Parece algo menor, pero es un asunto importante. Hace seis años, cuando se produjo el escándalo de las caricaturas de Mahoma –en cuyos disturbios murieron más de cien personas y que estuvieron a punto de costarle la vida a su autor, Kurt Westergaard–, el semanario humorístico más importante de España no se atrevió a publicar una caricatura del profeta del islam. No estaba solo. En España, El País tampoco se atrevió a hacerlo, y tampoco años después se atrevió Yale University Press, en un libro sobre la controversia. Hace unos días, El Jueves publicó chistes sobre Mahoma en la portada y había varias tiras en el interior.
Es una buena noticia y algo que anima a leer la revista, al igual que el hecho de que, tras años de timidez y alguna reacción vergonzosa de la Justicia, El Jueves haya endurecido las bromas sobre una familia real española empeñada en dar buenos temas para chistes. La publicación de las caricaturas de Mahoma sucedía tras una nueva oleada de protestas por un vídeo en Youtube, “La inocencia de los musulmanes”. Los disturbios incendiaron buena parte del mundo musulmán, causaron decenas de muertos (entre ellos del embajador estadounidense en Libia, aunque parece que fue un ataque planeado) e hicieron que muchos se preguntaran si a la primavera árabe le seguiría un otoño islamista.
El semanario francés Charlie Hebdo dedicó también su portada a la irritabilidad de algunos fieles, jugando con la película Intocable. Charlie Hebdo sufrió un atentado hace unos meses, por bromear con la victoria islamista de las elecciones en Túnez.
El vídeo de Mahoma es una bobada, cuya pobreza artística solo supera su zafiedad intelectual. Un elemento perturbador es que su presunto autor –que vive en Estados Unidos, es de origen copto y tiene un historial delictivo– lo presentara como tráiler de un filme de un director israelí financiado por cien donantes judíos. La película es una tontería y no merecía que se le prestara ninguna atención. Pero el caso ha mostrado, una vez más, una clara incomprensión en muchos países musulmanes, donde parece que a mucha gente le cuesta entender que el hecho de que las leyes de un Estado permitan algo no significa que ese Estado apruebe o tome parte en su producción. Hay una sensación de paranoia. Y existen líderes políticos y religiosos que aprovechan esas situaciones, como se ve al repasar la génesis de cualquiera de estas polémicas.
Desgraciadamente, si parece que en los países musulmanes hay gente que no comprende bien esa distinción, en Occidente hay quien tiene problemas para entender de qué estamos hablando. En el argumentario habitual destacan dos ideas: la confusión entre la crítica legítima a una ideología y la persecución –deplorable y peligrosa– de las personas; por otra, la responsabilidad o la prudencia, que a menudo son un eufemismo para “miedo” y que solo funcionan en una dirección: como los seguidores de algunas religiones son inevitable y pavlovianamente violentos, no hay que ponerles nerviosos. A veces hasta se detecta cierta envidia en algunos sectores cristianos: la violencia de los musulmanes está mal, pero hay que reconocer que se hacen respetar y cuando uno ve las cosas que se hacen con los santos y las vírgenes… El Mundo publicó un artículo titulado “El uso irresponsable de la libertad de expresión”, de M. Laure Rodríguez Quiroga, investigadora del Instituto Universitario Euro Mediterráneo, de la Universidad Complutense de Madrid, que comenzaba diciendo: “Huelga decir que debe resultar repudiable el uso de la violencia, como lo ha sido el asalto a un edificio que ha terminado con la muerte de varias personas” (las negritas están en el original), para añadir:
El uso irresponsable de la libertad de expresión de personajes como el señor Bacile, vician cualquier camino de entendimiento y respeto mutuo. Estos actos, suponen una intromisión violenta al punto de vista moral, reforzando el fracaso de las numerosas propuestas de diálogo entre personas de diferentes culturas, sensibilidades y creencias.
En The Guardian Andrew Brown pidió prohibir el vídeo, porque incitaba al odio. En el diario El País, Ignacio Cembrero proponía un trueque: que la ONU aprobara una ley contra la blasfemia –que incluiría recomendaciones, pero no sería “coercitiva”– a cambio de que los países islámicos “estuviesen dispuestos a aceptar la libertad de culto y de conciencia”. El mismo Cembrero pensaba que el intercambio no sería posible, aunque no señalaba una razón muy clara: si alguien cree que se debe prohibir la blasfemia, por definición no está a favor de la libertad de conciencia. Desde Sócrates a las Pussy Riot, el delito de blasfemia ha justificado la persecución de la investigación científica y filosófica, de las minorías étnicas y religiosas, de la creación artística y de la disidencia política.
En este mismo website, un post de Juan Manuel Villalobos sobre “La doble moral de la libertad de expresión” equipara varios casos: las declaraciones de Lars Von Trier en el festival de Cannes, cuando dijo comprender a Hitler; la publicación del panfleto de Richard Millet Elogio literario de Anders Breivik; el vídeo de Mahoma y las insinuaciones de Carmen Aristegui sobre un supuesto alcoholismo de Calderón. Son todos casos distintos. Pero además son distintas las consecuencias: no es lo mismo recibir críticas en la prensa o perder un trabajo que sufrir amenazas de muerte y atentados, o que se asesine a personas y se ataque a instituciones que no tenían nada que ver en el asunto.
En España, el Centro Islámico Camino de la Paz decidió presentar una demanda contra El Jueves por los presuntos delitos de injurias, calumnias y ofensa de los sentimientos religiosos. Que eligieran la vía legal es una buena noticia. Otra cosa es que el artículo del Código Penal en el que se apoyaban –que blinda los sentimientos religiosos– debería desaparecer de la normativa, ya que es en sí religioso y no tiene sentido en un Estado aconfesional. Los sentimientos pertenecen a una categoría algo gelatinosa y en general no están protegidos: por suerte, los seguidores de un equipo de fútbol no pueden denunciar los cánticos que atacan a su club; los amantes no pueden recurrir a la justicia cuando los abandonan.
La libertad de expresión es un principio esencial y hay que defenderlo en sí, pero, además, el humor puede tener una función pedagógica. Los chistes El Jueves y de Charlie Hebdo enseñaban algo que es trágico y espeluznante, pero que también es profundamente ridículo. Decía El Jueves: “Para entendernos: no ofendes a Mahoma si: en su nombre degüellas infieles, decapitas a quien escuche música, ahorcas homosexuales, encarcelas a una niña de 12 años con síndrome de Down por blasfemia, lapidas mujeres por haber sido violadas… Ofendes a Mahoma si: le dibujas caricaturas”. Estos días, una asociación británica de estudiantes ateos ha tenido que abandonar una feria universitaria porque tenía una piña en su stand que se llamaba Muhammad. Es un grave error: todas las semanas nos llegan noticias de personas perseguidas por delitos de blasfemia, y Occidente debería dejar siempre claro que no aprueba que se persiga a nadie por sus opiniones sobre criptozoología. Quizá, que el humor destaque el absurdo de la indignación religiosa pueda no ser solo valiente, sino también útil: tal vez ayude a que los creyentes decidan que ni ellos ni sus dioses deben ofenderse por nimiedades. Ese sentido común no es una importación occidental: es universal, y también tiene antecedentes en la cultura islámica. En el siglo X, el poeta iraquí Al-Mutabanni escribía:
“¿El sentido de la fe reside en afeitaros el bigote?
Oh, gentes cuya ignorancia es el hazmerreír de las naciones”.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).