Mailer, un escritor maleducado

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Dos semanas antes de la muerte de Norman Mailer, me encontraba en Viena realizando una lectura cuando de la nada apareció en mi cabeza un presentimiento (esto en caso de que los presentimientos se presenten en la cabeza y no en otra parte del cuerpo). Como suelo hacer siempre que estos ataques imprevistos me acometen, interrumpí la conversación que sostenía con el público para preguntar a viva voz: “¿Alguno de ustedes sabe si la salud de Mailer ha mejorado?” Como era de esperarse hubo cierto desconcierto, pero no me pareció prudente explicarme ni poner a esas inocentes personas al tanto de mis angustias. Impulsado por el silencio reinante, decidí continuar con la charla cuando un hombre moreno sentado en la última fila dijo con una voz que podría haber sido la del mismo Mailer: “Parece ser que todavía no se rinde.” Sus palabras me causaron un alivio profundo. Mailer continuaba contra las cuerdas, pero su oponente no podía aún cantar victoria. Sus lectores, acostumbrados como estamos a las riesgosas correrías del escritor, a sus peleas desmesuradas, pero sobre todo a esa capacidad innata de convertir las derrotas en oro, sabíamos que no podíamos confiar en las predicciones acerca de su persona.

Por lo demás, la muerte es un oponente que no debe merecernos respeto. ¿Cómo se puede temer a un adversario que jamás ha perdido? Se piensa en ella durante los últimos minutos, cuando no hay más remedio que dormir a su lado: y a otra cosa. Cuando tenía en mis manos una obra de Mailer lo que menos me importaba era el tema. Los hombres consumen su vida en los más diversos asuntos, unos corren tras la pelota, otros se sumergen en el agua en busca de tesoros, pero sólo unos pocos poseen una fuerza que los mantiene constantemente en estado de alerta y gracia. Mailer obtenía ese impulso volcánico de una mina que pasaba por debajo de su casa: una mina que no se agotaba, pese a que Mailer propinaba paladas todas las mañanas en las más diversas direcciones. Él sabía que un escritor comienza a caer en picada cuando abandona la idea de ser un escritor importante, cuando se cansa de sí mismo o no espera nada de su obra. El conformismo no fue una de sus virtudes, así que sus lectores debimos conformarnos con esa belicosa manera de sembrar historias que acompañaba de un esmerado sentido agrario. Los desnudos y los muertos dejaba claro que el joven escritor de veinticinco años sabía perfectamente cómo hacer para que sus experiencias se volvieran relatos en los dos únicos sentidos que éstos pueden serlo: por una parte mitos que perduran porque son los mismos mitos de siempre, y por otra historias que nos mantienen despiertos e interesados. No sé si entonces Mailer tenía un estilo, pero al menos sí un olfato que precedía a un extraordinario talento para urdir sus historias. En todo caso su estilo –quiero decir: la inminente soledad a la que un buen escritor se halla condenado– comienza a revelarse siete años más tarde en una novela de escritura apretada que cuenta la historia de los atormentados espectros que arropados en la celebridad hacen de los estudios de cine el escenario de las pasiones humanas: El parque de los ciervos. El poder, la conspiración, el comercio sexual se revelaban ya desde entonces como los cauces de una literatura que se proponía a sí misma como testigo omnipresente. Cuando leí esta novela, hace más de veinte años, me di cuenta que en ciertos casos se requiere escribir muchas páginas para que un personaje sea capaz de darnos sombra: el escritor debe levantarse temprano, tomar las herramientas y trabajar de sol a sol para construir una casa que no se desplome ante la primera marejada de viento. Eso pasa con Mailer: las casas literarias que levantó con esfuerzo desmedido llegan incluso a ser inhabitables, pero nunca se desploman. Una sensación similar tuve cuando me enfrenté a Los tipos duros no bailan: las habitaciones tenían puertas que daban al vacío, o escalones que se mecían como viejos barcos atados en el muelle, pero tarde o temprano encontrabas un poco de fuego para calentar café o un rincón donde dormir como bendito. Y carecía de importancia que la novela se complicara tanto que por momentos uno deseara no haber comenzado su lectura, porque en cierto momento el viento entraba por la ventana y una contundente voz literaria ponía las cosas en orden: una voz demasiado humana. Mailer era consciente de que desastre semejante no lo remediaría nadie, pero al mismo tiempo permitía que su escritura se embargara de una fuerza seminal que volvía la trama un asunto secundario. A fin de cuentas de lo que trata este negocio es precisamente de que la literatura mueva su cola de dinosaurio para tirar las piezas una vez más.

Si Truman Capote pulía sus frases como un orfebre maniaco, Mailer dejaba huellas por todos lados: acaso pensaba que sólo de esa manera los personajes se desprenderían de la tiranía de su creador para dibujar una mente o una vida a salvo de los lugares comunes. Las toneladas de investigación que puso sobre nuestras espaldas en La canción del verdugo se antojaban necesarias para convencernos de que un escritor es también un hombre que mete los pies en el barro. No es sólo a partir de intuición o talento como se escribe una buena historia: antes debe uno tocar las puertas de cientos de casas donde, en muchos casos, no seremos bien recibidos. Si el periodismo tiene como fin mostrarnos que la realidad es un recuento exhaustivo de hechos desordenados, entonces es necesario extraer un mínimo sentido para no ahogarnos en su imponente vacuidad. En su turno, Mailer demostró que la literatura rescata al periodismo de su marasmo cotidiano, de su ser enciclopedia, circo y entretenimiento vacuo. Además de un poder de observación siempre interesado, Mailer aprovechó un recurso que tanto escozor causara en los círculos más mojigatos de la comunidad literaria estadounidense: se convirtió él mismo en personaje. En Los ejércitos de la noche, novela que narra la marcha contra el Pentágono en 1967, el escritor aparece protestando contra la ambición colonialista de su gobierno: en estas páginas Mailer no sólo es protagonista, sino que se define políticamente como un socialista, un escritor rudo que persigue las buenas causas. Recuerdo que leí esta novela con cierto estupor: había en sus páginas tanto escándalo como seguramente lo hubo en aquella célebre manifestación, demasiados nombres desconocidos, Mailer caminando de un lado a otro, arengas imprevistas, poetas clarividentes. Era evidente que si el lector deseaba enterarse debía ponerse a trabajar, a sumarse a la marcha y estar dispuesto a dar la pelea.

Escribió Pessoa que la preocupación de un individuo por sí mismo le parecía, en cuestiones literarias o filosóficas, una ausencia de educación. Si la educación consiste en sustraerse del mundo como un ser real, cotidiano, concreto, entonces Mailer era más bien un obrero o un boxeador (metáfora de la que sus lectores abusamos). Me sumo a esa definición: si admiro a Mailer es porque no soy un hombre educado. Aquella ocasión en Viena, una vez terminada la conversación con el público, me aproximé al hombre que me había dado noticias acerca de la salud de Mailer. Sin mostrar ningún asomo de tristeza me dijo: “Yo también estoy preocupado.” Y nos despedimos con la certeza no expresada de que los duros se marchan dejando en su lugar a un montón de enclenques. ~

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