Los guardianes del hielo

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¿Que importa si te gusta Coldplay?

Calle 13

Llegué tarde a la repartición del gusto por el rock. Lo digo con alivio porque el buen gusto, como la moda, es resultado de una erudición neuróticamente actualizada. Sin embargo, me consuela pensar que mi carencia generó un proyecto primitivo: descubrir sin prisas, por mi cuenta, las Indias Occidentales del rock ya conquistadas y colonizadas.

Lo observo en algunos amigos, cuya autoridad en las últimas bandas es preocupante por milimétrica: sus juicios en materia de música han superado las pruebas de rigor del tiempo (originalidad, vigencia e influencia) para defender la acumulación de novedades instantáneamente canónicas. Su memoria se ha vuelto osmótica, esto es, una memoria ajena, adquirida a través de la reiteración popular; una sabiduría intuitiva que exige, antes que fundamentos o comprobaciones, el acomodo más o menos razonado de lugares comunes. Bajo esa lógica, cualquiera es inconsciente experto en los clásicos del rock: Los Beatles, Los Rolling Stones, Creedence Clearwater Revival, Pink Floyd o Radiohead, pero no un perito en grupos indies –o “imposibles”, como calificaba Luis Ignacio Helguera a los escritores que no tienen razón de ser pero florecen al aire purificado de su tiempo, conquistando el reconocimiento a su labor anómala. Todo mundo puede silbar la melodía o cantar una estrofa de “Yesterday”, “Satisfaction”, “Have You Ever Seen the Rain?”, “Another Brick in the Wall” o “Creep”, pero unos cuantos saben al dedillo la discografía, las casas productoras y hasta los arreglistas de conjuntos con nombre presuntuosos como Spiritual Beggars (Limosneros del Espíritu), Cocteau Twins (Gemelos de Cocteau) o The Lightning Seeds (Las Semillas del Rayo).

El “injusto medio” entre indies y consagrados lo ocupan aquellos que gozaron de la fama especializada para luego aspirar, franciscanamente, a un solo seguidor: el mundo. El grupo de pop británico Coldplay es un ejemplo de esta renuncia a los privilegios del arte minoritario a favor de su divulgación universal, la transparencia democrática de sus procesos creativos, la exposición al ridículo y al fracaso, la complacencia estética a un grupo cada vez más numeroso, pero también más desencantado y disperso, de fanáticos. Cuando salió al mercado su primera producción, Parachutes (Paracaídas, 2000), nadie podía haber imaginado que de ella, de su sonido melancólico, autista y ambiental, se desprenderían cuatro sencillos, mucho menos que Coldplay comenzaría desde entonces a cavar su propia tumba en las alturas del éxito.

Prueba de lo anterior es que propios y extraños reconocen “Clocks” (“Relojes”) desde sus primeros e inequívocos acordes. El primer éxito global de Coldplay fue incluido en su segundo álbum, A Rush of Blood to the Head (Un impulso de sangre a la cabeza, 2002). Desde su aparición, “Clocks” ha sido objeto de numerosas versiones y parodias e, incluso, de un homenaje realizado por los viejos soneros del Buena Vista Social Club en Rhythms del Mundo (2006), una recopilación de “cubanizaciones” del rock y jazz en lengua inglesa. El piano –tocado sin pretensión o virtuosismo por Chris Martin, vocalista de Coldplay– reproduce una serie de acordes que bien podrían provenir de Philip Glass y su empeño por hacer memorable cada nota. Poco después una batería marcialmente sincopada, que contrasta con la sutileza atmosférica de los teclados, anuncia la voz de Martin: barítono indolente, sin adornos, que recita los versos de una canción de amor. Como en Guido Cavalcanti, la canción es aquí la mensajera encarnada del poeta, pero también un pliego petitorio para obtener la compasión de quien la escuche en su camino:

Se va la luz, no puedo estar a salvo,

mareas que intenté nadar en contra.

Me has puesto de rodillas.

Oh, pido y pido y ruego (mientras canto):

sal de las cosas que no han sido dichas,

dispara a una manzana en mi cabeza;

un conflicto que no puede nombrarse,

unos tigres que esperan ser domados.

La confusión no tiene fin jamás,

muros sellados, tic-tac de relojes.

Voy a volver para llevarte a casa,

no podría borrar lo que sabes ahora (mientras canto):

sal y aparécete sobre mis mares, maldice la oportunidad perdida.

¿Soy parte de la cura o de la enfermedad?

Oscura carta para un amor perdido, ruego de solidaridad a terceros, “Relojes” debe ser oída como un autorretrato crítico de Coldplay: un grupo que nada por inercia a contracorriente del gusto (o el disgusto) musical de nuestros días, confundido ante la gloria paradójica impuesta por un público que no lo toma en serio; un conjunto en la cuerda floja de su estilo o prosternado ante él, entre tinieblas, que prefirió desconocer los remedios del dinamismo y la inquietud a curar la nostalgia que lo caracteriza.

José Ángel Valente escribió en un libro curiosamente titulado No amanece el cantor: “Qué corto el tiempo que vivimos para saber que éramos el mismo”. Pese a su noble intención de renovarse y controlar la esclerosis degenerativa de su música, Coldplay no quemó las naves prometidas en sus dos últimos discos: X & Y (2005) y el fridomaniático Viva la Vida or Death and All His Friends (Viva la vida o La muerte y todos sus amigos, 2008). La acumulación de influencias tan dispares como Johnny Cash, George Harrison, Kraftwerk y Depeche Mode o los arreglos de Brian Eno apenas si han modificado la esencia y la reproducción en frío de la banda; al contrario, prueban que la infidelidad a uno mismo es sólo un pensamiento glamoroso, innecesario e imposible al fin.

Uno nunca llega demasiado tarde o temprano a Coldplay. De la primera a la última canción, el grupo es siempre igual: raramente nostálgico de día, tarde y noche; impasible de formas, ártico de gestos. A alguien como yo, fundamentalista de la serenidad, le tranquiliza saber que Coldplay jamás impostará por ocio, ego o capricho el genio que no tiene. Su medianía es la cima horizontal de un Everest que los espíritus sedentarios alcanzan sin esfuerzo.

Una vez, cierto alumno del último taller que impartió Elías Nandino llevó sus poemas. Nada más concluir la lectura, aquella joven promesa de la poesía mexicana fue tachado de frío por sus compañeros, a lo que el maestro respondió con exactitud oriental: “También el hielo quema”. Qué importa, entonces, que Coldplay esté quemado de tanto dejarnos fríos. En la punta de un iceberg, Martin podría cantarnos con falsete los versos de José Watanabe:

No se puede amar lo que tan rápido fuga.

Ama rápido, me dijo el sol.

Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,

a cumplir con la vida:

yo soy el guardían del hielo.

– Hernán Bravo Varela

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(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).


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