Los superhéroes que salvan a México

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En el año 2000 nació una nueva generación de orgullosos superhéroes mexicanos que quiso sustituir a los héroes de la patria del siglo XIX. Encabezados por el hombre de acero, Supermán, los superhéroes del siglo XXI aventajan, con sus hazañas míticas, a los padres de la patria, encabezados por el cura Hidalgo. Ese año circuló en inglés la edición anual de Superman, la famosa historieta publicada por DC Comics de la Warner Brothers, dedicada a presentar los tres nuevos superhéroes mexicanos.

La nueva mitología nos presentó, como debe ser para continuar la tradición, a un grupo de héroes benéficos que se enfrenta con las fuerzas del mal. En esta ocasión la lucha se produce en México, y aparecen por primera vez unos curiosos superhéroes que nada tienen que ver con el folklore tradicional: no hay supercharros, ni superadelitas, ni superbarrios, ni supermachos. Los tres superhéroes mexicanos son una anarquista nietzscheana flaca como una lombriz (aunque de tetas generosas), un genio precoz implantado dentro de una enorme máquina cibernética y un muerto viviente que se escapó de las ruinas del terremoto de 1985. Ellos son Ácrata, Imán y El Muerto, que aparecen en la portada, junto con Supermán, como los defensores de una bandera mexicana con los colores invertidos y una patria amenazada por extraños enemigos.

¿Pero quiénes son los extraños enemigos, los antihéroes? No nos encontramos ni chupacabras salinistas, ni supergringos, ni supernarcos, ni superzapatistas. Los malos de esta mitología postmoderna encarnan en una endeble niñita vestida de azul, de aspecto inocente pero dotada de inmensos poderes telequinéticos, capaz de canalizar la energía mística de la tierra, y manipulada por una banda terrorista de ecologistas que quiere vengarse de la nación más contaminante del planeta. Estos eco-terroristas invocan las antiguas fuerzas telúricas negativas que habían sido profetizadas por el dios Ometéotl, quien además advirtió que serían contrarrestadas por otra fuerza positiva encarnada en una especie de súper-Quetzalcóatl extraterrestre que, por supuesto, no es otro que Supermán, que aquí aparece como la caricatura prognata y despeinada del célebre amasijo azul de músculos enfundados en un inútil calzoncito rojo.

El México del año 2000 cambió en la imaginería pop, y no sólo en las esperanzas de millones de mexicanos que votaron contra el PRI. México dejaba de ser el triste país de inditos agachados, caciques machos y licenciados corruptos, para ser un espacio hipermoderno donde se confrontan las fuerzas globales del bien y del mal. La superheroína, Ácrata, es una grafitera pedante que al menor descuido cita a Nietzsche, a Kant, a Sócrates y a los grandes poetas, y que tiene en su casa a un gatito negro llamado Zapata. En realidad es la hija de un arqueólogo de la UAM-Xochimilco, sin cuya ayuda sería imposible confrontar amenazas que vienen de los ancestros indígenas. Ella no sólo se oculta tras una máscara, sino debajo de una apretada malla que no deja ver ni el huesito, adornada con el símbolo maya de la noche. El otro personaje, Imán, es la versión nerd y postmoderna de un niño héroe de Chapultepec: un jovencito rubio, hijo de una millonaria que alguna vez fue secuestrada, que ha desarrollado aptitudes científicas geniales, se ha convertido en el segundo astronauta mexicano y ha inventado una armadura robótica dotada de todos los trucos electrónicos necesarios para combatir al enemigo. Este superhomúnculo se oculta dentro de su transformer, una voluminosa caparazón cibernética, y enfrenta con poco éxito los inmensos poderes de la niñita escuálida que ocasionan el derrumbe del World Trade Center de Insurgentes. El tercer superhéroe mexicano se llama El Muerto: es una versión para cómic de Pedro Páramo, un cadáver andante con vocación para el sacrificio, aunque es un ser resentido que le reprocha a Supermán no haberlo salvado el 19 de septiembre de 1985, cuando murió aplastado en un edificio derribado por el temblor. Ahora se ha convertido en un personaje que oculta sus verdosas carnes putrefactas con una bolsita que parece la capucha del verdugo.

La gran confrontación ocurre cuando se concentra en el Zócalo una enorme manifestación en defensa de los “derechos de la tierra”, convocada por los perversos eco-terroristas. La niñita de azul usa los “poderes de la tierra” para desencadenar la destrucción de México. Al final, gracias a un conjuro de Omecíhuatl pronunciado por la superheroína kantiana, Supermán absorbe los poderes telúricos positivos de los antiguos mexicas, logra restaurar el equilibrio cósmico y salvar a México de la destrucción.

A muchos les parecerán chocantes y alarmantes las nuevas formas que adopta la mitología postnacionalista, que no respetan los usos tradicionales de los símbolos patrios: en una auténtica mescolanza kitsch, los superhéroes mexicanos no vacilan en convocar en un mismo escenario las leyendas místico-mexicanistas al estilo de los concheros, el pensamiento whig inglés del conde William Pitt, unos terroristas ecológicos con cara de apache, el feminismo azteca en su variante punk, la ciencia astronáutica mexicana, el terremoto de 1985, los fantasmas rulfianos, el escudo nacional y las aglomeraciones de tránsito frente al Palacio de Bellas Artes. Este amasijo absurdo es una muestra –sin duda grotesca– de nuevas expresiones de la cultura de masas. Es un pequeño ejemplo de la expansión de las nuevas formas de legitimidad que paulatinamente irán sustituyendo al maltrecho nacionalismo revolucionario institucional. He analizado estos mecanismos en mi libro Las redes imaginarias del poder político: allí describo la construcción de nuevos teatros imaginarios donde se confrontan las fuerzas políticas en forma simbólica.

Hay que señalar que en la historieta que comento el hombre de acero es confrontado por los propios superhéroes mexicanos, que muestran cierto disgusto por su hegemonía. En cierto momento, en un arranque de nacionalismo postmexicano, la superheroína ácrata se niega a revelarle a Supermán el secreto que vincula un misterioso símbolo prehispánico con los ataques terroristas. Ella justifica filosóficamente su desconfianza: “Tal vez –dice Ácrata– Nietzsche estaba equivocado cuando dijo que todos somos esclavos del superhombre”.

Así, los mexicanos no se convertirán en esclavos de Supermán. Al menos, en esta historieta.

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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