Magias parciales del OBLAE

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Considérese una antología oxoniense que entregue al lector de habla inglesa la noción de que Isabel Allende, el Subcomandante Marcos y Rigoberta Menchú son ensayistas latinoamericanos.
     En el “salón de rechazados” de esa antología se hacina, en cambio, gente como Leopoldo Lugones, Justo Sierra, Cintio Vitier, Luis Alberto Sánchez, José Luis Romero, Enrique Krauze, Mariano Picón-Salas, Fernando Benítez, José Revueltas, José Miguel Oviedo, Ricardo Piglia, Saúl Yurkiévich, Guillermo Sucre o Juan Villoro.
     Descubrí esta antología un lunes embotado en que quería echar a andar un ensayo pero, en lugar de ensayo, sólo me salía espuma turbia. Tampoco lograba juntar ánimo bastante para renunciar del todo, así que caminé hasta la estantería de los diccionarios y las enciclopedias porque recordaba haberme fijado, días antes, en un volumen que tomé erróneamente por el Quién-es-quién del ensayo en América Latina.
     Con seguridad —me dije— hallaría en él la fecha de nacimiento del colombiano Juan Gustavo Cobo Borda y podría entonces calcular a qué edad publicó su extraordinario ensayo La tradición de la pobreza.
     [La edad de Cobo Borda o, mejor dicho, la idea de la edad de Cobo Borda era en aquel momento un recurso de heurística —digámoslo así—, un motor de arranque, un suscitativo que podía o no venir en mi auxilio cuando estaba ya a punto de tirar la toalla.]
     Pero en el Oxford Book of Latin American Essays —en lo sucesivo, OBLAE1— no figura Cobo Borda. Y ya que lo pregunta, tampoco Rafael Gutiérrez Girardot, Juan García Ponce o Roberto González Echevarría, para nombrar sólo otros tres insoslayables que cualquiera esperaría encontrar en el tesoro oxoniense del ensayo en nuestro continente. Y ahora ¿qué tal unos párrafos sobre la auctoritas que convencionalmente se atribuye al Oxford Book de esto o de lo otro y sobre el anticipado asenso con que lo consultamos?
     La casa editora tiene su sede en un impresionante conjunto de edificios, viejos y nuevos, que ocupa un vasto terreno en Little Clarendon Street, en la ciudad de Oxford. El frontis neoclásico de su fachada principal y las medidas de seguridad que vedan el paso a los turistas le allegan un notable parentesco con la imagen que nos hacemos del Banco de Inglaterra: la Oxford University Press luce como el Fort Knox de la filosofía, las ciencias “duras”, las disciplinas sociales y la literatura en Occidente.
     El catálogo ofrece, por ejemplo, un Oxford Book of Military Anecdotes y, también, una refinación temática del mismo: el Oxford Book de anécdotas militares canadienses. Existe el Oxford Book de la poesía inglesa del siglo XVIII tanto como existen el libro oxoniense de la muerte y el de los aforismos; están allí el Oxford Book de las anécdotas literarias estadounidenses, el de poesía francesa de los siglos XIII al XIX, el de versos latinos medievales, el anecdotario de la política australiana y el de la realeza británica, el Oxford Book de relatos de fantasmas, el de cuentos góticos, el de las edades, el de modernos cuentos de hadas, el del envejecimiento —¿o del envejecer?—, el de versos satíricos, el del dinero, el de las plantas criptógamas —que también podría y quizá debería llamarse mejor Oxford Book de los musgos, los helechos, las algas y los líquenes—, el de los relatos de animales, el de la música ceremonial para órgano, el del matrimonio y hasta un cofre de suculentas trufas, verdadero epítome de la trivialidad conversacional y triunfo del coffe-table book: el Libro oxoniense de los villanos.
     Si en verdad tuvo razón Oscar Wilde al reducir la crítica a una forma civilizada de la autobiografía, ¿qué ojerizas, qué distinciones inmerecidas no animarán una antología de ensayos? Derrotar esa aparente fatalidad con recopilaciones lúcidamente desinteresadas, ajenas a la descaminadora inflazón de un Frestón ególatra, es lo que ha fundado, me parece, la autoridad del Oxford Book. Se me ocurren dos ejemplos superlativos de esto que digo: el Oxford Book del cuento estadounidense y la antología Oxford de cuentistas latinoamericanos.
     Distintivo del OBLAE es que muchas de sus notas de presentación respaldan el criterio de que el mejor ensayista latinoamericano es el ensayista involuntario, el ensayista “accidental”. Para lograrlo, el OBLAE va mucho más allá de la acostumbrada advertencia acerca del carácter excéntrico y proteico del “centauro de los géneros.”
     En lugar de considerarlo una forma deliberadamente literaria y de propósitos persuasivos, el OBLAE postula en su introducción que el ensayo latinoamericano es efusión, inevitablemente promiscua, de una cultura que sólo puede entenderse como “cultura derivada” —es así como nos llama— y que puede revelarse lo mismo “en una receta de cocina, una lista de mercado, un poema satírico o un comunicado político.”2
     A pesar de esta idiosincrasia de método que expande al infinito el universo del ensayo, el OBLAE sabe echar bola negra y hacer distinciones como esa de no considerar ensayo hispanoamericano nada que haya sido publicado antes del Grito de Dolores. En esto, por cierto, no se aparta del criterio adoptado por muchas otras antologías del ensayo en la región.
     Al hacerlo, el compilador del OBLAE enfatiza que sólo con muchísima imaginación puede tenerse a Sor Juana Inés de la Cruz por “protoensayista” latinoamericana, así su Respuesta a Sor Filotea de la Cruz pueda leerse como un brillante discurso de urgencia sobre la condición femenina en nuestro continente.
     ¿La razón de esta severa exclusión? La muy feble —especialmente después de todo lo advertido por Octavio Paz en Las trampas de la fe— de que la sociedad virreinal de la Nueva España no era “latinoamericana” en el sentido de remedo mestizo de Europa que la introducción del OBLAE prefiere dar a esa palabra.
     Pudiera ser, pero habría entonces que convenir también en que sólo con un camión de 18 ruedas repleto de imaginación puede verse en Rigoberta Menchú una ensayista, ya sea latinoamericana o de las otras. La imaginación compiladora del OBLAE se revela lo suficientemente posmoderna y psicotrópica como para ello.
     La nota acompañante de un fragmento de Yo, Rigoberta Menchú es modelo de la desaforada “corrección política” y de la improbidad intelectual que informan al OBLAE:

