Memorables y el olvido: Nicolás Gómez Dávila

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Nicolás Gómez Dávila o el antimoderno recalcitrante En contraste con el revuelo que despertó en Italia y Alemania, donde filósofos y escritores de la talla de Franco Volpi y Ernst Jünger lo dieron a conocer, la obra de Nicolás Gómez Dávila (1913-1994) es prácticamente desconocida en el orbe hispanoamericano, y aun en Colombia, su país natal, apenas cuenta con unos pocos adeptos, lo cual no es de extrañar dado el talante aristocrático y radical de su pensamiento.

Nicolás Gómez Dávila o el antimoderno recalcitrante

En contraste con el revuelo que despertó en Italia y Alemania, donde filósofos y escritores de la talla de Franco Volpi y Ernst Jünger lo dieron a conocer, la obra de Nicolás Gómez Dávila (1913-1994) es prácticamente desconocida en el orbe hispanoamericano, y aun en Colombia, su país natal, apenas cuenta con unos pocos adeptos, lo cual no es de extrañar dado el talante aristocrático y radical de su pensamiento. Más que un “raro”, cabría decir que es un escritor “impar”, un intempestivo, un reaccionario exquisito, incómodo hasta lo urticante, que algunos han tenido la desmesura de apodar “el Nietzsche de los Andes”.

La obra de Gómez Dávila es en realidad un mismo libro sostenido por largo tiempo bajo títulos ligeramente diferentes. En 1977 dio a la imprenta Escolios a un texto implícito, al que siguieron otros de intención y factura análoga (que él mismo calificó de “concéntricos”): Nuevos escolios a un texto implícito y Sucesivos escolios a un texto implícito. Compuestos de notas breves y en apariencia fugitivas, que admiten el nombre de “aforismos” o “fragmentos”, se trata de libros provocadores y salvajemente antimodernos que, gracias a un método “puntillista” de escritura, combinan lo inflexible con lo vacilante, lo dogmático con el descreimiento. (“Las verdades no se contradicen sino cuando se desordenan.”)

Convencido de que vivimos en una época en la que ya “no hay por quien luchar, solamente contra quién”, Gómez Dávila dirige toda su virulencia crítica, todo su apasionado escepticismo, contra los ídolos que aún permanecen de pie, contra los dogmas jamás reconocidos como tales: la democracia —esa “religión antropoteísta”—, la igualdad, la confianza en la perfectibilidad del hombre, la técnica, el progreso. Es un reaccionario, desde luego, pero de ese tipo lúcido y rabioso que pondría a temblar a los conservadores de toda laya, pues ha dejado de creer que haya cosas que merezcan la pena de ser conservadas.

Su estilo es a la vez sencillo y elíptico, y su abstracción casi nunca pierde de vista lo sensorial. Alguna vez Álvaro Mutis dijo de él que no conocía antecedente en castellano “de una más transparente y hermosa eficacia”. Está más cerca de Pascal que de Chamfort, y más de Nietzsche que de Schopenhauer, y si bien comparte con Cioran y con Caraco cierto timbre de intransigencia y desencanto, su lucidez no deriva de la desesperación ni la amargura, sino que tiene la insolencia de los filósofos del linaje socrático, que sabían hundir el dedo en la llaga por medio de preguntas incómodas que denotaban un pensamiento insobornable. Su pesimismo, su escasa fe en el hombre y ya ni se diga en “el pueblo”, están tan bien afincados que incluso sus dudas y cuestionamientos resuenan con un dejo perentorio. Domina el arte de irritar, pero su impertinencia es abierta, franca, llena de buen ánimo. El hecho de que su pensamiento se sepa de antemano fuera de lugar, condenado a la herejía, lo hace menos propenso al énfasis retórico. No cede, no se resigna, pero en el fondo no deja de sonreír provocativamente. Tal vez lo que más enerva de sus escritos es percibir esa extraña, inaceptable sonrisa del que nos hace ver que ya nada tiene remedio.

La autonomía del aforismo exige que el lector no eche de menos la argumentación; que se sostenga en cuanto destello. Tal y como lo practica Gómez Dávila, sin embargo, se presenta como la aclaración o contrapunto de otro texto mayor al que interpela o con el cual conversa (“escolio” significa literalmente “comentario”), un texto que, para acentuar la paradoja, no está allí, frente a nosotros, sino que permanece “implícito”. De manera que nos encontramos ante una colección de apuntes que, sin renegar de su condición parasitaria, se han independizado de su origen para vibrar solos sobre la página, pero además con el enigma de que ese pretexto y origen no está a la vista, sino que más bien se da por sentado y deliberadamente se omite. ¿Ese “texto implícito” será la tradición occidental, la suma de todos los libros, la gran biblioteca borgeana? ¿Será quizá, como sugiere Franco Volpi, “la obra ideal, perfecta, tan sólo imaginada, en la que se prolongan y se cumplen las proposiciones de don Nicolás”? Sospecho que responder a estas preguntas es menos importante que reconocer el ethos de marginalidad que rige su escritura, un compromiso con las orillas que lo mismo significa humildad y afán de exégesis que distancia crítica. La discreción de la nota es aquí una conquista de la libertad de pensamiento; lo transitorio del apunte refleja su resistencia a los grandes relatos. Esa escritura al margen comporta, en cualquier caso, cierto pudor ante los edificios teóricos y las ideologías; un impulso instintivo por estar siempre lo más cerca del silencio. (“En filosofía lo que no sea fragmento es estafa.”)

Como sería de esperarse en alguien que defiende los privilegios de una aristocracia de la inteligencia, Gómez Dávila fustiga con especial encono las ideas políticas de raigambre marxista, pero no se arredra frente a la herencia de la tradición liberal y democrática, esa tradición gestada en el Iluminismo que hoy se considera inamovible, más allá de toda duda, aun cuando día a día sea puesta en entredicho por la barbarie general y la miseria misma de los tiempos. Desde una posición insostenible, escandalosa, pero a su manera elegante, que se asume como derrotada sin dejar por ello de ejercer su vigilancia y sospecha, Gómez Dávila supo perforar, con la insistencia y soledad de la carcoma, los pilares sacrosantos de la sensibilidad moderna. Si sería exagerado afirmar que sus escritos son demoledores, habrá que reconocer que punzan, sacan de quicio, se clavan como aguijones de ironía y exactitud. Ello explica tal vez el desdén que ha merecido su obra, una obra genial, crítica, exasperante, no apta para conformistas y pusilánimes, anatema para los papagayos de los valores democráticos, que ya en su oportunidad Álvaro Mutis saludó como “obra prima del pensamiento occidental”.

– Luigi Amara

 

 

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(ciudad de México, 1971) es poeta, ensayista y editor.


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