Hay lugares que yacen desde siempre a la sombra de la imaginaciรณn poรฉtica, y cuando nos acercamos a ellos no podemos hacerlo sin un ligero temor: nuestros pasos podrรญan despertar de su largo dormir los versos que se inscriben en el paisaje. El lago de Como es uno de esos espacios, y cuando en otoรฑo de 1991 llegamos allรญ para pasar una temporada, sentรญa una vaga inquietud. Tenรญa miedo de no poder descifrar el hechizo del paisaje alpino, sepultado por las miradas de millones de viajeros que han desfilado por allรญ.
En la suntuosa Villa Serbelloni nos esperaban con la sorpresa de un espacio milagroso de una casi insufrible belleza. En el jardรญn, rodeados de cipreses, conocimos a Charles Tomlinson y a Brenda. Los Alpes amenazaban con aniquilar nuestra imaginaciรณn bajo el peso de su artificiosa sublimidad. El fantasma del duque de Duino nos rescatรณ y, junto con varias parejas de artistas y sabios, nos llevรณ a visitar los salones, donde otro fantasma, la Principessa von Thurn und Taxis, nos esperaba bajo una pintura al temple de Tiepolo.
Espantada, la sombra de Josefina me arrastrรณ de nuevo a los jardines, donde los cipreses ─que no habรญan sido invitados a la reuniรณn─ parecรญan protegernos de tanta solemnidad. La mirada interrogante de mi esposa se cruzรณ con la de Charles Tomlinson, que le explicรณ, bondadoso, en un inglรฉs reposado:
─Se fingen muertos, Josefina, sienten que algo va a ocurrir y quieren permanecer desapercibidos.
Se referรญa a los cipreses que nos rodeaban y no a los invitados, de quienes habรญamos huido para tratar de confundirnos con las sombras del paisaje. Y asรญ fue como el poeta inglรฉs se convirtiรณ en nuestro intรฉrprete y tradujo las seรฑales del paisaje italiano que nos protegรญa. Tomlinson ya nos era conocido gracias a la extraordinaria aventura poรฉtica que emprendiรณ con Octavio Paz, y que dio como resultado Hijos del aire/Air Born (1979), un hermoso libro donde cada poeta entrega su versiรณn de los poemas del otro. Los dos poetas ya habรญan hallado la forma del diรกlogo lรญrico en una antigua forma japonesa de encadenar versos escritos alternadamente por dos o mรกs personas. El fruto de ese fascinante experimento de armonรญa fue Renga, que se publicรณ en Parรญs en 1971 y en Mรฉxico al aรฑo siguiente. Seguramente Tomlinson habรญa bebido en la sabidurรญa de Basho y de otros poetas viajeros los secretos que descifran los paisajes.
Ahora, sumergidos en el paisaje alpino que parecรญa aislarnos del mundo, iniciรกbamos una amistad con el este hombre de apariencia tranquila, de poco mรกs de sesenta aรฑos, en cuyo interior se agitaban insospechadas vehemencias. Los dรญas transcurrรญan entre largos paseos por las colinas boscosas, muchas horas de lectura en nuestra habitaciรณn del castillo y cenas exquisitas con los otros fantasmas invitados. A la hora del aperitivo, en el salรณn de las columnas, como sombras nos reunรญamos a intercambiar medallas espirituales. Apenas podรญamos, nos refugiรกbamos bajo los cipreses de nuevo.
─Dudan si se moverรกn ─nos explicรณ Tomlinson─, como si pudiesen subir la cuesta sรณlo deseรกndolo. Luego se quedan completamente quietos.
Mientras los cipreses dudaban, en la Villa Serbelloni se celebraban cada noche unos extraรฑos y fastuosos aquelarres, convocados por una mezcla estrafalaria de espรญritus que musitaban solemnidades mรกgicas en nombre de Plinio el Joven, el duque de Sforza, el conde Sfondrati, el duque Serbelloni, el seรฑor Rockefeller o la hermosa heredera Ella Walker, convertida en Su Alteza Serenรญsima Principessa della Torre e Tasso. Pero los cipreses, nos explicaba Tomlinson, no se sacuden al estruendo de esta mรบsica byroniana: para eso su follaje es demasiado compacto.
