Lizalde, rosas y tigres/ 2

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En su libro Autobiografía de un fracaso, que se lee como una pequeña novela de aventuras literarias y que por debajo del título sombrío y autoflagelatorio, solamente atenuado por una poco tenue ironía, es más bien la autobiografía crítica de una segunda o tercera etapa de su “carrera” de poeta: la de su participación central con otros poetas de más o menos la misma edad en una voluntariosa aventura llamada poeticismo, Eduardo Lizalde, nacido en la ciudad de México y en 1929, ha desplegado su “confesión desdeñosa” en la forma de un breve autorretrato del tigrillo tironeado por tres vocaciones, sólo tres por el momento, una de las cuales implicaba acelerados e intensos aprendizajes en los poetas clásicos españoles del Siglo de Oro y en los del modernismo:

“Soy, se ha dicho, escritor de maduración tardía –si es que he madurado realmente–, pero escribí poemas desde niño y, a los 13 años o 12, me consideraba capaz de llevar adelante de manera genial cuando menos tres carreras: la de cantante, la de pintor y la de poeta. Me parecía posible, en breve tiempo, ser cuando menos Titta Ruffo, Miguel Ángel y Góngora, si me empujaban vientos propicios.”

(Interrupción y aclaración necesaria para los posibles no iniciados en los claroscuros de la boscaglia operística que se habrán alarmado al leer que Eduardo, aún niño, quería ser Titta Ruffo. Lizalde no pretendía convertirse en transexual y hacer carrera de, digamos, soprano coloratura. Es de saberse que Titta Ruffo, contra lo que eso de Titta parecería indicar a lectores de habla española, fue hombre y uno de los más célebres barítonos italianos; lo cual, de paso, querría decir que acaso ya en su tierna adolescencia Eduardo disponía de una potente voz de barítono, precisamente… Y, por lo demás, ya se sabe: Miguel Ángel fue gran pintor y escultor italiano y renacentista, y Góngora un gran poeta español, culterano, barroco y… gongorino.)

“Eran sueños sin fundamento —continúa Lizalde, implacablemente inclinado con afán autocrítico hacia sus años de ambiciosa mocedad de triple vocación—, pues muy provinciano andaba yo a los 15, durante mi preparatoria en la Universidad de Puebla, y muy en la ruta del peor romanticismo y del más despistado modernismo. La peligrosa costumbre de coleccionar reliquias familiares que tiene mi madre me ha hecho descubrir esos primeros lamentables sonetos, cuya escritura alentaba mi padre para enseñarme los misterios de la más simple artesanía: ‘¿Por qué, placer, si pareciste un siglo,/ te volviste de pronto raudo instante,/ y tú, dolor efímero y punzante,/ dejaste vivo el colosal vestiglo?’. Y como ésos, otros grandilocuentes endecasílabos que mal seguían los pasos del más empalagoso Amado Nervo.”

A los veinticinco años nuestro personaje, que había deslumbrado a sus compañeros de la escuela preparatoria como un campeón de las matemáticas, un versificador marmóreo y un espontáneo o formal orador que transformaba un pupitre o la mesa de cualquier taberna en proferidora tribuna (¿de su flamante marxismo-leninismo?), prematuramente se consideraba desorientado filósofo, viejo aprendiz de cantante, mal pintor y poeta deplorable (yo no acredito nada; eso lo dice él, tal vez exagerando, en el verbal cilicio al que llama autobiografía). Antes, hacia 1948, a sus 19 años, ya había decidido salir de anacrónicas gongorinerías y añejos rubendarismos, ya era lector asiduo y analítico de Baudelaire, de López Velarde, de los poetas españoles del 27, de los Contemporáneos mexicanos: Villaurrutia, Gorostiza, Novo, y de Neruda, de Borges, de Eliot y Pound, y ya (aunque quizá todavía con la melena de intemporal vate y elegante bohemio actualizado) ardía en el deseo de inventar una nueva vanguardia. Y entonces fundará con Enrique González Rojo el poeticismo, grupo o movimiento o programa, o lo que fuese, al que algo después se incorporarían Rosa María Philips, Arturo González Cosío, y, más joven, el que continuaría siendo torrencial y deslumbrante poeticista pero ya sin ostentar esa etiqueta: Marco Antonio Montes de Oca.

La verdad sea dicha: he acabado dos veces de leer la inteligente, entretenida y anecdóticamente bien sazonada Autobiografía de un fracaso sin llegar a saber claramente qué cosa era, si realmente la hubo, la teoría del poeticismo. Lizalde, quizá por descuido, quizá por una astucia precautoria, no presenta allí de manera suficiente y precisa esa teoría. He creído entender que se trataba de concebir y practicar la poesía desde un método racional y casi mecanicista de ordenar imágenes y metáforas en desarrollos consecuentes y lógicos; es decir que al parecer se intentaba la construcción de un rigoroso método, una estricta técnica de poetizar, una perfecta “máquina de cantar” (no sé hasta qué punto emparentada con la que Machado primero y Zaid después han ilustrado con humorismo). Uno de los primeros ejemplos, casi emblemático, de esa cerebral fabricación de poesía sería este bello aunque frío, calculadísimo soneto de Lizalde y de 1950, titulado “Martirio de Narciso”:

Al verterse en los charcos la apostura

del que delgado está, pues disemina

sus reflejos, el agua femenina

se hiela por guardar cada figura.

El revés del cristal nos asegura

su espalda contener: allí camina

la sangre que en Narciso se origina

cada vez que un espejo se fractura.

Pulida tempestad en los cristales

impide que navegue su reflejo;

le da ceguera un Tántalo cercano,

quien dice amordazando manantiales:

aquel que aprisionar logra un espejo

puede apretar el mundo con la mano.

Publicado previamente en Milenio Diario

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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