Campesina guatemalteca, Rigoberta Menchú entró a la vida pública luego de que el ejército guatemalteco diera muerte a su familia. Aprendió el español y se convirtió en una activista dedicada a hacer pública su aflicción, típica de las terribles injusticias sufridas por los pueblos de buena parte de América Latina. Yo, Rigoberta Menchú (1983) es el vívido y conmovedor relato de su vida y su época, editado y presentado por la antropóloga latinoamericana Elizabeth Burgos-Debray. El pasaje que sigue ilustra su estilo.
     […] A pesar de que, a menudo, Menchú necesita ayuda para escribir, su dominio del español escrito y la estructura de su exposición son extraordinarios. Es particularmente significativa su apropiación de la lengua de los conquistadores para denunciar la represión de que aquellos hicieron víctima a la población india del sur de México y Centroamérica. […] Al leerlo [se refiere al primer capítulo de Yo, Rigoberta Menchú], debe tenerse presente que, antes de que su relato alcanzase forma impresa, tuvieron lugar varias reescrituras. Esto es, pese a que la fresca voz oral de Menchú está presente, ha sido adulterada y modificada por un científico social occidental que actúa como traductor.

Dicho de otro modo: aunque Rigoberta Menchú no puede escribir en castellano sin ayuda, y a pesar de que cuando se anima a hablar la aborrecible lengua de Pizarro lo hace sólo para que una antropóloga trascriba y edite lo que la activista maya alcance a expresar en una lengua mocha, el compilador del OBLAE pudo discernir en la trascripción hecha por Burgos un dominio extraordinario del castellano escrito —algo, al parecer, totalmente acreditable a Menchú—, así como una sabiduría expositiva y hasta un estilo literario en las “frescas” oralidades indígenas que laten indómitas bajo las intervenciones de Burgos, proterva científica social que ni siquiera es occidental del todo: apenas latinoamericana: una observadora de “cultura derivada”: una médium mestiza que desde París adultera cuando trascribe y traiciona porque traduce.
     Con todo, al lector se le pide confiar en que el OBLAE haya sabido separar el grano auténticamente Menchú de la cegadora paja Burgos-Debray. Casi olvido contarles que el OBLAE traza, en esto de las “apropiaciones”, una línea de parentesco entre Cristóbal Colón y Rigoberta Menchú. Es cosa bien averiguada que Cristóbal Colón, cuya lengua madre era el genovés, escribía cartas al rey de España en un castellano chapucero, macarrónico. Justamente por esto último, el OBLAE considera al Almirante iniciador de una “tradición de apropiaciones que, al ser utilizadas con talento, crean asombrosas novelas, relatos y ensayos”.
     Inmediatamente observa:

