En nuestra รฉpoca, los monstruos suelen ser iconos o variaciones de iconos. Los vampiros, los zombis, los serial killers, los dioses tentaculados del espacio exterior. Todos tienen una representaciรณn popular, un aspecto tradicional mรกs o menos constante del que incluso les es muy difรญcil librarse. Es explicable: aunque muchas de esas criaturas tienen su origen en la literatura, y por lo tanto sus primeras descripciones son escritas, sus versiones audiovisuales pesan mรกs en una cultura obsesionada con las imรกgenes.
Un ejemplo es la historia del monstruo de Frankenstein, que proviene de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) de Mary Shelley. En la novela, el monstruo no tiene nombre: Victor Frankenstein es su creador, el estudiante de filosofรญa natural que lo ensambla a partir de fragmentos de cadรกveres. De su aspecto se dice solamente que “su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado de mรบsculos y arterias; tenรญa el pelo negro, largo y lustroso, los dientes blanquรญsimos […] ojos acuosos […] el rostro arrugado, y […] finos y negruzcos labios.”
El aspecto que le conocemos (la cabeza plana, los clavos en el cuello, etcรฉtera) se le da hasta la versiรณn fรญlmica de James Whale, protagonizada por el legendario Boris Karloff y aparecida en 1931, mรกs de un siglo despuรฉs que la novela de Shelley. En ese lapso, tambiรฉn, el monstruo se apropiรณ del nombre de su creador; asรญ se llegรณ a los numerosos frankensteins de hoy, que descienden menos de Shelley que de Whale y Karloff.
El hecho de que los rasgos de esa versiรณn del monstruo sean frecuentemente objeto de parodias tambiรฉn es comprensible. Crear un monstruo es una forma de hacer visible un miedo, darle cuerpo a la experiencia o al aviso de algรบn horror, y esa acciรณn le da poder sobre nosotros, que lo observamos, pero al mismo tiempo permite que comencemos a domarlo. Poco a poco, a fuerza de utilizarlo y de permitir que nos asuste, podemos ir convirtiรฉndolo en una figura familiar. Asรญ vamos habituรกndonos a su presencia; asรญ le vamos perdiendo –justamente– el miedo.
Queda, por otra parte, la cuestiรณn de los monstruos invisibles. Los horrores que carecen de una imagen concreta o que tienen formas elusivas, misteriosas, imposibles de fijar y por lo tanto de combatir. No hay tantos en los medios audiovisuales, precisamente por la dificultad o la imposibilidad de fijarlos, pero en la literatura tienen historias memorables. Al no tener el ancla de una descripciรณn precisa e inamovible, la imaginaciรณn de los lectores puede inventar con libertad sus propias representaciones horribles, personales, de lo que estรก leyendo, y a la vez experimentar la inquietud de la incertidumbre. Nunca sabrรก si estรก “viendo” o imaginando que ve lo que “realmente” estรก en el mundo que la narraciรณn le propone.
El ejemplo clรกsico es el cuento El horla (1886) de Guy de Maupassant, en el que un ser desconocido y literalmente invisible, cuyas motivaciones no quedan claras pero pueden ser crueles o indiferentes, poco a poco invade, atormenta y se posesiona de un narrador desprevenido. No se puede argumentar que el monstruo es una pura alucinaciรณn porque actรบa en el mundo, mรกs allรก de lo que podrรญa explicarse como la pura acciรณn inconsciente o enloquecida del narrador. Aunque no deja de tener muchas lecturas simbรณlicas y metafรณricas, El horla se refiere, en ese momento del texto, a una fractura de las cosas: del modo en que podemos comprender, a la hora de percibirlo y de nombrarlo, lo que nos sucede. Una versiรณn contemporรกnea de ese mismo quiebre estรก en la pelรญcula El resplandor (1980) de Stanley Kubrick, cuando Jack Nicholson –en el papel del alcohรณlico Torrance– queda encerrado en una alacena y alguien, no se ve quiรฉn, descorre con mucho ruido los cerrojos para dejarlo salir; hasta aquel momento de la pelรญcula, todos los fantasmas que Torrance habรญa visto podรญan haberse interpretado como producto de su imaginaciรณn.
Hay otros ejemplos mรกs cercanos. Julio Cortรกzar y Amparo Dรกvila utilizan estrategias similares para presentar criaturas misteriosas e inquietantes, en cuentos como Despuรฉs del almuerzo y El huรฉsped, respectivamente, pues ambos se refieren a esas criaturas sin nombrarlas ni describirlas, ocultรกndolas en sujetos implรญcitos o en complementos de frases referidas a otros personajes. Cortรกzar escribe: “papรก y mamรก vinieron casi en seguida a decirme que esa tarde tenรญa que llevarlo de paseo”, y Dรกvila: “Nunca olvidarรฉ el dรญa en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje”. En ambos casos el carรกcter inasible de los personajes vuelve mรกs terribles los sucesos de los cuentos.
Dรกvila enlaza a la criatura indescifrable de su narraciรณn –y a las de otro de sus textos esenciales, Moisรฉs y Gaspar– con un aspecto muy especial del horror: aquel que sucede en la vida real pero se suprime, y al suprimirse no se nombra. La narradora de El huรฉsped no solo sufre el abuso e indiferencia de su marido, sino las acciones de la criatura inefable que รฉl fue a dejar en su casa, sin interesarse en su opiniรณn ni preocuparse por su bienestar. No hay un icono que represente ese conglomerado de causas y efectos, de emociones y temores, y no puede haberlo porque los sucesos que representarรญa estรกn encerrados en el espacio domรฉstico, considerados “รญntimos” o “privados”, y ademรกs confinados a una idea pequeรฑรญsima, limitante, de lo femenino. En este sentido, Dรกvila continรบa tambiรฉn una vertiente de las historias de horror que tiene entre sus precursores a la misma Shelley y, de manera mรกs destacada, a escritoras como Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), pionera del feminismo en los Estados Unidos y autora de El tapiz amarillo, un cuento clรกsico que describe el lento hundirse en la locura de una mujer confinada en su casa. Ella misma termina convertida en un monstruo sin darse cuenta: una criatura que, como la imagen literaria del monstruo de Frankenstein, inspira mรกs pena que miedo: un horror del que podrรญamos participar.
En su libro Galerรญa fantรกstica, la narradora y crรญtica argentina Marรญa Negroni ha escrito que la literatura permite el acceso a “una suerte de metafรญsica de lo invisible en que acaezca un mundo sin nombres”: a un entorno del pensamiento que se adivina mรกs allรก del lenguaje. Aunque ese despojamiento podrรญa parecer deseable, los monstruos invisibles, las criaturas de lo inexplicable y de lo suprimido, nos recuerdan que necesitamos las palabras (y las imรกgenes) para tratar de entender la existencia: que no poder nombrar ni representar nuestras propias experiencias puede ser, en ciertos momentos, mรกs devastador que el ataque de cualquier ser sobrenatural.
Escritora, guionista, profesora y promotora cultural. Ganadora en dos ocasiones del Premio Nacional de Periodismo como parte del programa Diรกlogos en Confianza