Es una lástima que a cuarenta años del 68 las memorias de Gustavo Díaz Ordaz permanezcan inéditas. Su publicación no lo exoneraría de una responsabilidad histórica que él mismo asumió en su totalidad y a conciencia, pero arrojaría nueva luz sobre el episodio y contribuiría a un deslinde más justo de responsabilidades.
Gracias a la intercesión generosa del inolvidable Gilberto Borja, a medidos de los noventa entablé un fugaz contacto con su primo, el Ingeniero Gustavo Díaz Ordaz Borja. Hombre sencillo, caballeroso y serio, accedió a conversar sobre las memorias de su padre. El tema era (y sigue siendo) dolorosísimo para él y su familia. A pesar de conocer mi postura irreductiblemente crítica, Gustavo -en un gesto que agradecí- accedió a permitirme la lectura de esas páginas en su oficina. Finalmente incluí algunos breves pasajes y glosas en mi libro La presidencia imperial.
Sin formar, según recuerdo, una unidad autobiográfica completa, la copia mecanográfica que consulté me impresionó por dos motivos: la marcada inclinación de Díaz Ordaz a ver huellas de una conjura contra México en cada minucia y la mala información con que contó para tomar sus decisiones. En el marco de un sistema que concentraba el poder absoluto en el presidente, ambas condiciones -la paranoia y la distorsión- contribuyeron decisivamente a la tragedia.
A la mentalidad conspiratoria -arraigada firmemente en la biografía personal y pública de Díaz Ordaz- cabe achacar una parte del problema. En muchas ocasiones, el presidente veía -de verdad- “moros con tranchete” o magnificaba datos ciertos pero incidentales, desconectados o, en todo caso, manejables. En aquellos crudos tiempos de la Guerra Fría, la intervención soviética pudo ser tan cierta como la de la CIA, pero el selectivo lente presidencial sólo veía el complot comunista para apoderarse de México, para “cambiar a México”. Según el testimonio que recogí de Gilberto Rincón Gallardo, las conspiraciones revolucionarias que Díaz Ordaz consignó en sus memorias (producto de la Internacional Comunista y la Trilateral reunidas en 1967 en la Habana) fueron prácticamente inexistentes en el caso de México, único país iberoamericano que mantenía relaciones con Cuba. Pero para Díaz Ordaz la conspiración era un hecho incontrovertible, peligrosísimo e inminente. A partir de esa premisa, tomó la resolución de llegar hasta las últimas consecuencias, como informó con ominosa claridad el 1o. de septiembre.
Pero la desinformación o, peor aún, la distorsión informativa no fue sólo responsabilidad suya sino de sus ministros, y muy en particular del Secretario de Gobernación Luis Echeverría, que era -según los más diversos testimonios e indicios- su principal fuente de noticias. Díaz Ordaz no manejaba idiomas, desconfiaba de la prensa internacional, despreciaba a la mexicana y escuchaba a muy pocas personas. Estaba aislado, pero el Secretario de Gobernación tenía su confianza. Por desgracia, la información que le trasmitía no era fidedigna, y con toda probabilidad no lo era a sabiendas.
Un ejemplo, en particular, llamó mi atención. Díaz Ordaz menciona una “bandera rojinegra” ondeando en Catedral. Al reconstruir la escena con testigos presenciales (incluidos los religiosos de la Catedral en aquel tiempo), pude confirmar que el dato era inexacto. Pero el presidente desprendió de él la prueba de una conspiración que pretendía involucrar al clero. ¿Quién le proveyó de esa falsa información?
Quien haya sido, conocía muy bien la vertiente paranoica del presidente: la conocía y la alimentaba. Es sabido que, en aquellos albores de la carrera presidencial rumbo a las elecciones de 1970, Emilio Martínez Manautou y Alfonso Corona del Rosal (dos “presidenciables”) habían perdido “el oído” del presidente por mostrar frente a él actitudes de cordura que, a sus ojos, parecieron tibias y temerosas. Ortiz Mena, el ministro de Hacienda, estaba fuera de la jugada. No es imposible que esa información sobre la bandera lo mismo que otras alarmas similares hayan provenido de Bucareli. Echeverría, por supuesto, negaría los hechos. Circula en estos días un libro suyo. Según los adelantos publicados, insiste en inculpar a su jefe de entonces, el mismo que -en el acto de mayor confianza- lo destapó para “la grande”.
Estoy persuadido de que la familia de Díaz Ordaz debería propiciar la publicación de las memorias en una edición cuidadosa, con un prólogo objetivo, notas al pie de página e identificación nítida de personajes que -si no recuerdo mal- aparecen con iniciales. Las regalías podrían dedicarse a una causa social. Acaso el ex presidente no las redactó con el propósito de publicarlas. Tal vez sólo quiso dejar testimonio para sus allegados. Pero, a cuarenta años de distancia, para el avance de la verdad histórica (que es un valor en sí mismo), nuestra democracia se beneficiaría mucho al escuchar el testimonio personal de Gustavo Díaz Ordaz. Y quizá hasta la memoria de Díaz Ordaz -que sus hijos y familiares resguardan con lealtad- lo necesita también.
– Enrique Krauze
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.