Las incorrecciones

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El concepto “incorrección política” está secuestrado ideológicamente por la derecha. Lo ha convertido en el estandarte de la libertad de expresión frente a una corrección política que considera censora y mojigata, de una izquierda acomplejada. En ocasiones lleva implícita una actitud de irreverencia y cierto desenfado; unas veces se traduce como “decir las cosas claras”, “no tener pelos en la lengua”; otras es una crítica al relativismo y la posmodernidad, a un “buenismo” que pretende no ofender y que es incluso capaz de traicionar para ello la libertad de expresión. En su versión más dogmática, es simplemente una manera de justificar prejuicios y posturas moralmente reprobables. Cuando se usa de este modo, se acerca a la antipolítica y el populismo; crea una dicotomía entre verdad y política: si la política y su corrección (su retórica, su moderación) ocultan con eufemismos y neologismos la verdad, la incorrección y el cuestionamiento de la política permiten llegar realmente a ella. En cierto modo, quienes abusan del concepto creen en una verdad prepolítica, similar a la falacia de que antes de la política no existían divisiones ideológicas: la política institucional ha secuestrado el lenguaje de la calle, lo ha hecho pazguato, excesivamente moderado y acomplejado, como si todos estuviéramos en campaña electoral.

La derecha ha hecho suyo el concepto y la izquierda ha ayudado en ese etiquetado: lo ha convertido en un cliché conservador. Cuando el político xenófobo Xavier García Albiol, exalcalde de Badalona y líder del pp catalán, criticó el multiculturalismo tras los atentados de París, se amparó en una supuesta incorrección política, lo que sirvió a la izquierda para anular tanto el debate del multiculturalismo como el de la corrección política.

Pero la corrección política existe, y en ocasiones no es solo moderantismo o respeto por las minorías, sino también una violación de la libertad de expresión. Jeannie Suk, profesora de Derecho en Harvard, describía recientemente en un artículo en la revista The New Yorker cómo un uso figurado como el que acabo de hacer de la palabra violación le trajo problemas en clase. Una alumna se quejó de que su utilización en contextos legales (“Esto viola la legalidad”) podía resultar ofensiva.

El problema va mucho más allá, especialmente en Estados Unidos. En varios campus universitarios, a partir del movimiento antirracista Black Lives Matter, los estudiantes se han movilizado contra casos terribles de discriminación: desde colegios mayores donde estudiantes blancos intentaban impedir el paso a estudiantes negros hasta violaciones y abusos sexuales. Para ello han creado safe spaces, o espacios libres de intolerancia, en los que toda libertad está supeditada a la corrección política, y recomendado el uso de trigger warnings (señales en literatura, cine, textos que avisan de contenido ofensivo). Ante este clima, humoristas como Chris Rock o Jerry Seinfeld ya no participan en festivales de humor organizados por los estudiantes: su humor se considera demasiado ofensivo. En la Universidad de Yale, la administradora del campus y su marido sufrieron una campaña de acoso por no atender las demandas de varios estudiantes que exigían la prohibición de disfraces de Halloween que consideraban ofensivos para determinadas minorías. En la Universidad de Misuri, un periodista fue agredido al intentar realizar fotografías de un safe space en el campus: los manifestantes decían estar en su derecho de no querer ser fotografiados, cuando el que realmente podía reivindicar sus derechos en ese contexto era el periodista.

En España, Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero e Íñigo Errejón convirtieron la facultad de Políticas de la Universidad Complutense de Madrid en un gran safe space de pensamiento único. Nadie ha boicoteado las intervenciones de Cao de Benós, representante diplomático de Corea del Norte, mientras que una intervención de Rosa Díez en 2008 fue “escracheada” y la líder de upyd tuvo que salir escoltada mientras los estudiantes gritaban “fuera fascistas de la universidad”. Pablo Iglesias, que participó junto a Íñigo Errejón en el boicot, lo describió como un “acto radical de libertad que desafía las leyes y se opone a la tiranía”.

El movimiento en favor de los safe spaces está cargado de buenas intenciones, pero encaja con una concepción narcisista de la ideología y la política: lo que importa es mi sensibilidad ante al sufrimiento ajeno, mi espacio vital. A veces tiene un toque de soberbia y paternalismo con las minorías que pretende proteger. Es un movimiento que desprecia el pluralismo político y que, al considerar que las palabras dañan igual que las acciones, se aproxima a una legitimación de la censura. También cae en contradicciones: sus defensores denuncian las connotaciones ofensivas de determinadas palabras y la manipulación del lenguaje, pero hablan de “terrorismo machista”, “genocidio financiero” u “holocausto neoliberal”.

La incorrección política pretende luchar contra esto. No toda la derecha que critica la corrección política pretende justificar un discurso intencionadamente ofensivo. Pero quienes abusan del concepto acaban convirtiéndolo en una reivindicación de su derecho a tener razón. Es justo lo contrario de lo que en apariencia defienden: el disenso, el debate y el derecho a estar equivocado en libertad. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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