Hay escaleras hermosas. Una, por ejemplo, es la del Colegio de Minerรญa. Pero otras son horribles: esas por donde llegan a sรณrdidas alcobas los desesperados.
Existen, verbigracia en Los รngeles, por Main Street, hoteles sombrรญos cuyas escaleras interiores parecen llevar a cuevas siniestras, donde la soledad, bajo una lรกmpara opaca y amarilla, ciรฑe las almas de los huรฉspedes. Hay una puerta abajo con los vidrios sucios, y luego los peldaรฑos grises, con huellas de pasos sin esperanza y cigarros apagados. La gente –un negro, un chino, un mexicano, una mujer morena o una rubia apagada– asciende casi con odio, casi con dolor, casi ausente de lo humano, casi como un bulto de rencores, casi…
En รmsterdam, las escaleras tambiรฉn son tristes. Pero no tanto. Escaleras de hoteles de marinos, olorosos a brea y a ginebra, a tabaco plebeyo y amores descompues-tos. En Parรญs, huelen a jabรณn barato y a madera hรบmeda. En Mรฉxico, a trapo mojado y a pasiรณn desvanecida. Pobres escaleras.
Y, sin embargo, los novelistas no se fijan en ellas ni dedican una lรญnea a su madera fatigada. Pero los personajes de las novelas y de la vida han de subirlas. Tambiรฉn los mismos novelistas.
Graham Greene se refiere a una escalera donde un peldaรฑo cruje. Pero nada mรกs. Algunos autores de novelas policiales las aluden con tenue sombra de misterio; las rechazan luego.
A pesar de todo, las escaleras suelen ser personajes importantes. Una novela, segรบn se sabe, hubiera enriquecido la substancia si el autor hubiera tenido mayor cuidado con las escaleras.
Casi todas las escaleras tristes son de madera: gimen bajo el peso de los seres. Casi todas las bellas, en cambio, son de piedra y alcanzan un prรฉstamo romรกntico.
Lo mismo hay, por cierto, melancรณlicas y sucias escaleras de piedra. En Roma, en las viejas casas de Mรฉxico, en Montparnasse, en Cuernavaca, en Valparaรญso y en Helsinki.
Pero la literatura prefiere escaleras de nulo o dudoso prestigio.
Y no deja de ser un olvido.
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Si el lector me atribuye el ensayo anterior, me hace un honor. Fue mรญo mientras lo leรญa; intrigado, esperando llegar a alguna parte como las escaleras, esperando que el suspenso desembocara en una revelaciรณn. Pero fue escrito por Josรฉ Alvarado para su “Correo menor” del 18 de octubre de 1959 en Diorama de la Cultura, el suplemento de Excelsior. La modestia del tรญtulo de la columna no engaรฑaba a nadie. Era un lujo nada menor de aquellas pรกginas.
Hay lujos de la vida cotidiana que despiertan el agradecimiento. Como ver claro y lejos, cuando los vientos y la lluvia barren con el aire sucio de Mรฉxico. Como aquel lujo de leer a Josรฉ Alvarado los domingos.
¿Quiรฉn dijo que la prosa del diario no puede ser lujosa? Se dejรณ llevar por uno de esos tรณpicos de falsa oposiciรณn, donde ensalzar depende de menospreciar algo supuestamente contrario. Es verdad que gran parte del periodismo no se deja leer, pero sucede lo mismo con los libros.
Hay una infatuaciรณn perniciosa de la Historia, con sus Genios y sus Hรฉroes, que lleva a despreciar los trabajos y los dรญas, como si la verdadera existencia fuese una propiedad de ciertas actividades o personas sublimes. Lo que pasa (o deberรญa pasar) a la historia no necesita esas pretensiones. El joven ferrocarrilero que salta a un tren de carga a punto de explotar y se lo lleva, salvando a tantas personas, no pensรณ en pasar a la historia como el Hรฉroe de Nacozari.
Cuando se toma en serio el quehacer de todos los dรญas, los milagros suceden: el inesperado heroรญsmo, la inesperada cortesรญa, el cielo despejado de la ciudad de Mรฉxico. Pueden pasar inadvertidos, pero hay que agradecerlos. Mรกs realidad tiene un dรญa claro que muchos siglos de Historia.
Dicho sea por un hombre que hizo mรกs claro este paรญs con su prosa admirable. Que se tomรณ el trabajo de escribir bien para los lectores de periรณdicos. Que hacรญa milagros con el aire sucio.
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Aรฑos despuรฉs, al releer “Las escaleras” y tratar de entender su misterio, comprendรญ que la revelaciรณn no estaba al final de los peldaรฑos, sino en el milagro de verlos: en esa creatividad que empieza por descubrir el tema, aunque estรฉ perdido en la repeticiรณn.
Las cuevas siniestras, la soledad opaca y amarilla, el crujido, la poderosa evocaciรณn de olor a trapo mojado, despiertan la vista, el oรญdo, el olfato y la memoria a la revelaciรณn novelesca del vasto mundo de las escaleras, de la vida como trรกnsito, del misterio de aquella Escala de Jacob por donde suben รกngeles desangelados en pos de otro mundo.
El artรญculo como obra de arte tiene una larga tradiciรณn en Mรฉxico. Manuel Gutiรฉrrez Nรกjera, Alfonso Reyes, Salvador Novo, Octavio Paz, Jorge Ibargรผengoitia, Josรฉ de la Colina, Josรฉ Emilio Pacheco y muchos otros han publicado en los periรณdicos textos de lujo, como la cosa mรกs natural del mundo. Asรญ este, cuyo arte esconde todavรญa algo mรกs.
Diez aรฑos antes de que Georges Perec publicara La disparition, una novela celebrada por la hazaรฑa de estar escrita sin la letra e, Alvarado escribiรณ “Las escaleras” con una hazaรฑa tan modesta que no le dijo a nadie: es un ensayo escrito sin la palabra que. Y,lo mรกs notable de todo: sin que se note, como puede atestiguar el lector que no se dio cuenta. Como testimonio adicional, dirรฉ que pensรฉ escribir este homenaje sin la palabra que, pero se notaba.
Josรฉ Alvarado ni siquiera avisรณ. Tal vez sintiรณ que no era para tanto, y que pedir el redoble de tambores que anuncia un salto mortal hubiese distraรญdo al lector de lo que realmente le importaba: lo novelesco de las escaleras.
Dice la Wikipedia que Josรฉ Alvarado Santos naciรณ el 21 de septiembre de 1911, y que en la noche previa a su cumpleaรฑos 63, despuรฉs de terminar un escrito, sufriรณ un accidente, por el cual muriรณ dos dรญas despuรฉs. Pero no dice que (tal vez saliendo a tomar un poco de aire, antes de retirarse a descansar) tropezรณ en la escalera. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.