En esos dรญas la lluvia se abatรญa con frecuencia sobre Bellagio y la oscuridad nubosa prolongaba durante el dรญa las inquietudes de la noche otoรฑal. Una tarde hรบmeda que subรญamos a la Villa Serbelloni desde el pueblecito de Bellagio, escuchamos que se deslizaba entre la vegetaciรณn recortada del jardรญn, pausada y tranquilamente, una mรบsica que parecรญa emanar de las largas sombras de los cipreses. Sรบbitamente la mรบsica dio un salto y se puso a palpitar en una cadencia amenazadora. Para entonces, nosotros รฉramos ya como unas sombras que regresaban al castillo donde nuestro amigo el compositor Alvin Singelton estaba escuchando una de sus composiciones: la pieza, era de preverse, se llamaba Shadows.
─Son sombras culturales ─le dijo Alvin a Lisa al vernos─ surgidas del subconciente: reflejos, impresiones fugaces y, aรบn, esqueletos.
En la mรบsica de Singelton se funden sus experiencias de neoyorquino agitado y juguetรณn con la decantada sabidurรญa musical vienesa. Las sombras musicales de Singelton afirman con vigor y dulzura su derecho a existir ante quienes se interponen entre ellas y la luz. Asรญ nosotros, en la Villa Serbelloni, aprendimos de los cipreses a ser como sombras culturales que se deslizan en los intersticios de los grupos que se reรบnen para tomar su cocktail.
A veces otras sombras se reunรญan con nosotros a lo largo del camino de la colina. Una de ellas fue Peter Marin, un escritor que no encontrรณ nunca su lugar en la Villa y que pasaba los dรญas sumido en la tristeza. Cuando regresรณ a Santa Bรกrbara, escribiรณ en una carta: “Tรบ sabes, es raro, pero las pocas semanas en la Villa me cambiaron. Cuando retornรฉ aquรญ me sentรญ sustancialmente mรกs viejo, aunque no de una mala manera. Algo relacionado con la soledad forzada se hundiรณ dentro de mรญ, llegรณ a mis huesos como a veces el frรญo del invierno lo hace… Tal vez la vida en la Villa fue como rozar la muerte, con efectos similares a los de un accidente, digamos un choque de auto, cuando la muerte susurra en tu oรญdo tan inequรญvoca y dulcemente que no puedes olvidar su melodรญa”. Peter creyรณ que Bellagio estaba baรฑado por las sombras del Leteo, y escuchรณ los ayes de los ahogados en el lago, los mismos que escuchara Shelley en su fugaz paso por Como.
Todos los dรญas Tomlinson nos hacรญa ver que las sombras se convertรญan en piedras y rocas. Que estas rocas destilaban un tiempo aquietado absorbido pacientemente por las raรญces de los fresnos. Ese era el secreto del movimiento de los รกrboles, inscrito en un cรณdigo que sรณlo podรญa ser leรญdo cuando el libro de piedra era alumbrado por divinas luces crepusculares.
Semana tras semana se fueron yendo las sombras amigas. Lisa y Alvin retornaron a Atlanta. Brenda y Charles a Gloucestershire. Quedamos solos entre los cipreses, pero ahora ya entendรญamos su lenguaje y sus movimientos tomlinsonianos. En realidad estรกbamos acompaรฑados: cada semana llegaban nuevos invitados, pero ellos no se convertรญan en sombras pues no estaba allรญ Tomlinson para mostrarles el conjuro de los cipreses. Y nosotros no tenรญamos รกnimo para ello, ocupados ya en preparar nuestro retorno.
“ยกQuรฉ shock el regreso al mundo real!” dijo despuรฉs Tomlinson en una carta. “Pienso con frecuencia en las placenteras conversaciones que tuvimos en esas cumbres benditas, arriba de Bellagio”. Despuรฉs nosotros tambiรฉn descendimos, y desde las ventanas de la limousine que nos llevaba a Milรกn vimos que quedaba atrรกs, tal vez para siempre, la asamblea de cipreses disfrazados de clรฉrigos. Con aplomo, despuรฉs de la tormenta y superada al fin la incertidumbre, los lรกnguidos รกrboles miraban desde lo alto las pequeรฑas figuras humanas que cuchicheaban en torno al castillo y se aglomeraban a lo largo de enormes mesas para discutir o comer. Los cipreses seguรญan sin ser invitados, pero allรญ nadie se daba cuenta. A ellos les bastaban los murmullos que el poeta habรญa dejado impresos ─cuando comenzรณ a pronunciar Los cipreses por los caminos de Bellagio─ en las sombras que iluminan el fondo del lago de Como.
(Este texto es el prรณlogo del libro The Fox Gallery / La galerรญa del zorro, de Charles Tomlinson, Ediciones El Tucรกn de Virginia-Editorial Vuelta, Mรฉxico, 1996.)
Es doctor en sociologรญa por La Sorbona y se formรณ en Mรฉxico como etnรณlogo en la Escuela Nacional de Antropologรญa e Historia.