Los nombres de los partidos políticos españoles suelen indicar lo contrario de lo que son. Ya en los años noventa se bromeaba con la cantidad de letras que el PSOE tendría que eliminar de sus siglas: la s de socialista, la o de obrero, la e de español y quizá ahora, si a algunas fuerzas les sale bien, la p de partido. El Partido Popular tiene poco de popular: representa básicamente una coalición de funcionarios y pensionistas. Ciudadanos surgió como una iniciativa cívica y ha atraído a profesionales competentes, pero una de sus carencias es su falta de articulación en un nivel más local: se llaman Ciudadanos pero tiene imagen de tecnócratas. Podemos, que ha mantenido un núcleo más impermeable y cerrado, sí ha sabido aliarse con otros movimientos sociales, pero también es aspiracional el nombre de Unidos Podemos, una coalición tan variopinta que se podría pensar que solo si pueden seguirán unidos.
La formación liderada por Iglesias es la que convive mejor con las contradicciones. En el spot de la campaña electoral, se proponía que todo iba a cambiar: esta vez, no ganarían “los de siempre”, sean quienes sean. Pero, decía una voz, al margen de eso, las cosas seguían más o menos igual: no había que inquietarse. Podemos lleva meses hablando de la nación, reivindicando términos como patria. Esa especie de revival de un nacionalismo español anestesiado convive con la alianza con los nacionalismos periféricos que nunca duermen: son nacionalistas de todas las naciones. El lema de la coalición en toda España es “La sonrisa de un país”, pero en Cataluña es “La sonrisa de los pueblos”.
Señalar la alianza con el Partido Comunista, partidario de la salida del euro, es sacar a pasear un fantasma de la guerra fría, excepto, naturalmente, cuando lo hacen ellos: en ese caso, ser comunista es un motivo de orgullo. La reciente vocación socialdemócrata del partido convive con la alianza con Izquierda Unida y la reivindicación de líderes veteranos que siempre vieron la socialdemocracia como una traición a los ideales de la izquierda y que hicieron lo posible por debilitarla. El discurso de la cal viva y la aspiración a sustituir al PSOE pasan a un segundo plano, frente a la mano tendida y el consejo de “no confundir al adversario”. La defensa de un distinto modelo productivo va acompañada de cálculos fantasiosos y desdén por la macroeconomía. Las visiones de Izquierda Unida y Podemos tampoco son idénticas.
En una conferencia en la Universidad de Zaragoza Pablo Iglesias hablaba de la necesidad de “cabalgar contradicciones”. La financiación iraní a su programa de televisión era como el tren que los alemanes pusieron a Lenin. Se podría ver como un ejemplo de reinserción social que el enemigo de la globalización presente su programa en un catálogo de Ikea, que el crítico de la democracia liberal cite como ejemplos en los debates al Reino Unido y Estados Unidos o que el espectador emocionado de Pontecorvo defienda que el futuro de España es Dinamarca circa 1970.
Durante mucho tiempo la izquierda a la izquierda del PSOE ha sido melancólica y anacrónica: decía José Antonio Labordeta (cuya imagen han usado con poca elegancia en el catálogo de Ikea) que su verdadero partido era la izquierda depresiva aragonesa. Uno de los méritos de Iglesias y Errejón ha sido acabar con ese elemento melancólico. Lo están haciendo con un gran talento para aprovechar los cambios generacionales y los errores de los otros. Son hábiles para la comunicación política. En ese terreno, tienen además la clave para comportarse como un genio: que los demás piensen que lo eres.
Aun así, es curioso que esas paradojas no les pasen factura. El mensaje de Podemos es tan ambiguo y contradictorio que no se sabe bien qué cuentas se les podrá pedir después.
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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).