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Una de las obsesiones más recurrentes y enternecedoras del nacionalismo catalán ha sido, desde siempre, hacer de Cataluña un país normal. Un país con su lengua, sus embajadas por el mundo, Ministerio de Hacienda y representante en Eurovisión. El modelo de Pujol empezó siendo la Suecia socialdemócrata, pero más tarde a algún iluminado se le ocurrió que lo mejor era girar la vista hacia los Balcanes; hasta del Kurdistán hablaron. Ahora, sin embargo, Cataluña ya no tiene necesidad de fijarse en nadie. Los catalanes somos gente industriosa y en estos momentos disponemos de un argumento de normalidad patriótica que para sí quisiera el Quebec: tenemos una región secesionista. Nada menos. ¿Qué otro protoestado puede vanagloriarse de contar, antes de su proclamación, con un pedazo de suelo independentista? Definitivamente, somos un país normal. Por lo pronto, tan normal como España. En Madrid deberían echarse a temblar.
     Y es que en febrero de este mismo año, el Conselh Generau d’Aran aprobó por unanimidad un documento en el que reclamaba que el nuevo estatuto catalán reconociera la libre adhesión de la Vall d’Aran no ya al Estado Español, sino a la Comunidad Autónoma catalana. Obviamente, el documento no se quedaba en eso, porque es sabido que a todos los patriotas, incluidos los araneses, les pierden los símbolos. El texto exigía también que el aranés fuera lengua cooficial en toda Cataluña, derechos históricos “similares o equiparables a los territorios forales” y la no inclusión de Aran en ninguna división territorial que no fuera —y aquí más de un pecho debió estallar de gozo— “ella misma”. Pero no se crean que estamos ante un caso de lo que Freud llamaba el narcisismo de las pequeñas diferencias. La Vall d’Aran, con sus cincuenta mil habitantes repartidos en un puñado de municipios, dedicados principalmente a la industria turística y circunscritos administrativamente a la provincia de Lérida, no es que sea ligeramente diferente, es que es una nación. Una nación que exige tener su lengua, sus embajadas por el mundo, su Ministerio de Hacienda, etcétera. La cara que los nacionalistas catalanes pusieron ante semejante iniciativa fue, literalmente, un poema: lo de tener una nación oprimida les gustó —¡ahí está, al fin nos ha salido un País Vasco!—, pero les provocó la misma inquietud que sentiría Drácula al descubrir una mañana que su imagen se refleja en el espejo. Las arrugas, las patas de gallo y las carnes flácidas eran tantas y tan ostentosas que pasaron la propuesta al limbo de una comisión. Y ahí sigue.
     Sin embargo, nada de esto asombró a nadie. Pese a tener sus orígenes en los seminarios y los consejos de administración, el nacionalismo catalán es un fenómeno de naturaleza básicamente poética —es decir, léxica—, y no hay un solo catalán que no esté tan familiarizado con las palabras “nación”, “lengua” e “identidad” como el más aplicado aspirante a cátedra de Heidelberg. Son éstos conceptos que aquí se manejan con pasmosa facilidad. Si una carretera tiene baches, por ejemplo, se dice que “se maltrata nuestra identidad como pueblo”. Si los estudiantes de primaria salen más botarates que en Albania, se dice que “el catalán como lengua vehicular está amenazado”. Y así sucesivamente. Gracias a ello, el movimiento secesionista aranés ha sonado aquí a canción conocida. Bien es cierto que ahora la canta otro, y que nos la canta a nosotros —a los catalanes en su conjunto, se entiende—, pero en el fondo no importa: las palabras son las mismas y se establece una cierta continuidad. “El pueblo catalán comprende y respeta los derechos del pueblo aranés…”, puede decir algún capítulo del nuevo estatuto para sortear tan espinosa cuestión. Y así todos sabremos que, en lo más íntimo de su ensimismamiento, no hay patria oprimida que no albergue la coqueta ambición de ser también opresora.
     Acabe como acabe este magnífico lío identitario, servirá para poner de manifiesto, por enésima vez, una cansina obviedad: que tras cada reivindicación patriótica, tras cada demanda de traspaso de competencias en federaciones deportivas, centros de salud y relaciones exteriores, se oculta un tipo bronco, un alcalde choricero que tiene las manos gastadas de tanto frotárselas ante la perspectiva de encargarle a su cuñado la gestión de un presupuesto que nunca es tan abultado como debiera. No sé yo qué dirán la ONU, la Unión Europea y La Caixa ante la perspectiva de una Vall d’Aran libremente asociada, pero por lo que a mí respecta, el tránsito de colonia a metrópoli me tiene en un sin vivir. Con el tiempo, me había hecho a la idea de ser un ciudadano vagamente expoliado, pero había logrado sobrellevar tan desdichada condición razonablemente bien; hasta envidiablemente bien, visto el indecible sufrimiento que provoca entre algunos de mis amigos, sobre todo entre los más ricos. Pero que después de tantos años de opresión me salgan los araneses diciendo que no son un “país catalán” y que nosotros —los catalanes en su conjunto— les tenemos colonizados… Ustedes verán, pero a mí me parece que esto no hay quien lo aguante. –

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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