LHC, o la nobleza de la desaparición

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Sé poco de ciencia, apenas algo más que lo básico. Pero puedo decir que cuando suceda, probablemente nadie se enterará. No habrá necesidad de anuncios porque, si entiendo bien, en un escenario como ése, los anuncios serán menos que una intención atorada en la garganta.

No es, sin embargo, seguro que suceda. No sé cómo pero parece que la ciencia está en una zona donde las probabilidades han suplantado a las certidumbres. Cuando aprendí física, las reglas eran claras, las verdades irrefutables y los atajos inexistentes. Ser educado en un entorno en el que las ciencias son tributarias del sentido común, tiene sus ventajas: uno puede acompasar las explicaciones sobre el mundo al ritmo de las opiniones personales; la desventaja es que al toparse con este tipo de noticias, el deseo de haber puesto un poco más de atención en clase degenera en ridículo arrepentimiento.

Según lo que aprendí, uno debe fijarse en los datos duros, en las cifras y los hechos:

17 millas de circuito

300 pies bajo tierra

50,000 toneladas de imanes

-456.3 grados Fahrenheit, o 1.9 grados Kelvin

Un máximo de 14 tera (trillones) de voltios

Protones colisionando 30 millones de veces por segundo

34 países en colaboración

Entre 3 y 6 billones de euros

De la combinación de todos esos datos, y varios más que se me escapan, surgió el Large Hadron Collider. El último gran armatoste de la ciencia –de hecho, el experimento más vasto de la historia, se echó a andar no hace mucho. Si he comprendido bien, de lo que se trata es de hacer que los protones choquen con tanta energía y tantas veces como para replicar el estado de cosas apenas unos instantes después de acontecido el Big Bang. De esos choques, según dicen los que saben, una gran cantidad de cosas pueden emerger. Estos científicos en particular están ocupados afinando sus instrumentos para percibir ciertas partículas que explican los modelos actuales del cosmos. Pero no es seguro que se dejarán ver. No es seguro, en realidad, qué aparecerá. “No importa lo que salga de ahí, algo nos dirá”, dicen los involucrados.

Un científico avecindado en Hawái, junto con otro en algún lugar de España, han decidido que no es suficiente saber que será interesante lo que sea que surja de la máquina; no es suficiente saber que algo nos dirá del universo. No es aceptable porque, de acuerdo con la demanda que interpusieron en una corte de las islas estadounidenses contra el instituto que aloja el experimento, es posible que el mundo desaparezca.

No es seguro. Pero es posible: dos protones al reventar en un encontronazo podrían crear un mini agujero negro, uno de esos simulacros de la nada y nos engulliría sin demora. Y con la posibilidad es suficiente. Cómo entender que se gasten millones de euros y de horas en construir tal edificio subterráneo para ver qué sucede si no fuera suficiente con la posibilidad.

Siempre creí que si era preciso llegar hasta ese punto y practicar el hara-kiri global, lo haríamos enfundados en banderas políticas, vestidos con los colores de patrias y regiones recalcitrantemente opuestas. Pero parece que será un esfuerzo noble, una empresa en la que participan científicos de países enfrentados sin discrepancias desastrosas, lo que nos acercará al cataclismo final. En un sentido, no es del todo fatal saber que desapareceremos en pos del conocimiento: En el intento por explicarnos nuestro origen, tropezamos con una de esas probabilidades funestas y desaparecimos, no está tan mal. Mejor así que la simple extinción por agotamiento.

No me queda muy claro todavía, si es que sucede, cuánto tiempo tendremos desde el momento en que los malhadados protones colisionen hasta que seamos sólo el ensueño de astrofísicos en algún otro lugar del universo. Imagino que no habrá tiempo para consignas, ni para grandes soliloquios. Cuando suceda, habrá que contentarse solamente con la cotidianidad interrumpida.

– Pablo Duarte

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(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.


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