Las caras de la fe

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Una de las fantasías de quien llega a Jerusalén es pensar que, más tarde o más temprano, será presa de un ataque de ascetismo. Otra es creer que al ataque sobreviene la revelación. Por fin entenderá por qué algunas musulmanas se cubren el rostro con shador y lentes Gucci. Por qué las judías ortodoxas, una vez casadas, ocultan el pelo (símbolo erótico) precisamente con pelo (una peluca). Mi transfiguración comenzó un poco antes de llegar a Israel, lugar donde fui invitada a dar un curso y una serie de conferencias. El vuelo había sido larguísimo y, salvo la salutación masiva que un grupo de
     religiosos hizo a las seis de la mañana frente a la cabina, sin incidentes. De pronto, una voz anuncia que hemos comenzado el descenso; una mujer de minifalda entra al baño, se encierra, la azafata le advierte que debe salir, ella no sale, seguimos descendiendo y por fin, luego de veinte minutos, surge enfundada en una bata gris, cubierta con mascada y velo: Luisa Lane en traje de carácter a punto de aterrizar en Tel-Aviv.
     Esto se conoce como el "efecto Jerusalén". En su modalidad más amplia consiste en el impulso a darse explicaciones sobre aspectos naturales que a uno le parecen desquiciados. En su versión
     modesta quizá no sea más que una compañía, una fórmula de viaje. La garantía de que una tierra que es promesa no puede defraudarnos. Las consecuencias de verse poseído por el "efecto Jerusalén" son fatales y lo son por una razón muy clara. Según los cabalistas, Jerusalén es, más que una ciudad, un libro en el que toda significación es acertada. Así que uno tiene la misma cantidad de argumentos para pensar que lo que ve y oye es absurdo que para pensar lo contrario. El drama se agrava cuando uno descubre que el lobby de su hotel se ha vuelto el punto de reunión de ciertos religiosos que debaten aspectos como el siguiente: "¿Se deben cometer los actos más infames para acelerar la venida del Mesías, o son éstos el resultado del castigo por fundar el Estado de Israel en Tierra Santa?" El criterio cabalístico de una ciudad-libro donde no cabe el azar se vuelve aún más complejo cuando uno descubre que los hijos de los religiosos ortodoxos no hacen el servicio militar, ni van al ejército durante tres años, como el resto de la población.
     Como en Jerusalén no hay un Dios, sino varios, y como cada uno de ellos asegura la salvación si sus fieles se comprometen generación por generación a ejecutar un rito, casi no hay acción que no esté sometida a un protocolo, desde prohibir la utilización de energía eléctrica en el shabat hasta permitir el uso de elevadores programados. Siempre que no se oprima un botón se guardará el precepto. Esto es: se puede tomar café tibio si éste sale de un aparato de baterías al bajar una palanca. No se puede cocinar en shabat (el rabino viene los viernes a poner unos sellos en la estufa), pero se puede calentar comida en una plancha que ha sido encendida antes de que aparezca la primera estrella.
     A veces las cosas no son tan claras. "¿Cómo preparas el té, Josef?" pregunta un religioso ortodoxo a otro. "Primero vierto el agua, luego el azúcar". "¿Y por qué no a la inversa?" El aludido responde con grave gesto: "Si pones el azúcar primero es como si cocinaras en shabat."
     En materia teológica no hay ritual que se ejecute sin riesgo. Pude darme cuenta de esta verdad desde que el conductor del taxi me dejó en el hotel Park Plaza. Durante casi dos meses fui la única huésped, a excepción de las familias de religiosos que pasaban ahí el shabat. Una tarde de lunes particularmente desoladora me acerqué a conversar con Yamal, el empleado musulmán de la recepción que se deshacía en atenciones. "¿Siempre es así?", pregunté, señalando el hotel desierto. "¡Qué va!", me respondió, alegre de evocar tiempos mejores. "Antes esto estaba lleno de peregrinos cristianos. Los veías comprando el kit de los Santos Lugares: una botellita de agua, otra de arena y un rosario hecho con semillas de aceitunas del huerto de Getsemaní". Pero los tours a Tierra Santa se habían suspendido. "La fe tiene límites", me explicó.
     Quizá la característica más significativa del efecto Jerusalén es la incapacidad de distinguir esos límites. Alguien me dirá, por ejemplo, que no puede ofenderse a un Dios ajeno. Yo pienso lo contrario. Un día, después del desayuno, quise llevarme la taza de café a mi cuarto. Me explicaron que no podía hacerlo porque la vajilla en la que tomaba café era la de lácteos y al bajarla se mezclaría con la de carnes. Cuando solicité una taza de la otra vajilla para subir el café me dijeron que eso tampoco era posible: no podían traerme la taza de la vajilla de carnes estando ahí la de lácteos. Opté por una solución práctica: subí la taza a escondidas.
     Toda la mañana, mientras bebía, tuve la sensación de ofender a alguien impreciso. Es el café que peor me ha sabido en la vida. –

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