Diré
dos o tres cosas sobre Les
Bienveillantes,1 de Jonathan Littell, el mayor éxito
de ventas en Francia desde su publicación, a finales de agosto
de 2006. Pero me limitaré a comentar los aspectos sin duda más
relevantes de esta novela; a mi juicio, ni su “calidad literaria”
ni los “problemas éticos” que plantea entran en esta
categoría (aunque también esto merece un comentario,
que me reservo para una próxima entrega). Relevantes son, en
este caso, su pertenencia a un determinado género literario y
las consecuencias que pueden desprenderse de su éxito en el
mercado.
Es
obligado situar esta obra en el terreno al que pertenece: el de los
productos literarios destinados a convertirse en best
sellers “de calidad”. Sobreentiéndase, “de
calidad literaria”. Llevamos un cuarto de siglo asistiendo a la
aparición, primero, y después a la exitosa implantación
en el mercado de este tipo de obras. Obras con rasgos estereotípicos
fácilmente identificables. Su matriz literaria es doble: la
novela histórica y la intriga detectivesca; su escritura, una
mezcla de deliberado y controlado o limitado anacronismo; su
finalidad, la restitución de una atmósfera, el “aroma”
de una época del pasado, ahorrándole al lector la seca
y ardua tarea de reconstrucción del historiador. De paso, si
el autor tiene el suficiente talento o sencillamente “oficio”, la
combinación de estos elementos produce el effet
de réel –tan denostado en los tiempos jansenistas
del estructuralismo y sus “escrituras blancas”– y a la vez el
halago del lector.
En
un mundo dominado, más que por la ciencia (¡ojalá!),
por el prestigio de la especialización, el lector, sobre todo
si lo es de novelas, siente el vago sonrojo de saberse atraído
por unos objetos destinados únicamente a procurarle placer.
Antes de la aparición del fenómeno del best
seller “de calidad”, ese placer solía ser de
dos tipos: el intelectual, considerado meliorativamente bajo la
etiqueta de “literatura” y enaltecedoramente con el añadido
epíteto “de creación”, y el de la intriga o el
relato causal (aquello que Barthes, con su habitual pedantería,
definía como el efecto de la falacia lógica post
hoc ergo propter hoc), que solía presentarse en
sociedad elegantemente vestido con la lítote de “placer de
la lectura”.
Las
cosas, pues, estaban en su sitio, burguesamente y como debe ser:
ocupando cada una su correspondiente “clase”; estaba “la
literatura”, destinada a las mentes superiores o lectores-alfa, y
luego había unos objetos llamados best
sellers, de consumo prioritario para “las masas”. Lo
que no impedía que hubiera lectores-alfa capaces también
de buscar el thrill
de los placeres prohibidos en algún espeso volumen de Michener
o Le Carré, o en las intrigas del melancólico Tom
Ripley.
Pues
bien, el best seller
“de calidad” le procura al lector vergonzante el sosiego –quizás
también la satisfacción, ciertamente la coartada– de
ser capaz por fin de revolcarse en el fango de la literatura de masas
sin sentirse “disminuido” intelectualmente. Porque si algo
distingue este tipo de obras de los viejos best
sellers es su pretensión de encerrar, no ya sólo
misterio e intriga, sino conocimientos precisos sobre “la
realidad”, envueltos en distinguidas o abstrusas (o distinguidas
puesto que abstrusas) referencias a otras obras, autores o
acontecimientos históricos, a su vez difuminadas por la bruma
del prestigio cultural.
