La excepción normalizada: Pedro Sánchez y la pandemia

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El 26 de febrero de 2020, el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, Fernando Simón, dio una rueda de prensa sobre el coronavirus, en la que dijo que “estamos teniendo una preocupación excesiva a nivel poblacional”: “Esto es una enfermedad que es nueva y no queremos que nuevas enfermedades lleguen a nosotros, queremos que las que tenemos desaparezcan, por lo tanto hay que tener cuidado, pero eso no implica que sea una enfermedad de una gravedad excepcional.” Dos semanas después, el 11 de marzo, Simón anunció que hacía falta una cuarentena para controlar el virus “de entre un mes y medio y dos meses, pero quizá pudiera ser de hasta dos, tres o cuatro meses en la peor de las situaciones”. Dos días después, el gobierno aprobó un estado de alarma que se alargó hasta junio.

La pandemia pilló desprevenidos a todos los gobiernos del mundo. Pero hubo algunos líderes que, por su naturaleza y estilo de gobernar, estaban peor preparados. El gobierno de Pedro Sánchez, muy centrado en las batallas del día a día, obsesionado con las encuestas, la guerra cultural, el posicionamiento y la construcción de la marca personal del presidente, fue uno de ellos. Pedro Sánchez llegó al poder en una situación excepcional, la primera moción de censura exitosa de la democracia española, y desde el principio intentó mantener esa sensación de excepcionalidad. Hablaba de emergencia social y de una especie de urgencia moral que servía para justificar su intervención providencial: no había tiempo que esperar, había que recuperar rápidamente la dignidad de las instituciones, denigradas por el gobierno del pp, y “reconstruir el Estado social”.

Por eso el gobierno abusó del decreto ley (y también porque no tenía mayoría en las Cortes), una herramienta que tiene el ejecutivo para situaciones de extrema necesidad que le permite sortear el control parlamentario. Se convirtió en la herramienta legislativa por defecto. Pero también en base a esta excepcionalidad construida justificó la exhumación del dictador Franco, necesaria e importante pero convertida en una maniobra de propaganda a dos semanas de las elecciones, e infló mediáticamente a Vox para así proclamarse el psoe como único dique de contención frente a la ultraderecha (realmente consiguió inflar al partido: Vox pasó de 24 a 52 diputados entre abril y noviembre de 2019; el psoe , en cambio, perdió 3 diputados y se quedó en 120). Una vez construido un relato de excepcionalidad, el gobierno podía promover una sensación de inevitabilidad, de falta de alternativa: o Sánchez o el caos.

2020 iba a ser el año de la consolidación del poder, del perfeccionamiento del nuevo sentido común sanchista y de su ideología de la inevitabilidad. A finales de 2019, recién formado el gobierno, Pedro Sánchez tomó dos decisiones especialmente centradas en amarrar su poder personal (y el del partido): convirtió a su asesor de comunicación, Iván Redondo, en una especie de chief of staff con más poderes que algún ministro (y sin necesidad de pasar por el congreso), y nombró a su ex ministra del interior, Dolores Delgado, fiscal general del Estado.

La pandemia alteró ligeramente los planes de Sánchez. La construcción de una excepcionalidad artificial, excusa para la intervención y la apropiación del poder y de las instituciones, se topó de pronto con una situación realmente excepcional. Al principio, el ejecutivo reaccionó con incredulidad, como la mayoría de gobiernos, pero también con especial arrogancia y ceguera. Nadie había preparado a Redondo y Sánchez para una crisis real, que fuera más allá de la política vista como una guerra mediática de posicionamientos.

En su gestión de la pandemia, el gobierno ha combinado la dejación de responsabilidades con la sobreactuación a menudo coactiva. Ha ignorado las alertas, actuado a trompicones y con ambigüedad, ha delegado en las comunidades autónomas para desentenderse; al mismo tiempo, ha aplicado restricciones y limitaciones de derechos de manera excesiva y sin indicar los criterios epidemiológicos o sanitarios que justifican esas medidas. Salvo en contadas ocasiones, y de manera también deficiente (como en la aprobación de erte o el Ingreso Mínimo Vital, que han sufrido muchísimos problemas burocráticos), el gobierno ha usado el poder extra que le ha otorgado el estado de alarma para cuestiones de ley y orden.

La pandemia quizá requería un confinamiento domiciliario (aunque no era la única alternativa, como se vio en Europa), pero no hacía falta aplicar la Ley de Seguridad Ciudadana, que el gobierno prometió derogar nada más llegar. El decreto del estado de alarma era demasiado ambiguo y no especificaba los diferentes grados de infracciones y delitos por saltarse el confinamiento; solo señalaba que el incumplimiento del contenido del decreto se sancionaría “con arreglo a las leyes”. ¿Qué leyes? La de Seguridad Ciudadana, llamada también mordaza, que da excesiva discrecionalidad a la policía y persigue especialmente la desobediencia. Como escribía Fernando J. Pérez en El País, “El artículo de esta norma más profusamente empleado durante el primer estado de alarma, que se prolongó hasta el 21 de junio, fue el 36.6, que considera infracción grave ‘la desobediencia o resistencia a la autoridad o a sus agentes en el ejercicio de sus funciones’.” Sigue Pérez, “el ministerio del interior, en la primera ola, consideraba que el mero incumplimiento de las medidas –por ejemplo, estar en la calle a las dos de la madrugada sin justificación– supone una infracción grave sin necesidad de que el agente haga una advertencia previa al infractor”.

Esta discrecionalidad y extralimitación (a veces más cercanas a un estado de excepción que a un estado de alarma, como recordaron diversos juristas) se justificaban con la gravedad de la situación, y la población la aceptó generalmente porque la pandemia era algo sin precedentes. Pero tras meses viviendo con ella, la excepcionalidad se ha convertido en normalidad. Y, como dice un reportaje en The Guardian sobre la “fatiga del coronavirus” en Reino Unido, “el seguimiento de las medidas se está debilitando porque se perciben diversos tipos de injusticias. […] Si la gente ve que se vuelven a poner restricciones que no tuvieron mucho éxito en el pasado, se vuelve escéptica”. El caos de las medidas, su imposibilidad de aplicación y arbitrariedad en muchos casos está provocando una fatiga similar en España.

La actitud del gobierno en la segunda ola y tras aprobar el segundo estado de alarma sigue combinando la improvisación y el titubeo con la extralimitación y la sobreactuación. Pasamos de una etapa represiva durante el confinamiento de marzo a junio a una de dejación total en verano, para luego volver a un estado de alarma, aprobado esta vez de golpe para seis meses. En el primer año de la pandemia, el gobierno ha reaccionado tarde y, cuando ha actuado, lo ha hecho de manera excesiva y aparatosa. No hay muchas esperanzas de que en 2021, el año de la vacuna, vaya a actuar de manera muy diferente. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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