No puedo decir que estuviera sorprendido cuando se hizo evidente que Andrés Manuel López Obrador no aceptaría su estrecha derrota en las elecciones presidenciales de México. Pasé algún tiempo cubriendo su campaña en Tabasco para la New York Times Magazine (también acompañé a Felipe Calderón en una gira), entrevisté a muchos de sus seguidores en la ciudad de México, y me convencí de que AMLO había dado su victoria por sentada desde el primer momento, y de que sus seguidores habían hecho lo mismo. Al parecer, para ellos ésta no era una elección, sino el advenimiento de un salvador por largo tiempo esperado. E incluso los más seculares de entre nosotros comprendemos que no existen otros contendientes cuando el acontecimiento en cuestión es el Segundo Advenimiento.
No dudo que esta acusación de mesianismo pueda parecer injusta para más del treinta por ciento de los mexicanos que, según las encuestas, aún creen que Los Pinos, los plutócratas del diario Reforma, los empresarios del norte y el Instituto Federal Electoral le arrebataron la Presidencia a AMLO. Aunque este número disminuye y aunque sea revelador que algunos de los intelectuales que antes apoyaran a AMLO, como Carlos Fuentes, hayan roto filas, cualquiera que viaje a México y esté dispuesto a escuchar –sobre todo en la capital y en el sur– sabe que para decenas de millones de mexicanos, literalmente, la democracia mexicana es aún, en el mejor de los casos, una promesa incumplida, y en el peor, una broma cruel. Estas personas constituyen el capital político medular de AMLO, y el pánico que exhibieron los sectores dominantes de México antes de la elección ante la posibilidad de una victoria lopezobradorista, así como el alivio que mostraron cuando ganó Calderón, sólo confirman sus sospechas.
Y la nuestra es, para bien o para mal, una era de sospechas. En Estados Unidos, los populistas de derecha despotrican contra la línea supuestamente liberal de los así llamados medios de comunicación mainstream. En México, los sectores depauperados que atestiguan su propia exclusión de los derechos políticos mantienen la misma desconfianza resignada ante los medios que, en el caso mexicano, suelen alinearse obedientemente con los grupos en el poder. Al menos los derechistas estadounidenses tienen a Fox News de su parte; difícilmente puede considerarse que La Jornada sea un arma de peso equivalente para los izquierdistas mexicanos.
Consciente o inconscientemente, AMLO sabía cómo despertar estas sospechas incluso durante el primer período de la campaña presidencial, cuando él y sus seguidores creían sin sombra de duda que Calderón no tenía esperanza. Al observarlo dando discurso tras discurso por todo Chiapas o sumergiéndose en las multitudes de admiradores extáticos, ante la desesperación de su escolta de seguridad, me pareció que tenía lugar algo más que la clásica comunión del político populista con sus seguidores. Por supuesto que el elemento del populismo está presente en López Obrador, por supuesto que fue incorrecto y calumnioso, aunque sin duda tremendamente efectivo en términos políticos, que la campaña de Calderón lo acusara de comunista o de estar al servicio de Hugo Chávez. López Obrador no es un comunista, es un populista –tal vez el más talentoso que América Latina haya visto desde Perón, con quien guarda un parecido más que casual pese a todas las diferencias en su pasado. Pero fuera lo que fuera, Perón invariablemente se presentaba en términos seculares (Evita era otro asunto), mientras que la presentación que hacía AMLO de sí mismo era la de un salvador, simple y llanamente.
No cabe duda de que en las entrevistas (incluida la que me concedió) López Obrador era capaz de pormenorizar con gran fuerza y elocuencia un programa político. Y aunque a mi parecer, y quizá al parecer de una pequeña pluralidad de votantes mexicanos, no tenía ninguna explicación convincente sobre cómo iba a pagar por sus promesas, hay que decir que Felipe Calderón también parecía apoyarse en eso que en la jerga política estadounidense se ha dado en llamar la “economía vudú”. Que Calderón, para apaciguar a algunos lopezobradoristas, como tendrá que hacerlo si pretende gobernar, haya de implementar por lo menos algunas iniciativas de bienestar social llamativas, del estilo de López Obrador, sólo puede empeorar las cosas. No obstante, ante la gente, AMLO parecía cultivar su personaje de Cristo –el personaje de un hombre que redimiría al país o se sacrificaría en el intento.
¿Realmente creía él en esto? Siento que no estoy en posición de arrogarme el derecho a opinar. Pero había algo sobre el ambiente en la campaña de López Obrador que me hacía pensar que, entonces como ahora, quizás lo creía. Me impactó sobre todo la espeluznante serenidad de AMLO. Cuando el equipo de Calderón lanzó sus spots televisivos difamatorios comparando a López Obrador con Hugo Chávez, el equipo de AMLO respondió de dos maneras. Sus asesores reaccionaron como lo hacen los asesores de campaña en cualquier país ante las encuestas desfavorables: afirmaron que las encuestas eran incorrectas, que las casas encuestadoras tenían línea, que las muestras no eran representativas, etcétera, etcétera… En pocas palabras, entraron en la modalidad de control de daños. Pero López Obrador reaccionó de manera muy diferente. Por regla general, se rehusó a hablar y dejó de dar entrevistas a la prensa (aunque la campaña se volvió más frenética que nunca). Pero cuando ocasionalmente se volvía accesible a la prensa, lo hacía con una espeluznante serenidad. ¿Cómo respondería a los ataques de Calderón?, le preguntaban una y otra vez. A lo que respondía: “Con amor y paz”.
Sin duda ésta es la reacción de un profeta, no la de un político. ¿Era tonto, tan tonto como la negativa de AMLO a participar en el primer debate, darle así a Roberto Madrazo la oportunidad de destruirse a sí mismo y a Felipe Calderón la de ganar holgadamente? Sin duda lo era. Pero, en cierto sentido, señalarlo no es el meollo del asunto. Después de todo, ¿quién quiere a un salvador que juega de acuerdo con las reglas? López Obrador no es un salvador, por supuesto, como lo ha sabido todo el tiempo la mayoría de la gente más sensata del PRD. Tal vez sería más preciso decir que es un político inmensamente talentoso, un hombre que ha logrado, nos guste o no, encarnar tanto los sueños como los resentimientos de gran parte de los desposeídos de México (los intelectuales de izquierda, aunque sin mucho entusiasmo, excepción hecha de Elena Poniatowska, lo apoyaron). El problema para que México siga adelante –o al menos eso le parece a este extranjero– es que AMLO parece pensar que sí es el salvador; sus seguidores sin duda lo piensan. Y Felipe Calderón no ha dado hasta el momento ninguna indicación de que sepa cómo reconciliar el México de AMLO con su presidencia. ~
Traducción de Marianela Santoveña
David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.