que el primero de los ensayos escritos en la región lo haya sido por un hablante no nativo [de España] es, por supuesto, una metáfora, una prefiguración claramente en sintonía con la estrategia usada por Rigoberta Menchú, cuya autobiografía es transcrita por la antropóloga Elizabeth Burgos-Debray desde el punto de vista maya de Menchú en dirección a un lenguaje y una estructura narrativa accesibles a lectores de Occidente. Obviamente, tal grado de “traducción inherente”, y de apropiación lingüística, es evidencia de la maravillosa adaptabilidad del ensayo latinoamericano.3

Un discurso que segrega a Sor Juana del club de precursores del ensayo en el continente pero que, al mismo tiempo, juzga que las cartas de Colón al rey de España inauguran el género entre nosotros y, además, las homologa con recetas de cocina o listas de mercado, tiene la manga suficientemente ancha como para colocar al Subcomandante Marcos al lado de ensayistas como Luis Cardoza y Aragón, Manuel González Prada o Andrés Bello.
     Del Subcomandante Marcos, a quien describe como “a guerrilla freedom fighter”, tiene el OBLAE muchísimo más que una buena opinión:

Sarcástico, irreverente, el rostro siempre cubierto por un pasamontañas oscuro, el Subcomandante Marcos se dio a conocer rápidamente a través de Internet, en todo México y el extranjero, como un prolífico escritor de cartas y comunicados de prensa de estilo fresco y naturaleza posmoderna. A mediados de 1995, cansado de negociaciones con el EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional), el gobierno mexicano desató una campaña de difamación contra el Subcomandante Marcos al anunciar que su verdadera identidad era la de Rafael Sebastián Guillén Vicente, un antiguo profesor de la izquierdista Universidad Autónoma Metropolitana en Xochimilco. Pero a pesar de esta campaña sucia, su reputación de Robin Hood de la región se acrecienta con el tiempo. […] Aunque el Subcomandante Marcos es miembro distinguido de una tradición de guerrilleros latinoamericanos (Enriquillo, Ernesto Che Guevara, Edén Pastora y Abimael Guzmán), ostenta la posición única de haber usado la palabra escrita como su arma más afilada y explosiva. El establecimiento político mexicano pudo neutralizar a los rebeldes del EZLN, mas no desmantelar la inquietante persona intelectual del Subcomandante Marcos. Sigue siendo él uno de los revolucionarios más imaginativos del siglo y un ensayista de primer orden, y su escritura ejemplifica la verdadera encrucijada en que se juntan la literatura y la política latinoamericanas.