Puede
que la pionera del fenómeno haya sido Marguerite Yourcenar,
con sus Memorias de Adriano
(1951) y su Opus Nigrum
(1968); pero porque la publicación de estas obras antecede la
mercadotecnia editorial –la fabricación diseñada y
controlada de productos literarios destinados a un target
del mercado previamente definido–, todavía se las considera
“literatura” a secas. El fenómeno comenzó a
manifestarse plenamente en 1980, con El
nombre de la rosa, de Umberto Eco. Este “producto”
ofrecía ya todos los rasgos señalados, y además
coincidía con la debida fabricación de un sector ad
hoc del mercado editorial. (No vaya a pensarse,
ingenuamente, que el mercado “está ahí afuera”,
como los alienígenas de una popular serie de tv; el mercado,
tanto como la literatura, es un producto más, cuya fabricación
se diseña, controla y, sobre todo, se vende; de hecho, el tipo
de obras al que nos referimos existe porque para ellas se fabrica el
mercado apropiado; dicho sin tantos rodeos: lo que hace el mercado es
definirse y venderse a sí mismo a través de unas
determinadas obras.)
Desde
entonces a esta parte, no ha dejado de crecer el número de
autores que lo cultivan con más o menos fortuna (literalmente:
la fortuna del best seller
es siempre contante y sonante, o no es). En España, donde a
casi todo se llega tarde, el fenómeno ha tardado un poco más
en calar y producir sus propios retoños. Es cierto que Eduardo
Mendoza, con La verdad sobre
el caso Savolta (1975) y La
ciudad de los prodigios (1986), parece merecer el sitial
de descubridor y conquistador de estas tierras del mercado en
nuestras ídem; pero estas dos novelas encajan sólo
parcialmente en el fenómeno descrito: hay todavía en
ellas demasiado “juego” literario con la realidad y la ficción
–juego “serio” y “en serio”, entiéndase, que es lo
propio de la clase alta literaria. Pero ahí están
Soldados de Salamina,
de Cercas, La sombra del
viento, de Ruiz Zafón, y La
catedral del mar, de Falcones. Ya tenemos nuestros best
sellers “de calidad”. Ya somos mayores de edad, y como
los estadounidenses y los ingleses, también tenemos el mercado
adecuado para venderlos (y venderse).
He
de reconocerlo: no comprendo a qué viene tanto quejarse de los
efectos deletéreos que el éxito de los best
sellers “de calidad” pudiera producir en las altas
esferas de “la literatura”. Aparte de que esta augusta dama, a lo
largo de su ya larga vida, se las ha visto con toda clase de
advenedizos de los que siempre ha sabido extraer algún rédito,
me parece más interesante ver el referido fenómeno como
una demostración de que la literatura no está a salvo
(tampoco) de las leyes de la termodinámica. Sobre todo de la
segunda. Ya se sabe: cualquier sistema termodinámicamente
aislado tiende a incrementar su propia entropía con el tiempo.
La literatura –todo lo que la constituye, es decir, y
contrariamente a la doxa
popular, no sólo los autores y los lectores, sino el mercado y
sus actores: editores, agentes, scouts;
críticos y periodistas; académicos y académicas,
que diría Ibarretxe– ha tendido durante siglos a
constituirse en un sistema aislado, lo suficientemente energético
como para generar su entropía.
Les
Bienveillantes es un buen
ejemplo de best seller
de calidad, y a la vez un magnífico ejemplar entrópico
del sistema literario. De lo primero da fe la simultánea
entronización de esta novela por las instituciones culturales
de la “alta” literatura y sus enormes ventas. Gran Premio de la
Academia Francesa y Premio Goncourt (para citarlos en orden
cronológico de atribución), esta primera novela escrita
en francés por un estadounidense estuvo a punto de obtener
también el Femina. En cuanto a las cifras de ventas, su
progresión es de vértigo: el 21 de septiembre de 2006,
es decir un mes justo después de su publicación, había
vendido 170.000 ejemplares; a comienzos de noviembre, antes del
Goncourt, 200.000, y a mediados de diciembre superaba los 600.000
ejemplares. Ojo: Les
Bienveillantes tiene 903 páginas y un precio de
venta, en Francia, de 25 euros. Su editor, Gallimard, que la ha
sacado en la célebre “colección blanca” (era el
ferviente deseo de su autor, lector y admirador de las obras de
Blanchot, Genet y Louis-René des Forêts, publicadas en
esta “totémica” colección), ha tenido que editarla
en un papel de gramaje inferior (50 gr.) y echar mano de todo el
stock de papel que tenía previsto para sus… ¡Harry
Potters!
