Leonor Ortiz Monasterio

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“¿Me ayudarías a fundar Letras Libres en España?”, le pregunté a Leonor Ortiz Monasterio. La escena ocurría en su oficina, adjunta a la del presidente Zedillo en Los Pinos. Poco antes me había comentado que ella y Bernardo, mi amigo de infancia, habían decidido vivir en Madrid. Tardó siete segundos en darme el sí. Ahí nació nuestra revista en su versión española. Y ahí nació nuestra amistad. “Por fin tendrás un verdadero jefe”, bromeé, a sabiendas de su eficaz desempeño junto a Zedillo, que la valoraba y quería muchísimo. A partir de ese día, hasta su último correo que leo y releo, me dijo “jefe”.

Mi primer recuerdo de Leonor es en un Congreso de Historia en Pátzcuaro, en 1977. Su sonrisa iluminaba la noche. Yo sabía que era la alumna predilecta de Edmundo O’Gorman, pero no mucho más. En aquellos años los historiadores pertenecíamos a bandos: por un lado, el Colegio (los hijos o nietos de don Daniel); por otro, la unam, los discípulos y sobre todo las discípulas del irresistible, mefistofélico e inteligentísimo don Edmundo.

Fue Bernardo, su pareja por casi treinta años, quien me dio la buena nueva. Por fin sentaría cabeza, nada menos que con Leonor. Lo celebré mucho, ante todo por él, y también por ella. Se encontraban cerca de los cuarenta años. Cada uno con hijos. Libres y llenos de energía. Y podían complementarse de manera admirable. Él tenía un puesto altísimo en McKinsey, ella dirigía con gran éxito y un dinamismo innovador el Archivo General de la Nación. Ambos eran notablemente prácticos, inteligentes, informados. Ella, una dama, le puliría ciertas aristas ásperas, le enseñaría a cuidar las formas y apreciar la belleza del arte y la historia. Él, un ogro de fondo bueno, la cuidaría, la protegería. Merecían la felicidad. Creo que la tuvieron a raudales.

Bernardo y Leonor se establecieron en un departamento de Madrid. Desde sus balcones se veía el Jardín Botánico. Ahí recibían a “la crema de la intelectualidad” (como dice la canción “Madrid”, de Agustín Lara). Y también de la política, la banca, la empresa y aun de la aristocracia. Muy pronto, Leonor se ganó el cariño de muchos empresarios españoles. Gracias a esa familiaridad sincera, pudimos presentarles nuestro proyecto: Letras Libres, una pequeña empresa mexicana en España, una “pica en Flandes”.

Leonor abrió la pequeña oficina de Letras Libres en la calle de Ayala, en el barrio de Salamanca. Trabajaba ya con ella Ricardo Cayuela, que fue el editor de la revista por los primeros seis años y cuya labor fue tan importante y decisiva como la de Leonor. Nada se escapaba a su estricta vigilancia. La experiencia del Archivo General de la Nación y de la Presidencia de México (nada menos) puesta al servicio de nuestra revista. No podía fallar.

A partir de entonces, nos veíamos cada mes de octubre, para visitar a los patrocinadores. Ella tenía lista una bitácora, como de servicio diplomático. Y al concluir nuestro ciclo de trabajo me ordenaba, literalmente, que tomara vacaciones. (Por tratarse de ella, obedecía.) Por esa oficina pasaron varios redactores y escritores mexicanos. En esa oficina se formaron los actuales editores españoles, en particular Daniel Gascón. También Daniel Krauze trabajó bajo tutela libre y sutil de Leonor. En 2006 celebramos en grande nuestro quinto aniversario. Ese año me anunció que regresaría a México. Dejó todo perfectamente ordenado. El mejor homenaje a lo que Leonor construyó es la supervivencia misma de la revista.

Su vida fue deslumbrante por unos años. Viajó a los sitios más recónditos. Con Bernardo estuvo a punto de adquirir un castillo. Pero nunca olvidó su misión de servir a la sociedad. Con la entrega y el desinterés que la caracterizaban, presidió el patronato de la Asociación Pro Personas con Parálisis Cerebral, apac. Prácticamente salvó a la institución que pasaba por una severa crisis financiera y la hizo crecer. Hoy día unas quinientas personas con discapacidad reciben beneficios de ella, lo que significa también quinientas familias.

De pronto, el azar dio un golpe. La noticia de su súbita enfermedad afectó terriblemente a Bernardo, pero no a ella, o no de manera que sus amigos pudiésemos notarlo. Siguió radiante y estoica. Siguió atenta al mundo y a su mundo. Ni siquiera la muerte inesperada de Bernardo la cimbró. Seguir, seguir, era su valientísimo designio.

Por ella supe vagamente de sus largos tratamientos. Prefería pasar rápido por todo aquello y concentrarse en la vida. Interesarse genuinamente en el otro, no en sí misma, mucho menos para provocar la más mínima señal de compasión.

Comimos varias veces, rodeados de la biblioteca que le heredó O’Gorman y de hermosas piezas de arte romano o griego. Un día no lejano me contó el tránsito, voluntario y sereno, de su padre, Fernando, el famoso “Caco”. Víctima de cáncer, a una edad ya avanzada, había decidido partir, pero no sin antes armar un ágape con su gran familia. Decano de la cirugía plástica, el doctor dedicó sus últimos años a atender exclusivamente casos extremos de desfiguración en niños pobres. Veía de frente el horror y, hasta donde la ciencia lo permitía, procedía a corregirlo con estoicismo. Así vio de frente su propia muerte.

También Leonor la vio de frente. Esa fue su postrera enseñanza. No sé cómo partió, pero el 2 de febrero me escribió un correo de despedida dedicado a su “jefe”: “Parece ser que ya voy en la recta final, estoy muy en paz y disfrutando mucho el reflexionar sobre la vida. ¿Te acuerdas que siempre te dije que fueras un gozador? No se te olvide, la vida es maravillosa.”

Me dejó una tarea.

Y un recuerdo imborrable. ~

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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