Un texto tan vendedor se hallaría quizá más a gusto en la contrasolapa de un vídeo casero sobre el Robin Hood de la Selva Lacandona —una made-for-tv-movie dirigida por Oliver Stone, por ejemplo— que en una antología destinada a estudiosos del pensamiento latinoamericano. ¿Qué tradición será esa que, según el OBLAE, hermana a un cimarrón dominicano del siglo xviii con Abimael Guzmán? ¿No será sarcasmo comparar al Che Guevara, mártir de todos los misticismos revolucionarios, con el hoy pacificado Edén Pastora, actual directivo de una cooperativa de pescadores de tiburón cuyo pasado insurgente pervive sólo en una abultada chistología nicaragüense en torno al guerrillero más políticamente voluble y chambón de Centroamérica? Y luego está eso de que el gobierno mexicano difama a Marcos al revelar su verdadera identidad, como si fuese posible difamar a Superman llamándolo Clark Kent.
     Pero supongamos ciertas, por un momento, la muy debatible afirmación de que el Subcomandante ostenta en la historia de América Latina “la posición única de haber usado la palabra escrita como su arma más afilada y explosiva” —la cursiva es mía— y la de que su escritura ejemplifique “la verdadera encrucijada en que se juntan la literatura y la política latinoamericanas”. Sería lícito entonces preguntar qué lugar otorga el Oxford Book del ensayo latinoamericano a Simón Bolívar, célebre cabecilla independentista del xix suramericano —genuino freedom fighter donde los haya habido—, prolífico redactor de cartas de amor, discursos parlamentarios, constituciones, decretos de guerra a muerte y de abolición de la esclavitud, fundador de varias repúblicas liberales hispanoamericanas y autor de ensayos políticos considerados visionarios por tipos tan disímiles como José Enrique Rodó, Fidel Castro, Arturo Uslar-Pietri, Carlos Fuentes, José Martí, Gabriel García Márquez y Hugo Chávez. Yo se los diré: el OBLAE reserva para Simón Bolívar —a pesar de haber comenzado a publicar después de 1810— el mismo salón de rechazados donde arrojó no sólo a J. G. Cobo Borda, sino también a Luis Rafael Sánchez, a César Moro y al inimitable Nicolás Gómez Dávila.
     Curioso artefacto este Oxford Book en cuyas páginas abundan las denegaciones a medias sobre su objeto de estudio y que, cada cierto trecho, llama la atención del lector hacia algún “ensayista” accidental y lo hace con enunciados como este, por ejemplo, sobre Isabel Allende: “Allende no ha cultivado plenamente el ensayo, pero sus incursiones en esa tradición [la del ensayo] son atrayentes”. La palabra inglesa que usa para adjetivar las incursiones de Isabel Allende es engaging, una de cuyas acepciones podría ser también la de “simpático”. La joya ensayística de Allende, espumada por el OBLAE de entre toda su obra, es una conferencia suya, dictada en Montclair State College, en torno a su debut como novelista. Esta “simpática incursión” en la tradición de las recetas de cocina, las listas de mercado y la cartas al rey de España le gana un puesto al lado de Enrique Anderson Imbert, Germán Arciniegas y Eduardo Caballero Calderón.
     Luisa Valenzuela es una narradora argentina nacida en 1938 que, característicamente, “no ha sido prolífica como ensayista”, y esto va dicho con las propias palabras del compilador. De ella dice también, con denodado penchant por los superlativos discutibles, que “es tal vez la más grande innovadora literaria salida de Argentina, si no de toda Latinoamérica”. Un desabrido manifiesto de Valenzuela sobre el compromiso del escritor en la hora de los hornos de América Latina bastó para franquear su ingreso al catálogo del OBLAE.
     ¿Un Gabriel García Márquez ensayista? Al único conocido hasta ahora lo encontró el OBLAE en un suelto sobre la lluvia, los paraguas y la personalidad de sus dueños, publicado por alguien del mismo nombre en El Espectador, de Bogotá, a mediados de la década del cincuenta.
     La prensa latinoamericana provee al OBLAE de otros “ensayistas”. Tal es el caso de Nicolás Guillén. Una crónica de espectáculos suya, publicada en El Nacional de Caracas en diciembre de 1950, cuando todavía Guillén no era racialmente discriminado como el poeta negro favorito de la Revolución Cubana, comenta una visita de Josephine Baker a La Habana. El OBLAE la encuentra, por supuesto, muy decidora y muy políticamente correcta en su tratamiento del tema de la negritud y el racismo. Y es que de ensayistas políticamente correctos tiene el OBLAE una bobina entera. De ellos, el más ilustre quizá sea Pablo Neruda: “Neruda recibió el Premio Nobel de literatura y el siguiente ensayo —informa el Oxford Book— es su discurso de aceptación del mismo, pronunciado en Estocolmo el 23 de diciembre de 1971.”
     Discursos de aceptación del premio Nobel, charlas sobre cómo fue que la lectura de Cien años de soledad me imbuyó de ganas de hacerme yo también escritora de bestsellers trabajando de noche mientras mi marido y las crías dormían, las cartas de Colón al rey de España, la volandera y grácil gacetilla de prensa que el Gabo —ese Fénix— seguramente olvidó no bien la mandó al taller, la remota reseña de un espectáculo habanero, el castellano discapacitado y asistido —pero muy suyo, eso sí, muy apropiado— que pasa por biografía de la impostora Rigoberta Menchú, los pretenciosos galimatías —de intención ¿teórica, programática?— rebosantes de epígrafes y de citas que solía enviar Rafael Guillén Vicente, (a) Subcomandante Marcos, a la prensa mexicana; si todo ello puede y debe tomarse por ensayo, ¿porqué habríamos de leer el Pierre Menard, autor del Quijote como si fuese una ficción de Jorge Luis Borges?
     El OBLAE pudo haber escogido una cualquiera de las prosas de Discusión, de los Nueve ensayos dantescos, del Evaristo Carriego o de las conferencias en torno a la poética, dictadas por Borges en Harvard. En lugar de ello, optó por presentar el Pierre Menard como el ensayo más influyente jamás escrito en América Latina. Dizque su argumento paródico es la mejor prueba de que, en lo que atañe a cultura, los latinoamericanos no somos más que plagio y gesticulación.
     Usted dirá que todo esto son sólo ganas de singularizarse haciendo ver que se tiene más pupila que el resto de la gente, pero piénselo mejor; piénselo como Wilde lo pensaría: que el Pierre Menard resulte ensayo en vez de cuento, ¿no será el calculado reclamo de un Narciso compilador para atraer nuestra atención hacia él mismo y su extraordinaria autobiografía intelectual? ¿El tipo justo de estudiado desbarro que inescapablemente lo lleva a uno a preguntarse a quién rayos le encomendaron la edición del OBLAE?
     El OBLAE facilita no sólo la pesquisa de esto último, sino también la exégesis, porque el compilador tuvo la gentileza de incluirse a sí mismo entre los grandes del ensayo latinoamericano con uno titulado “The Verbal Quest”, aparecido en Metamorphoses, en 1994, el mismo año que la Oxford University Press comisionó la antología.
     “The Verbal Quest” figura de último en el índice del OBLAE, pero me late que fue el primero en ser seleccionado y que la antología fue concebida para que los demás ensayistas sirviesen de exhibition troupe del compilador multiculturalista. El halagador autorretrato que acompaña el ensayo de Ilan Stavans —uno de los más extensos de la colección, dicho sea al pasarnos impone de que su primer lenguaje literario fue el yiddish, pero que casi toda su oeuvre ha sido escrita en castellano o inglés, que su trabajo ensayístico se interesa por el “translingüismo”—la verdad, no sé cómo rendir translingualism al español—, el choque entre la cultura elitista y la popular y algunos temas referidos a la identidad religiosa.
     Otras inquisiciones nos pusieron frente a un aviso, aparecido en el Times Literary Supplement, en el que una editorial universitaria estadounidense presenta al compilador del OBLAE como un auténtico “Latino Czar”, con lo que no quiere decir que Stavans sea un empresario de salsa nuyorrican, sino caracterizarlo, más bien, como paladín del spanglish, el cual es, según Stavans, el nuevo horizonte de redención para las corrientes migratorias latinoamericanas en los Estados Unidos. “El español —ha dicho Stavans— es la conexión con el pasado colectivo, el inglés es el boleto al éxito, pero el spanglish es la fuerza del destino.
     Sostiene el compilador del OBLAE, en el prefacio a The Riddle of Cantinflas (University of New Mexico Press, Albuquerque, 1998), que en el mundo hispano:

