Hemos perdido, pero hemos ganado, a Manuel Álvarez Bravo, el fotógrafo cuya obra como pedía Ramón López Velarde ha sido fiel al espejo diario de nuestra suave patria, de nuestra patria cruel.
"Nací en la ciudad de México, detrás de la Catedral, en el sitio donde se levantaban los templos de los antiguos dioses mexicanos… De niño, cuando no quería salir con mis amigos los domingos, iba a alguno de los dos museos que había cerca de donde yo vivía… Uno era el Museo de Antropología e Historia, que tenía arte prehispánico. Esas obras son muy importantes para mí por su herencia cultural. El otro era el de San Carlos, que contiene arte europeo." Así recordaba, en una entrevista de 1994, las coordenadas de su genealogía artística. Desde ese centro de nuestro centro (ceremonial, político, teológico) Álvarez Bravo abrió los ojos y comenzó a mirar, primero esculturas y monumentos, luego la vida urbana. Acababa de cumplir once años cuando estalló la Decena Trágica, que dejaría huella: de ida y vuelta de la escuela ya no sólo veía personas atareadas, amorosas o dolientes, sino cuerpos calcinados en las calles. Pero vivir la Revolución agregó un elemento adicional a su sensibilidad: no la matonería incidental, festiva y remota, sino la calaca misma, cercana, terrible y cruda. Y cuando llegó el momento de la reconstrucción, en 1922, Álvarez Bravo ya estaba allí, con su asombro original, su lente preciso y su técnica autodidacta: "Influyó mucho en mí el muralismo. Me paraba al pie de la gran escalera [de la Secretaría de Educación] y alzaba la vista y sentía que las figuras de la historia me llovían encima. Aprendí mucho viendo esos murales." Aprendió mucho, en efecto, pero su fotografía trascendió desde el principio el sentido didáctico e ideológico de buena parte del muralismo, y tendió (como su contemporáneo Tamayo) a buscar contenidos más profundos, una mexicanidad onírica, subyacente, más allá y más acá de la historia.
Una de las fotografías más notables de Álvarez Bravo es "La hija de los danzantes", de 1933. Una joven pueblerina, vestida con un sencillo huipil blanco, da la espalda y asoma su mirada por la claraboya de una pared exterior de grandes mosaicos rectangulares, uniformes y oblicuos, rasgada en su textura por las uñas del tiempo. La muchacha se cubre con un rebozo de satín y trae ladeado en la espalda un sombrero campirano. La luz mañanera ilumina toda la figura y arroja su sombra como un manto sobre la pared. La joven se esfuerza para mirar, se levanta y apoya suavemente uno de sus pies descalzos sobre el otro. Hurga con su brazo, entorna la cara. ¿Qué ve?
Ve el Aleph de nuestro paisaje humano: la obra de Álvarez Bravo, ese "edén subvertido" tras la "mutilación de la metralla" al que López Velarde prefería no volver. Una mirada compasiva hace clic y descubre al obrero exhausto cama y almohada de sí mismo durmiendo "El sueño" de los justos sobre el asfalto. Ya no hay sitio, en esa visión, para las poses marciales, los contingentes militares, los fusilamientos. Tampoco para las postales que imitan la pintura, como la pintura imitaba la fotografía: volcanes que son pirámides, pirámides que son volcanes. La pobreza es personaje omnipresente pero tácito en Álvarez Bravo, y por eso mismo más doloroso. Y el ajetreo del trabajo: la formidable serie de los salineros de Cuyutlán, trillando su cosecha marina en volcanes minúsculos; el calor de los cañaverales, la paz de las milpas…
Junto a la vida cívica aparece otra dimensión fundamental, la religiosa. Nada más lejano a la pía estampa que las fotografías de Álvarez Bravo, pero tampoco hay rastros de jacobinismo en su imaginación visual. Llega al justo medio desde ángulos irónicos, amorosos e inocentes: el santo y la santa sin pared de cal y canto, el Cristo sentado, como un pensador tristísimo, el desordenado acarreo de los santos previo a la procesión, pero sobre todo las minucias, las huellas casi imperceptibles de la piedad popular: las cruces efímeras en el campo, las ofrendas y las flores, las velas y veladoras, los árboles fantasmagóricos. Y de pronto, grabada en la frente de una risueña calavera de azúcar, la palabra "amor". Allí están también los cuerpos, sus promesas y extravíos, como en esa inolvidable figura femenina tendida al sol y a la vida ("La buena fama durmiendo"), más sensual y perturbadora, si cabe, que las célebres fotografías de la Modotti. No sorprende que André Breton celebrara en la obra de Álvarez Bravo (en la revista Minotaure, 1939) rasgos de la antigua dualidad mexicana que fascinó siempre a Octavio Paz: "Este poder de conciliación entre la vida y la muerte es sin duda la gran atracción de México. En este sentido, despliega un registro infatigable de sensaciones, desde las más benignas hasta las más insidiosas. El gran arte de Manuel Álvarez Bravo nos permitirá descubrir… esos polos extremos."
En el jardín de la pequeña casa de Álvarez Bravo, situada en el corazón del antiguo y festivo Barrio del Niño Jesús, contiguo a Coyoacán, hay un inmenso nopal, un nopal centenario. Abre su fronda al cielo y da tunas en su estación. Es un México en miniatura: como la obra del hombre plácido, de voz apenas perceptible, pero mirada vivaz, que vivía dentro. ~
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.