Lo popular y lo banal

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¿Tiene o no tiene que recibir Isabel Allende el Premio Nacional de Literatura? La pregunta ha tenido en vilo a la mayor parte del mundo cultural chileno estos últimos meses. La escritora más leída de la lengua ha recibido reconocimientos en el mundo entero menos en su país; un número infinito de parlamentarios y ex presidentes se han encargado de recordarnos esto y han firmado varias cartas de apoyo a su candidatura. Isabel Allende fomenta la lectura; Isabel Allende exporta el nombre de Chile; sería una mezquindad negarle el premio justo en el año en que el país celebra sus doscientos años de independencia. Para otros ese es justamente el pecado de Isabel Allende: escribir en una prosa olvidable sobre un Chile turístico y maniqueo que no recoge la complejidad de los conflictos, las voces, las ideas que circulan en el país. Más que querer dar prestigio al premio vistiéndolo de la fama de nuestra escritora más traducida, el premio debería –piensan estos– hacer visible la obra de autores menos conocidos y más difíciles, como Germán Marin o Diamela Eltit, pero que la crítica y los colegas llevan años reconociendo.

Subyace al fondo de ese debate chileno uno más universal. ¿Qué hace Arturo Pérez Reverte en la Real Academia de la Lengua? ¿Qué hace Roberto Ampuero enseñando escritura creativa en Iowa? ¿Por qué Parra no gana el príncipe de Asturias y Darío Fo ganó el Nobel? ¿Por qué el premio Planeta invariablemente premia el peor libro de buenos autores y por qué se sabe quién va a ser el ganador antes de que el jurado se reúna? ¿Quién y cómo administra el prestigio en nuestra lengua? ¿Cuánto deben influir las cifras de ventas en la administración de ese prestigio? ¿Es preferible que Harold Bloom establezca el canon o que lo haga, como de hecho sucede en Hispanoamérica, Willie Schavelzon?

Preguntas manoseadas que a mí me llevan a otras menos socorridas pero igualmente intrigantes: ¿Por qué los escritores de éxito buscan con desesperación el prestigio de los premios y los títulos honoris causa? ¿Hubiese sido posible candidatear a Corin Tellado al premio Cervantes con el mismo exito con que se candidatea a Isabel Allende? Isabel Allende no es Corin Tellado y es quizá lo más sospechoso que tiene. No puedo sentirme más lejos de los que creen en una literatura pura, tan pura que no hay ni que leerla para no mancharla. Amo la otra, la impura, la manoseada, la manoseable literatura que se lee en la micro. Es a ella a la que siento que hay que defender justamente de los profesores que en sus años sabáticos escriben best sellers. El que lee Corin Tellado sabe qué esta leyendo, y lo haga con culpa o sin ella, lo hace por el puro placer de una trama que espera y conoce de antemano. Para ese lector escribían Shakespeare y Dickens. La gran novela popular no subvierte las reglas del género sino que las revisita con genio. El genio de Simenon y Stephen King que sólo hacen mucho mejor, de una manera única, lo que una legión de escritores de portadas de colores chillones repiten con menos brillo.

Cuando el profesor Tolkien se puso a escribir sus novelas, Oxford perdió a un sagaz profesor de literatura medieval. Ganó un escritor de best seller que tuvo siempre la triste pretensión de querer ser algo más que eso (profeta, inventor de lengua, creador de un universo paralelo). El profesor hizo lo que los profesores saben hacer: construyó una Edad Media de laboratorio, que es también lo que hizo Umberto Eco en El nombre de la rosa. La semiótica en ese caso perdió menos que la novela popular, envenenada desde entonces de voluminosos mamotretos llenos de conspiraciones históricas, de mensajes secretos y personajes de cartón piedra. Novelas que no tienen ni de cerca la frescura de Ian Fleming, Boileau-Narjac, Jim Thompson o hasta Harold Robbins.

Mil veces el Cervantes de turno ha extraído del fondo de las novelas más baratas la substancia única que nadie vio antes, el acento vivo que la academia quería apagar. ¿Con qué podría Cervantes volver loco a un Quijote actual? ¿Con una secta que no existió del siglo XIII, con los símbolos masónicos de los billetes de un dólar? ¿No se explica la seriedad excesiva de nuestra literatura seria en la falta de una literatura popular viva de la cual alimentarse?

El realismo mágico, el feminismo, la novela de ideas, la metaliteratura, Venecia, las universidades, el medievo: no son los temas ni los géneros de la novela popular lo que alimenta las obras de nuestros best sellers, sino las preocupaciones y sueños de una clase media alta latinoamericana que en el fondo se cansó de no poder ser todo lo cursi que es. Isabel Allende, Marcela Serrano, Jorge Volpi, Juan Manuel De Prada o Luis Sepúlveda, un García Márquez, un Hemingway, un Bolaño, o un Vila Matas para millones, una parodia de la literatura más prestigiosa, una versión más digerible de ella, una manera de ahorrarle al lector la complejidad de la alta cultura sin sentirse del todo fuera de ella. En la confusión de género que nos proponen y ofrecen las agencias literarias y grandes editoriales pierden los dos lados, la literatura canónica que no encuentra carne fresca y popular con que alimentarse y la literatura popular que adopta las poses, las preocupaciones, las formalidades de la universidad, el ministerio, las ONGs. Orgía llena de reglas, la novela de best seller se ha convertido en una fiesta de dentistas, donde todo es muy serio, muy ecológico, muy higiénico, muy globalizado pero al mismo tiempo muy consciente siempre de los peligros de la globalización.

Lo peor de la literatura de Isabel Allende es justamente lo más premiable de ella, lo que la hace profundamente parecida a las más prestigiosas Ángeles Mastretta o Laura Restrepo. Premiarla a ella no es premiar la victoria del best seller, sino el imperio que ejerce sobre él lo políticamente correcto. Lo peor de la Isabel Allende no es la cursilería en que cae a veces su prosa sino su visión del mundo profundamente puritana y esperable que no se diferencia en nada de muchos de los más exquisitos miembros del club Anagrama o Tusquets. Lo terrible no es lo popular, lo terrible es lo común. El mal gusto no sólo es perdonable, sino incluso sano, atendible, necesario; lo que es finalmente imperdonable es la banalidad.

– Rafael Gumucio

(Imagen tomada de aquí)

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(Santiago, 1970) es un escritor y periodista chileno. Locutor de radio y director del "Instituto de estudios humoristico" de la Universidad Diego Portales.


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