nada es original y todo es su propia parodia. No soy condescendiente al decir esto: la falsificación es bella. La región [Stavans sigue hablando del “mundo hispano”] es de una artificialidad hipnótica; todo en ella es falso: el alfabeto romano es, en sí y para sí, una importación y, por ello, la vida debe ser vivida en traducción: lo mismo la democracia que los condones, Aristóteles, las telenovelas, los relojes, la negritud, el dinero, los violines, Satán y los antibióticos son todos ídolos extranjeros. No es de extrañar que sus ciudadanos no tengan más destreza para reproducir que para producir.

En otra página denuncia el culto a la originalidad como la causa de que hayamos sido todos tan injustos con el Quijote de Avellaneda. En otra declara a José Carlos Mariátegui mentor intelectual de Sendero Luminoso. En otra exculpa a Rigoberta Menchú al decir que su impostura sólo logra hacerla más humana.
     ¿Qué puede uno responder a estos pareceres que no sea “con su pan se lo coma”? Con un conserje así no es de extrañar que ni Cobo Borda ni Juan Nuño ni muchísimo menos Eduardo Subirats accediesen al OBLAE.
     Pero explíquenme entonces por qué Rubén Blades no es considerado un ensayista latinoamericano por Stavans, si tiene a su favor haber nacido en Panamá con ancestros venidos de Cuba y de las Antillas occidentales, ser compositor de guarachas y guaguancós con “comentario social”, vivir la mitad del tiempo en los Estados Unidos, donde actúa para Hollywood en inglés, y la otra mitad en Panamá, donde hace campañas electorales en español, haber parodiado con general beneplácito la letra y la música de un moritat de Bertolt Brecht y Kurt Weill y encarnar como nadie el crossover dream, al haber logrado asimilarse al mainstream de la sociedad angloamericana sin dejar por ello de producir décimas, cuartetas y, hablando en general, versos de arte menor que narran las injusticias de que son víctimas, en algún lugar de Latinoamérica, el padre Antonio y su monaguillo Andrés. –
     — Caracas, septiembre de 2004

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(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).


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