en trance de morir los viejos prejuicios de antaño. No se trata, al cabo, de una novedad radical. Es oportuno dejar constancia, ante los recelos excesivos o los entusiasmos triunfalistas que puedan despertarse, de que las Américas son desde muy larga data tierras esencialmente híbridas.
– Danubio Torres Fierro
P.D. Ignoro si se conoce que el autor de Las venas abiertas de América Latina, el uruguayo Eduardo Galeano, cuyo primer apellido es Hughes, y cuyos ojos son debidamente azules, fue distinguido tiempo atrás como ciudadano ilustre del Mercosur. A esa unión regional pretende acceder la Venezuela de Hugo Chávez a pesar de que el año pasado atizó una guerra en los países aledaños. ¿Serán estos unos pasos más hacia el cumplimiento de los sueños abarcadores que legó el fundador Simón Bolívar?
(Rocha, Uruguay, 1947) es escritor y fue redactor de Plural. En 2007 publicó la antología Octavio Paz en España, 1937 (FCE).