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Quien conoce a Dios guarda silencio.

SAADI DE CHIRAZ

Para el poeta Luis Alberto de Cuenca y Prado

Enero de 1991. Los portaviones marines flotaban como tintoreras en el Golfo Pรฉrsico, esperando despedazar Irak. Habรญa volado hasta Madrid con una beca del Instituto de Cooperaciรณn Iberoamericana para estudiar un curso que ostentaba el tรญtulo exprรฉs de Profesor de Lengua y Literatura Espaรฑola. Yo, que no fui a recibir mi diploma de secundaria porque me daban vergรผenza mis maestros, me sentรญa acadรฉmico numerado. La beca era generosa pero duraba apenas seis meses. Asรญ que, por consejo de mi preceptor principal, me dediquรฉ a recorrer tascas, museos, mesones, dehesas, mรบsicos, plazas, escritores, peatones, bibliotecas. Como la de la calle de San Bernardo, en el barrio de Malasaรฑa, nocturno y exaltado por alguna armadura invisible, escalรฉ la estatua de Don Francisco de Quevedo y Villegas, cuando pensaba que nadie me miraba. Vivรญa en una pensiรณn de la calle Echegaray, a dos cuadras de la Puerta del Sol.

Luego de que me levantaran la canasta los espaรฑoles, que en castellano mexicano significa que la beca expirรณ, me fui a dormir, como muchos estudiantes veraneantes, al Youth Hostel de Santa Cruz de Mercenado.

Allรญ conocรญ a mi primera bandera marroquรญ.

Durante el dรญa podรญamos entrar al albergue a nuestros antojos de picos pardos. Ya por la noche debรญas tener la boleta para acceder a los dormitorios. Fue entonces que, platicando y observando, descubrimos la azotea. No era una azotea cotidiana de sรกbanas y calzones, sino una terraza recreativa para los bachilleres aventureros, casi todos en pareja. Para nosotros era una pรฉrgola sรบbita, bendecida por el almuecin y el grito del gallo, por Alรก y la Virgen de Guadalupe.

Los marroquรญes, como los oaxaqueรฑos en Nueva York, son camorra en cualquier lado. Asรญ que abrir su cรญrculo milenario a un trรญo de aztecas (dos fotรณgrafos chilangos ambulantes y un goliardo norteรฑo desbocado) era histรณrico para ellos y nosotros.

Obviamente (se entiende) ninguno de nosotros trabajaba. Aunque a ellos les urgรญa el curro de un modo โ€“digรกmoslo asรญโ€“ tribal, como el de nuestras heroicas espaldas mojadas. El Gordo, Lalo y yo navegรกbamos todo el dรญa por la misma Madrid (los รกrabes la bautizaron como Magerit) de Almodรณvar y El Diablo Cojuelo, cรกmara y memoria en mano, hasta que nos hacรญamos de un vino peleonero y sardinas a la vinagreta. A veces recibรญamos de pechito el atardecer en el Templo de Debod, en el Parque del Oeste, curiosamente (es egipcio) plagado de gatos.

Entre azul y buenas noches regresรกbamos al albergue de la estudiantina para encontrarnos con Alcazaquivir, Tetuรกn, Almina, Ceuta, Agadir, Fez, Mequinez, Esauira, Tiznit, Salรฉ, Khรฉnitra, Sous, Djerada, Settat, Bouarfa, Safi, Tandrara, Tizi, Uarzazate, Draa, Haouz, Ksar, Nador, Kerradsa, Taouz, Erfoud, Arcila, Tamanir, Rabat, Mohamedia, Xaven, Tarfaya, Uxda, Kacim, Jezzรกn, Larache, Azrou, Chouribga, Al Hocejma, Casablanca.

Faltaba sรณlo Alรญ, que siempre andaba buscando una cuevaโ€ฆ

– Samuel Noyola

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