En
cuanto al incremento de energía entrópica que supone el
éxito de la novela de Littell, hay dos indicadores elocuentes.
El primero, de orden casi técnico, es quizás también
el más portentoso. Por primera vez en la historia de la
edición francesa (una de cuyas características, y rasgo
de “excepción cultural” exhibido con orgullo, es el casi
nulo peso de los agentes literarios en la definición de los
contratos de edición), un gigantesco best
seller “de calidad” le aportará a su primer
editor en su lengua original únicamente los beneficios que
saque de la venta del libro. Jonathan Littell, autor primerizo, puso
el libro en manos de un agente, el británico Andrew Nurnberg,
quien envió a cuatro editoriales francesas (además de
Gallimard, Grasset, Lattès y Calmann-Lévy) el
gigantesco manuscrito bajo el transparente seudónimo de “Jean
Petit” (Robert Littell, el padre de Jonathan, es un conocido autor
de novelas de espías, es decir, de best
sellers a la vieja usanza, editadas en Francia, además,
por Denoël, un sello de Gallimard). Nurnberg logró que
Gallimard firmara un contrato del que está excluida la gestión
de la venta de los derechos a otras lenguas, y que además
limita severamente el tiempo de explotación de los únicos
derechos cedidos a esta editorial. Gracias al éxito de la
novela en Francia, Nurnberg negoció muy al alza en la última
Feria de Frankfurt los derechos de traducción a otras lenguas
(en Inglaterra será editada por Chatto & Windus; en
ee.uu., por HarperCollins). Esta situación se traduce, en
términos “contantes y sonantes”, en el hecho inédito
–valga en este contexto decirlo– de que el autor ganará
mucho más dinero que su editor. De hecho, Littell podría
ganar hasta el doble (la periodista Florence Noiville calcula que
cerca de 1.750.000 euros). El “caso Littell” (el caso de mercado,
entiéndase) y sus consecuencias llevaron a Le
Monde a editorializar sobre este asunto (“Goncourt cas
d’école”, 08/11/2006) y a Antoine Gallimard a lamentarse
públicamente en el mismo diario del poder cada vez mayor de
los agentes literarios y su penetración en el oasis de la
“excepción cultural” francesa (“Les
Bienveillantes, une belle histoire”, 10/11/2006).
De
este estado de cosas se deducen al menos dos consecuencias
importantes. La primera es que también a los editores
franceses les ha llegado su hora o, por mejor decirlo, la hora de
poner sus relojes a la hora actual del mercado. Un mercado en el que
la segunda ley de la termodinámica surte sus efectos en todos
los elementos del sistema. La “excepción editorial”
francesa parece haber acabado: los todopoderosos editores, gestores
de la totalidad de los derechos de explotación de las obras,
entrarán en la “modernidad” editorial y se verán
obligados a “compartir” mucho más que antes la energía
entrópica del mercado con los autores, vía los agentes
y sus scouts. La
segunda consecuencia es la refutación del axioma que rezaba
que un libro de casi mil páginas difícilmente encuentra
editor. Por descontado, es capaz de encontrarlo, pero únicamente
porque existe un mercado para obras que, con independencia de su
volumen, se ajustan a las características del best
seller “de calidad”. No ya la inmensa novela de
Proust, sino un relato corto como La
metamorfosis de Kafka no hallaría hoy editor
sencillamente porque el mercado (quienes lo definen, gestionan y
promueven) “sabe” que hay pocos lectores para obras de este tipo.
Dicho
lo cual, podríamos comenzar a detallar por qué Les
Bienveillantes, auténtico best
seller “de calidad”, es cualquier cosa salvo una obra
literaria, y dista años luz de ser la “obra maestra” que
la mayoría de los críticos literarios (cumpliendo a la
perfección su papel dentro del mercado) han decidido que es.
Pero esto será en otra oportunidad. O, como diría un
personaje de Shakespeare: more,
anon. ~
(Caracas, 1957) es escritora y editora. En 2002 publicó el libro de poemas Sextinario (Plaza & Janés).