Tren en el campo. Monet

Las letras en el campo

Ventajas de escribir y vivir en el campo.
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Cantaba Virgilio en sus Geórgicas “sobre el cultivo de los campos, de los ganados y de los árboles, mientras el gran Cesar esgrimía el rayo de la guerra en las orillas del hondo Éufrates, dictaba vencedor sus leyes a los pueblos domeñados y se abría el camino del Olimpo.” El poeta lombardo forjaba versos pastoriles entre la sosegada velocidad de la naturaleza, mientras en algún lugar de la lejanía los eventos se sucedían con la rapidez de los hombres.

José Jiménez Lozano, premio Cervantes 2002, me atiende por teléfono desde su casa de Alcazarén, una villa castellana de menos de mil habitantes. Nos dice que las ventajas de escribir en un pueblo “dependen de las preferencias de cada uno. Me gusta la naturaleza, la gente del pueblo, el castellano que hablan. Para mí todas”. Seguimos hablando de la escritura y de los escritores, de los que encuentran una voz propia y de aquellos que son simple altavoz a la opinión mayoritaria de su tiempo. ¿Es más fácil encontrar una voz propia alejado de corrientes mayoritarias de opinión? Me dice que igual sí, aunque su duda encierra también el reverso de la afirmación. Me da la sensación de que la experiencia le aleja de la tentación de dar fórmulas. “Yo he vivido en Madrid y en Valladolid, y es igual una abadía que un sitio lleno de ruido si sabes lo que quieres escribir.”

Pregunto a Juan Soto Ivars, un escritor de 26 años a punto de publicar su primera novela en Ediciones B. Ha estado varios meses encerrado en un piso familiar de la región de Murcia. Alude a su propia juventud: “Al menos para un escritor joven, para escribir es necesario aburrirse porque la vida tiene alicientes mucho más excitantes que enfrentarse a la quimera de una novela. Pero cuando por impaciencia nos empecinamos en alejarnos de la vida y encerrarnos en la literatura, ayuda estar alejado de la ciudad y sus cantos de sirena para la distracción.” Sin embargo, en cuanto ha acabado la novela, ha vuelto a la ciudad: “La ciudad es necesaria para aprender. La imaginación se nutre de la experiencia, no es más que una forma original de combinar recuerdos.” Y remata: “Detestaba el pueblo para vivir hasta que lo necesité para escribir.”

Pero también hay editores que practican su oficio alejados de la ciudad. Jacobo Siruela, dueño de la editorial Atalanta, vive y trabaja en una masía del Ampurdán gerundense. Harto de la vida apretada, ruidosa y contaminada de la urbe, me dice que “las ciudades son para visitar, no para vivir.” Me enumera las ventajas de la vida en el campo: “Un incremento considerable de la calidad de vida y una distancia que te da una perspectiva más clara y serena de las cosas. Si sabes lo que quieres hacer y con quien estar, el campo te permite vivir tu vida con mayor concentración.” Siruela niega que el aislamiento y la rutina sean problemas en el campo: “No estás aislado, pues ahora las únicas comunidades que existen son las virtuales. Además la naturaleza es todo menos rutinaria. Una mañana mil abejas pueden intentar construir su nuevo habitat en tu estudio, o amanecer una mañana, como sucedió a mi mujer, con un suave murciélago durmiendo junto a tu cara. Ahora bien, hay que tener muy claro lo que quieres hacer allí, ya que no hay distracciones.”

También en el campo catalán viven Olga Martínez y Paco Robles, dueños de Candaya. Se trata de una editorial independiente de Les Gunyoles, un pueblo del Penedés de solo 237 habitantes. “Aquí tenemos el ordenador que nos conecta al mundo, un pequeño almacén, una espaciosa biblioteca, una mesa bajo una parra que invita a la conversación y una habitación reservada para los escritores que nos visitan.” Todo lo que necesitan. Admiten acudir a Barcelona al menos una vez por semana y viajar mucho para promocionar sus libros, tras lo cual “se agradece un periodo de sosiego, lectura y reflexión (y por qué no, de cuidado del huerto y del jardín) del que podemos disfrutar plenamente en Les Gunyoles.” Niegan que el campo sea un páramo cultural. Mencionan el arte de elaborar vino y cava, un restaurante que solo sirve comida medieval, una librería, un festival de jazz y un cineclub en Vilafranca del Penedés, localidad cercana.

De vuelta en Madrid, me acerco a la Feria del Libro y acudo a la caseta de Atalanta. Allí encuentro los Escolios de Nicolás Gómez Dávila, quien escribe que “quienes gimen sobre la estrechez del medio en que viven pretenden que los acontecimientos, los vecinos, los paisajes, les den la sensibilidad y la inteligencia que la naturaleza les negó”. Especulo con volver a llamar a los entrevistados para comentar la figura del ermitaño con el que nadie parece identificarse; curiosear con ellos acerca de otros habitantes del campo y de cosmopolitas ávidos de alejarse de la ciudad. Pero he perdido toda la mañana entre casetas y tengo que sentarme a escribir este artículo: no hay tiempo. Me pregunto si dispondría de más en el campo.

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