Parábolas del silencio, de Eduardo Antonio Parra

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Avancé apresuradamente por el corredor que conecta la Línea Uno con la Línea Nueve del Metro. Faltaban cuatro minutos para la medianoche. Corrí escaleras eléctricas arriba para alcanzar el último vagón que salía de Tacubaya. Subí a zancadas los peldaños metálicos hasta quedar abajo de un muchacho moreno que vestía modestamente. Sus rasgos y estatura delataban alguna ascendencia que arrancaba del Istmo de Tehuantepec. Esta observación, en la ciudad más grande del mundo, a donde emigra la mayoría de los campesinos que meditan imposible el sueño de llegar al Otro Lado, no sería relevante si no hubiera descuadrado uno de los lugares comunes de mi educación norteña. Aquel en el que desde Matehuala hasta Guatemala todo era tacos de suadero, magueyes y temblores del fin de mundo. El paisa que iba un escalón arriba llevaba en la mano derecha, con la que los burócratas chilangos sostienen el eterno legajo amarillo, una edición del primer libro de cuentos de Eduardo Antonio Parra: Los límites de la noche.

Creo que fue Christopher Domínguez Michael el primero en advertir la cualidad netamente narrativa de Parra (León, Guanajuato, 1965), que trabajó hace muchos años en Monterrey como reportero de nota roja, experiencia que lo pudo haber asistido en la redacción del formidable “La vida real” (Tierra de nadie, ERA, 1999). Recuerdo que en sus años de estudiante escribió poemas y que se había propuesto leer a sus autores favoritos de cabo a rabo, entre ellos todo García Lorca. Reconozco que la fuerza aplicada a los versos de entonces terminó vertebrando algunas de sus historias: “Con el corazón engarruñado divide la nada de un machetazo”; grabando imágenes en planchas de cemento:“Inmóviles, mudos, medio ocultos en el follaje, los pájaros miran con asombro el cortejo fúnebre.”

Parábolas del silencio, su tercer libro de cuentos, confirma la presencia de un autor que ha llegado a dominar con astucia formal el género, mezclando los pronombres en un ejercicio laberíntico, en una suerte de ensamble vocal, dibujado con sangre, sudor y lágrimas. Tal vez sin proponérselo, Parra se ha convertido en un escritor que autopsia la realidad con el mismo bisturí que tuvieron en sus manos el Capote de In Cold Blood o el Borges de “El muerto”, alojado en las páginas de El Aleph.

Esta raíz moral de los radicales personajes de Parra (prostitutas mancas, ancianos lascivos, amantes frustrados y matrimonios amargados, trágicos tríos, ladrones devotos) está enterrada en el sótano de la ciudad y la sociedad. Aunque sus relatos transcurran en un barrio periférico, un edificio céntrico o un pueblo bicicletero, los seres que los animan, aunque espectrales, son de carne y hueso. Nos los podemos topar en el Metro, el Bosque de Chapultepec, el Zócalo, la Alameda Central, una pulquería. Personas que arrojan sombra, sin voz pero con historia, que trazan una parábola vital en la oscuridad del silencio.

Los nueve relatos de Parábolas del silencio aletean alrededor de nuestra conciencia apocalíptica y nuestra miseria urbana, ambientados en un clima sórdido, vaporoso, encandilado, seco, soporífero. Una conciencia que no ignora la intemporalidad de la geografía: “La luna se ha inclinado sobre la silueta equina del cerro”; ni una miseria con estilo: “ las llantas huérfanas que desde el suelo miraban las alturas con su enorme cuenca vacía”.

Tenemos una palabra olvidada por la veloz edad tecnológica que vivimos y que es el punto focal de los cuentos de Parra: pasión. En sus historias singulares pero vecinas, como pocas veces, la pasión se convierte en intensidad y la intensidad en literatura. Así el magnífico “Cuerpo presente”, donde los adjetivos arriba enumerados se trasmutan en la sensualidad natural con la que Macorina erotiza a todo un pueblo desde su burdel: “Era una puta, no una mercenaria.” Esta pasión narrativa de Eduardo Antonio Parra serpentea con sabiduría peatonal hasta enroscarse en algún poste de luz esquinera o en cualquier rincón demasiado humano, zigzagueando sobre las noticias que nos sorprenden a diario en las páginas de los periódicos.

Una noche lejana, para acabar con una discusión nutrida por el aguado café de Vips, se me ocurrió definir el realismo mágico como una receta bien graficada, inteligible, por un médico enfermo de imaginación. Dije que nuestro realismo a secas desborda cualquier intento de la imaginación literaria por parecer un exótico extremo de Occidente. Es un garabato de la Civilización, en donde algo va a suceder, o sucedió, o está sucediendo. ~

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